Capítulo VIII: Cumpleaños (III/III)

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Séptima lunación del año 292 de la Era de Lys

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Séptima lunación del año 292 de la Era de Lys. Solsticio de invierno. Palacio Flotante, la ciudadela, Aaberg capital de Augsvert.

Estaba de pie frente al espejo de cuerpo entero de bronce de mi habitación. Una de mis doncellas terminaba de arreglarme el cabello y yo admiraba mi estampa. Llevaba un hermoso vestido con la rara seda de araña que mi madre había hecho traer de Vergsvert: un color indefinido, claro, que reflejaba la luz y la descomponía en multitud de diferentes tonos de blanco iridiscente. Debido al frío invernal el vestido tenía mangas ajustadas que se ampliaban en los puños hasta caer, casi al suelo, en pliegues delicados. Mis hombros los cubría una capa de lana entretejida con hilos de plata y lapislázuli. Usaba pequeños aretes brillantes; una delicada cadena de plata; en el cabello, mis peinetas favoritas con forma de libélula; en el dedo corazón el anillo emblemático de la dinastía Sorenssen y rematándolo todo, sobre mi cabeza, la diadema que me identificaba como la princesa heredera del trono de Augsvert.

Sentí vértigo y los dientes me comenzaron a castañetear. Disfruté mucho planificar con Erika mi fiesta de cumpleaños, pero ahora el pánico me sobrecogía. La tarde anterior, al ver llegar las diferentes comitivas de reinos vecinos y lejanos, entendí lo que estaba en juego: mi futuro.

Era mi cumpleaños número dieciséis. No era el más importante, ese sería el próximo, donde me nombrarían oficialmente heredera al trono y, sin embargo, la tensión en el ambiente podía cortarla con un cuchillo. Había demasiada magnificencia. Mi madre enviaba un claro mensaje: «Somos poderosos, estamos en nuestro mejor momento, no podrán derrotarnos.»

Y yo tenía que estar a la altura de ese mensaje.

El jardín lucía su máximo esplendor. El lago refulgía como plata líquida, miles de diminutas motas brillaban sobre su superficie hechizada. El puente de madera estaba adornado por enredaderas en flor e iluminado por esferas de Lys. Multitud de mesas, vestidas de fina mantelería, se hallaban desperdigadas sobre la grama y entre estas caminaban los sirvientes. Llevaban bandejas con vino de pera, de ciruela, licor del valle de los reyes, canapés de pescado, cremas azucaradas y perfumadas con exóticos jazmines, además de toda clase de dulces, algunos de los cuales ni siquiera yo había probado jamás.

Cada invitado exhibía sus mejores galas. Los sorceres al estilo de Augsvert: para las mujeres seda de araña en vestidos de colores claros y líneas simples, entallados al cuerpo y con pedrería resplandeciente, cuya hermosura radicaba justo en la fastuosidad de las telas en contraste con la sencillez del diseño, y sobre los hombros capas y abrigos de gruesa lana. Los hombres, con sus trajes oscuros adornados por cadenas y broches de plata, lucían sobrios y a la vez opulentos. Las fabulosas espadas al cinto dejaban en claro la habilidad que caracterizaba a los hechiceros de mi reino.

Era fácil saber quién era de Augsvert y quien no. Los extranjeros intentaban impresionar a fuerza de atuendos recargados: mucho oro, brocado, terciopelo, peinados elaborados, joyas grandes. Pero no lo lograban. Era como si, sin excepción, a cada uno de los sorceres los cubriera un aura sutil y al mismo tiempo poderosa que los hacía sobresalir.

Augsvert II: El exilio de la princesa (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora