XX

16 1 0
                                    

Mientras caminaba exasperada por los largos corredores de la casa-palacio en busca de Constanza caviló frenética sobre la necia conducta del capitán. –« ¿Cómo se podía ser tan obtuso? ¿Es qué el militar pensaba que todos los pobres, por el simple hecho de serlo, eran además ladrones o asesinos? ¿Que su condición de infortunio era inherente al de la inmoralidad? ¡No podía pensar eso!». –El hombre que ella había imaginado que era jamás habría creído semejante cosa. Sosegó su respiración y con ella trató de hallar algo de cordura en sus divagaciones. Gaspard Pizarro no dejaba de asombrarla reacción tras reacción. Había concebido a un caballero lleno de virtudes y ningún defecto, «Demasiado perfecto para ser real». –pensó. –Y así era, irreal, en el siglo XXI, moldeable en su totalidad y a su complacencia en su mente soñadora. La situación había variado y su materialización en el siglo XVII la golpeó sin piedad devolviéndola a la verdadera esencia del ser. Volvió a cavilar para sus adentros: «Dios es perfecto y el hombre perfectible». –Por lo tanto, el ser humano podía mejorar. Acrecentar sus virtudes, cultivar los buenos sentimientos. En una palabra: Evolucionar. Ella no era quién para juzgar a Gaspard y razonó que tampoco había sido tan infame. Después de todo había corrido cientos de leguas para cuidar de ella cuando estaba enferma. Bueno, había viajado para cuidar de Sally Neila, con exactitud. Pero, « ¿Acaso ese no era un sentimiento magnánimo?». –No tenía porque ocuparse de la mujer que le había destrozado el corazón, aún no sabía muy bien cómo ni el porqué. Pero no dudaba de que lo averiguaría tarde o temprano. ¡No! No era quién para juzgarle. Su mismo espíritu moraba en el cuerpo de una mala mujer, tan bella como perversa, y nadie sabía quien se encontraba en verdad dentro de ella. Una auténtica locura. En eso se había convertido su existencia o no existencia. Así que... ¡No! No era quién para pronunciarse sobre la probidad del hombre que la había dado cobijo en su casa cuando ella podía pasar por el mismísimo demonio.

Preguntó a una sirvienta, que se empecinaba por dejar como una patena unos candelabros de plata, por la gobernanta. Ésta le indicó que se hallaba en el semisótano. Sin pensarlo bajó las escaleras hasta la cocina y las dependencias del servicio. Al llegar a la gran cocina, los sirvientes callaron. Seguro que pocas veces los señores de la casa se dignaban a bajar allí. Se fijó que en los fogones ya ardía una pujante lumbre, y que las cazuelas desprendían un rico aroma a puchero. Allí volvió a preguntar por Constanza. La que debía de ser la cocinera, una mujer de grandes proporciones, le señaló con una voz tan gigante como ella misma.

–Esa buena mujer se encuentra en las habitaciones del fondo. Pero si quiere ya la avisamos nosotros de que vuesa Merced se encuentra aquí. –Sara le sonrió y negó con la cabeza para acabar contestándole.

–No es necesario que se molesten, por favor. Sigan con sus tareas. Ya me acerco yo. –Se despidió resuelta agitando una mano para decirles resumiendo.¡Qué tengan un buen día! –La oronda cocinera levantó una ceja sobrecogida por el campechano trato de la dama. Sus sollastres comenzaron a murmurar entre ellas. Las hizo callar dándoles a ambas en la testa con la cuchara de madera que llevaba en su mano regordeta. – ¡Vamos, zagalas! ¡Menos murmurar y más trabajar!

Sus pasos se perdieron por un largo pasillo, peor iluminado que los de las habitaciones de arriba. La cocinera le había dicho que el ama de llaves estaba en las estancias del fondo, y allí se encaminó pasando ante otras tantas puertas ubicadas a una orilla y otra del corredor. Supuso que debían ser los dormitorios del servicio ya que todas permanecían clausuradas. Justo al término de la galeria vio una puerta entreabierta y sin pensarlo asomó la cabeza por el quicio. Constanza estaba sentada en una silla como siempre vestida de negro impoluto. Penetró sin más en el cuarto diciendo.

– ¡Al fin te encuentro, Constanza! «Tu Señor» quiere vert... –No concluyó la frase. La mujer se volvió hacia ella desconcertada, pues no esperaba a nadie. Pronta, se llevó una temblorosa mano a los ojos para secar las lágrimas que rodaban libertas por sus deslucidas mejillas. Un alfilerazo de amargazón alcanzó de lleno a Sara cuando vio que en su regazo descansaban unos dibujos. Uno de ellos resbaló por su oscura falda y cayó al deslustrado suelo. Por instinto, se agachó a recogerlo. De repente recordó al hijo adolescente de Constanza, Miguel. Aquel era sin duda uno de sus dibujos. La mujer se levantó de su asiento alterada y le arrancó el bosquejo de las manos. Azarada se disculpó. – ¡Perdóname, Constanza! Debí llamar antes de entrar. No pretendía importunarte. ¡Lo siento!Contrita se mordisqueó el labio. La delgada mujer la observó seria y de reojo, mas no contestó. Se limitó a recoger las láminas para guardarlas una por una con sumo cuidado en un portafolio. Sara balbució al preguntar.

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Where stories live. Discover now