XXXVI

2 0 0
                                    

Ante su sorpresa había conseguido acceder a palacio por uno de los numerosos túneles secretos que conectaban distintas áreas de Madrid con el Real Alcázar. En su niñez recordaba haber oído historias de boca de su padre sobre los pasadizos ocultos en el subsuelo de la capital, mandados a construir por los reyes, y que éstos utilizaban en ocasiones para trasladarse con discreción a sus enclaves predilectos. Algo de lo que a menudo oyó hablar pero que siempre había puesto en duda pues se le figuraban leyendas demenciales. Ahora transitaba medio a oscuras por uno de ellos, y su insignificante figura proyectaba sombras aterradoras en las oscuras paredes, producto del viento furtivo que agitaba las zigzagueantes llamas de la rudimentaria antorcha portada entre las manos. El pasadizo por el que discurría tenía su entrada en el Real Convento de San Gil, instaurado por la monarquía en tiempos de Felipe III, y del cual formaba parte un huertecito y la iglesia del mismo nombre, y que fue el sitio escogido para su entrevista unos días antes con la marquesa de Valverde. Pese a que no distaba demasiados estadales del Alcázar debía tener cuidado para no equivocar la ruta. Pues por allí también atravesaban otros túneles con destino a disímiles dependencias de palacio. Pasó los dos siguientes días a su encuentro con la dama de compañía de su ahora enemiga la reina Mariana, repasando en su mente uno por uno cada detalle. Nada podía hacer peligrar su misión. Las instrucciones de Fabiola fueron muy precisas y debería seguirlas al pie de la letra o acabaría perdida en la maraña de galerías subterráneas y su empresa no tendría éxito. Al menos la parte que correspondía al camino a la recámara de la reina. Una vez dentro de ella tan sólo debía buscar el alevoso testamento de Felipe IV y rezar a todos los santos para que estuviera en sus aposentos.

Al fin llegó a su meta. Sus pequeñas manos palparon la tosca pared que tenía delante. Estaba húmeda y fría y eso le provocó un corto escalofrío. Mitad producido por la baja temperatura del lugar mitad ocasionado por su propio histerismo. Tras la primitiva oquedad se hallaba la entrada secreta que daba obertura al interior del Alcázar. Empujó con cuidado hacia delante asegurándose de abrir sin hacer ruido y no ser descubierta. Un apenas audible clic le indicó que lo había conseguido y casi sin esfuerzo la puerta se abrió hacia un lado. Señal inequívoca de que el pasadizo era usado con asiduidad. La transparencia del otro ala, inundó por unos instantes la penumbra del angosto túnel, y asustada volvió a cerrar aunque no del todo, solo lo suficiente para poder estudiar la situación del espacio al que había accedido. Solo una reducida rendija le dio la pista que precisaba. Tal y como Fabiola le advirtió el paso a los aposentos de la reina se hallaba en un pasillo aledaño. La puerta estaba camuflada tras un tapiz de grandes proporciones. Aunque estaba casi ubicada en su borde.

Llegó la ocasión. Debía salir al exterior sin más dilación. Sabía el trazado que tenía que seguir y no había ni un alma en el lugar. Debía darle la razón a su aliada. Había hecho bien en esperar dos días. El palacio permanecía casi desierto, pues todo el mundo viajó a El Escorial con motivo del enterramiento de Felipe. Los aposentos de la soberana estaban vacíos. Cerró los párpados por un instante rememorando con viveza las instrucciones dadas por su bermeja compinche. –«Saldréis al pasillo y tomaréis el camino de vuestra izquierda. Después debéis doblar en la primera esquina a la derecha. Enseguida veréis la recámara de la reina, pues es la única en ese corredor que permanece vigilada por dos guardias reales». –Dos soldados de los que tendría que deshacerse. Eso corría ya de su cuenta.

Se armó de coraje y salió de su helado refugio a la calidez y boato del Real Alcázar, residencia oficial de los más altos mandatarios españoles. Sus suelos, embaldosados con el mejor mármol, estaban recubiertos por bellas alfombras pasilleras de la mejor calidad. Tapices y cuadros de los mejores artistas del siglo adornaban sus paredes paneladas de madera noble. Elaborados estucos, ricos alabastros y madera de caoba en sus puertas. De las principescas secciones de los tabiques colgaban elaborados candelabros de bronce, sostén de largos velones protegidos por tulipas de cristal. Era fácil dejarse distraer por toda aquella fastuosidad, mas no entraba en sus planes. Bajó de los oropeles asentando las plantas sobre las lujosas alfombras mudéjares calzadas ambas con cómodos borceguíes de color negro que le llegaban hasta la corva de las rodillas. Vestía con ropas masculinas y también mortuorias. No había que desentonar con el entorno que esos días marcaba la capital de oscuro. Las ropas se las tomó prestadas a Hugo. El muchacho tenía más o menos su estatura y hechuras, salvo por el pecho, eran las mismas. Rezó para que el adolescente no se diera cuenta del pequeño hurto. Bajo las botas llevaba unas medias renegridas, sobre las medias unas calzas acuchilladas que dejaban entrever una tela de color pardo debajo. Sus hinchados senos eran los que más sufrían ajustados bajo un jubón también pardino. Al cuello la famosa golilla almidonada, y como remate a todo el conjunto una capa negruzca a media pierna. Su cuantioso pelo estaba recogido bajo un sombrero de ala ancha finalizado con una pluma enlutada.

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora