Los Elfos Silvanos

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Cuando Ayerin despertó, se encontraba acostada en una gran cama de colchón y almohada mullidos. Sentía la suavidad del lecho, y deseaba volver a olvidarse del mundo y dormir plácidamente, pero al moverse un poco para acomodarse, sintió un agudo dolor en uno de sus costados. Detuvo sus movimientos y abrió los ojos lentamente, acostumbrándose a una gran luz que llegaba hasta su rostro. Cuando pudo distinguir su alrededor, lo escudriñó con la mirada, buscando algo que delatara el lugar donde se encontraba. Distinguió un ligero dosel en la cama sobre la que estaba tumbada, una gran ventana con decoraciones de ramas y hojas ralladas a lo largo de su arco, un escritorio cerca del ventanal donde había varios papeles colocados encima cubriendo todo el mueble... Nada de aquello le ayudó a concretar su ubicación.

Intentó incorporarse, pero un dolor agudo en su costado izquierdo la detuvo, provocando que un gemido de dolor escapara de sus labios. Instintivamente llevó su mano derecha al lugar que ocasionaba aquella sensación, sintiendo algo sedoso en la punta de sus dedos.

Su cuerpo se tensó al sentir aquello, recordando de golpe su encuentro con las arañas, y pensando que podría estar cubierta en su tela. El suave sonido que provocaba la puerta al abrirse la sobresaltó, haciendo que se incorporara un poco más y volviendo a sentir ese agudo dolor. Cerró los ojos con fuerza y encogió su cuerpo ante la sensación. Luego miró a la puerta para ver quién había entrado.

Se trataba de una dama elfa, joven, poco más mayor que una adolescente. Llevaba un humilde vestido de color verde pistacho, dejando sus tobillos y muñecas al descubierto. Tenía el pelo de un color rojizo claro, recogido en una trenza larga que llevaba hasta la mitad de su espalda. Las orejas puntiagudas, propias de su raza, quedaban al descubierto gracias al recogido de su cabello. En las manos llevaba un cuenco de agua, de cuyo interior asomaba un trapo de tela.

-Ha despertado... -Aquellas débiles palabras llegaron a los oídos de Ayerin. Se notaba que la chica estaba desconcertada con la consciencia de la dama de Gondor, pues entre ella y algunos más habían deducido que despertara un par de días más tarde.

-¿Dónde estoy? -preguntó Ayerin mirando alrededor-. ¿Qué es este lugar?

Poco le importaba la identidad de la elfa frente a ella, quien se había acercado a la cama para sentarse sobre el colchón dejando el cuenco en una mesilla de noche que había en el lateral del lecho. Observó curiosa a la mujer. Había oído por boca del príncipe acerca del valor y la osadía de la dama, pero le parecía increíble su carácter, tan impulso para lanzarse a una batalla contra 10 orcos ella sola sin más ayuda que sus armas. O incluso contrariar la voluntad del rey Thranduil, lo cual era admirable para la joven.

-No os alarméis, mi dama -habló la chica. Ayerin se percató del tono dulce y delicado de su voz, a la vez que tímido-. Os encontráis en una alcoba de invitados, en el castillo del rey Thranduil, en el Bosque Negro.

-¿Cuánto tiempo llevo aquí? -cuestionó intentando sentarse en la cama. Quería salir de aquél lecho, pero su dolor le impedía siquiera realizar ciertos movimientos, por sutiles y lentos que fueran.

-Una semana -contestó la elfa-. Caísteis inconsciente por el cansancio, o eso pensó el príncipe Legolas, pero luego se fijó en vuestras heridas -añadió señalando el vendaje que tapaba el torso de la castaña. Ésta bajó la mirada para percatarse de que se trataba de vendas y no de tela de araña como había sospechado momentos antes-. Será mejor que descanséis un poco -comentó la muchacha colocando suavemente la mano sobre el hombro derecho de Ayerin para indicarse que se acostara de nuevo. Después colocó el trapo que había traído, mojado con agua, sobre la frente de la guerrera. Ésta suspiró aliviada al sentir el frescor del agua-. Vendré a veros en un par de horas.

Con esas palabras, la elfa de cabellos rojizos se despidió de la guerrera de Gondor para salir de la habitación, dejando a Ayerin sola con sus pensamientos y con un paño mojado sobre su frente, relajándola. Cerró los ojos dejándose llevar por la agradable sensación que la embargaba, tan relajante... que la hizo caer en los brazos del sueño tan ansiadamente reclamado.

Cierto "Orejas Picudas"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora