XV

21 1 0
                                    

...Y avanzó por la sala con paso firme cargando sobre sus hombros el peso de un esqueleto de casi dos metros de altura. Sara contuvo la respiración mientras el apuesto hombre se aproximaba a ella inexorable. Su débil corazón golpeaba montaraz la caja torácica y su angustiado sonido martilleaba en sus oídos. Pese a la corta distancia que les separaba, y de que él la recorrería en un santiamén, le pareció que se aproximaba a cámara lenta, e incluso le dio tiempo a recorrer deleitosa la rotunda y vigorosa anatomía masculina, hasta que sus esferas de un azul caribeño alegre toparon con la intransigente mirada azul cobalto de un océano oscuro y tormentoso.

– ¿Qué demonios haces tú aquí? –Vociferó el joven ya a su nivel intimidándola con su volumen y estatura. El desprecio que sintió en sus palabras la sacudió en lo más abisal del alma despertándola de un testarazo de su ensueño. Se obligó en ese instante a parpadear varias veces para observar mejor al fulano que tenía delante. Entonces pudo ver con limpidez todas las diferencias que existían entre «Su Capitán» y aquel individuo despótico. Pese a que la similitud era asombrosa, en éste no había ni una pizca de afectuosidad. Ni en su mirada ni en sus ademanes. Sus ropas, que en un principio le parecieron el uniforme de los Tercios españoles, compuesto por una camisa blanca, jubón de tela cruzada, casaca de reglamento, un par de calzas de color, pantalones y zapatos, se convirtieron en un elegante traje de buena marca de tres piezas color gris marengo, camisa azul celeste y corbata azul oscuro, haciendo juego con el atormentado tono de su mirada. Al ver que ella no contestaba, el airado tipo se pasó una mano por las revueltas greñas de color castaño rojizo. Luego se inclinó a su nivel colocando sus grandes manos, en las que se apreciaba una perfecta manicura que no pasaba desapercibida, sobre los reposabrazos de su silla. La miró tajante a los ojos y feroz masculló. – ¿No me has oído? ¿Qué demonios haces , aquí? El olor fresco a aftershave del caro que desprendía la piel masculina penetró por sus fosas nasales mareándola, forzándola a tragar saliva crispada y a mantener la calma. Retuvo su mirada fija en la de él y contestó con voz pequeña y trémula.

–Tengo permiso de Ludmila Arborea. Ella me ha dejado echarles una ojeada a estas cartas. Pero... –La curiosidad era demasiado intensa y se arriesgó a indagar. –Yo podría preguntar lo mismo. ¿Qué haces aquí? ¿Y... quién eres?

Tiránico ante la insolencia de la que él consideraba una infeliz tullida amusgó los ojos convirtiéndolos en dos rendijas. Se enderezó en toda su estatura y contestó orgulloso. –Soy Dario Bartholomew, hijo de Ludmila, futuro heredero del título de Marqués de Valverde y dueño de «esas cartas que lees con el permiso de mi querida madre». –Los ojos de Sara se abrieron desconcertados. –« ¡¿El hijo de Ludmila?!». –Era el calco exacto del capitán Pizarro. El ADN de Gaspard corría manumiso por sus venas casi cuatrocientos años después, aseverando el vínculo del militar con la antigua marquesa de Valverde; Fabiola. La peor pesadilla de la noble estirada se había hecho realidad. Su vástago había vuelto de Estrasburgo antes de tiempo. El recién llegado siguió hablando sin prestarle atención a su estupor. La consideraba una intrusa en sus dominios. –Supongo que ella ha aprovechado mi ausencia para desobedecer mis órdenes y darte permiso para acceder a la valiosa información que hay en esos álbumes. No tengo idea de como has llegado a saber de su existencia, y ni de cómo la has embaucado para dejarte leerlas. Pero no tienes ningún derecho sobre ellas, y puesto que soy su legítimo dueño y he regresado, revoco ese permiso. –Un repentino estremecimiento se apoderó de su quebradiza cáscara. Su organismo comenzaba a experimentar los síntomas de una fiebre demasiado elevada. Sabía que debía ponerse en marcha y salir del despacho. Era consciente de que era una advenediza en tierra ajena y de que aquel arrogante tenía toda la razón. Pero la enfermedad, unida a la angustia por separarse de lo único que aún existía del capitán, le impedían asir con su mentón el joystick y salir de allí. El malhumorado perdió la paciencia al ver su pasividad y la increpó a viva voz. – ¿Me has oído, «como quiera que te llames»? ¡Sal de aquí de una vez! –Su fuerte inflexión tronó en el reducido espacio que les separaba haciéndola temblar de nuevo. Aquel sujeto no conocía la clemencia. Débil y conmocionada volvió a deglutir saliva mientras la copiosa sudoración se deslizaba por su frente y su respiración se hacía más rápida. Contestó con apenas un hilillo de voz.

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Where stories live. Discover now