VII

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Sus figuraciones especulativas se vieron interrumpidas por tres golpes ligeros en la puerta. Miró por instinto hacia el reloj de pared. Eran las nueve en punto. Con un rápido parpadeo apagó el ordenador y agarró con la boca el punzón que le ayudaba a poner en movimiento toda la domótica de su cuarto. Éste dormitaba a su suerte sobre la mesita junto a la computadora, y supersónica pulsó el interruptor que abría sus dominios. Dejaría sus divagaciones para más tarde, cuando de nuevo se encontrara a solas. Con voz cantarina recibió a su asistente. – ¡Buenos días, Martina!

La mujer entró como un vórtice dedicándole una flamante sonrisa. – ¡Buenos días, Sarita querida! ¿Has descansado bien?

Sabía que la pregunta era de pura cortesía. La pronunciaba cada mañana, y cada mañana educada ella le contestaba.

– ¡Bien! –Aunque esa mañana su aseveración no era del todo incierta. Su pesadilla había terminado de forma muy distinta a la habitual, con el revoloteo de unos ojos grandes y enigmáticos y la firme promesa de protección de la serena voz profunda del desconocido. Pese a saber que solo había sido una visión creada por su mente, tal vez para protegerse a sí misma de males mayores, se sentía renovada y en cierta forma menos sola. La imagen del guerrero aún aleteaba cerca cuando cerraba los ojos y la extraña sensación que le producía la hacía sentir una felicidad extraña.

El resto de la mañana charlaron de cosas irrelevantes. Mientras Martina se azacanaba como cada día en dejarla hecha un pincel. La duchó y vistió con primor, y luego acabó por peinar su larga melena rubia en una cola alta que la hiciera estar lo más fresca posible en una nueva mañana demasiado bochornosa para mayo. Pese a haber llovido con insistencia, la temperatura solo había descendido cuatro grados, y toda la canícula penetró en el edificio convirtiéndolo en un invernadero. Tras desayunar en el comedor junto a sus compañeros y departir con ellos amigablemente sobre temas triviales, el tándem formado por edecán y patrona, pasaron la mañana en los jardines aledaños a la construcción. La inmensa arboleda hacía que la temperatura se sintiera más liviana, y sus soliviantadas epidermis agradecieron el rélax.

Martina se sentó en un banco de madera, a la sombra de un alcanforero, y estiró las piernas al tiempo que se secaba el sudor de la frente con la palma de sus morenas manos. Sara rodó con su silla hasta situarse a su vera. Con cierto temor la menuda mujer se animó a tratar con la joven el espinoso tema que desde hacía un decenio persistía imperturbable y sin atreverse a ser resuelto de una vez por todas.

– ¡Sarita! Esta mañana habrán llevado las flores que me encargaste para tu familia al cementerio. –Hizo una breve pausa sopesando su reacción. La aludida la miraba con fijeza impávida y tanteando se arriesgó a ir más lejos. –Podríamos acercarnos hoy hasta allí si te encuentras con ánimos suficientes. No hace demasiado calor y creo que es hora de afrontarlo, ¿Te parece? –Su mirada azulada destiló una vislumbre de desazón por unos segundos. Martina pensó que quizá había sido demasiado atrevida, y esperó callada la de seguro agria negativa por parte de su joven patrona, que por contraste, siguió observándola con detenimiento. Su expresión contra todo pronóstico se suavizó respondiéndole.

–Creo que tienes razón. Ha llegado el momento de intentar cerrar viejas incisiones. No puedo garantizarte nada. Pero hoy me siento con energías para visitar a mi familia. La morena tez de la americana se iluminó entre la sorpresa y la esperanza dedicando a la bonita inválida su sonrisa más espontánea.

Por su parte, Sara le devolvió otra sonrisa, aunque ésta mucho más tímida y comedida. En su interior no dejaba de preguntarse el porqué le había dicho que sí, y si creía que tendría el valor suficiente para afrontar aquél difícil reto. Durante años había evitado visitar las tumbas de sus familiares y así tener que enfrentarse a la cruda realidad de su pérdida. Allí meramente había piedras y tierra. En ese lugar yermo no estaban ellos. –« ¿Por qué le había dicho que iría?». –Intentó buscar en lo más intrínseco una respuesta a aquel inusitado coraje y lo halló. Una llamita centelleaba en lo más sepultado de su alma. El recuerdo de unos ojos oscuros que la miraban abrasadores infundiéndole optimismo. La promesa que necesitaba para cicatrizar unas desolladuras demasiado cavernosas, demasiado sangrantes. La ventolera ululaba en las alturas moviendo sin cesar las ramas de los árboles. Sus verdosas hojas entrechocaban produciendo un dulce sonido que se le antojó semejante al de unas campanillas.

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Where stories live. Discover now