VIII

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Martina analizaba patidifusa a la muchacha que tenía delante. La Sara que ella dejó la noche anterior perdida entre sus pensamientos, taciturna y entristecida, era otra persona trastocada a la que se encontró esa mañana. Esta joven sonreía y sus ojos brillaban de optimismo y renovada fortaleza, mientras charlaba afable con algunos de sus compañeros de residencia. Se hallaban en los anejos del inmenso jardín del centro residencial, en un día iluminado y primaveral cargado de aromas a romero y flores, esperando a que llegara Eduardo del lavadero de coches con su flamante Mercedes-Benz limpia y preparada para iniciar otro nuevo periplo por Madrid.

No daba crédito a lo que sus retinas contemplaban. Cuando en la mañana a primera hora llegó al trabajo, esperaba encontrarse con una Sara deshecha, pero para su asombro la joven la recibió con una seráfica sonrisa de oreja a oreja y un buenos días, sonoro y cantarín, mientras con un pestañeo apagaba su ordenador. Lo primero que quiso hacer fue desayunar pues, (según sus propias palabras), se sentía famélica. Sonrió feliz de verla tan animada y con tanta glotonería, porque eso era muy buena señal. Pero tanto entusiasmo tras un bajón tan grande avivó su desconfianza.

Devoró su desayuno en un santiamén ante su admiración. Tras ello la condujo a la ducha. La desnudó, le quitó el vitalicio sondaje y le puso el arnés de baño. Luego la introdujo en la bañera ayudándose de un mando. Incluso pareció llevar mejor que bien aquella tarea diaria tan humillante para ella. Entretanto la enjabonaba la alegre Sara le propuso una nueva salida. Quería ir al Archivo Histórico Nacional ubicado en la calle Serrano. Los ojos de la chilena se abrieron sorprendidos y excesivos. Iba a decirle que no creía prudente una nueva salida del que ahora era su hogar, y que ya iban tres consecutivas en tres días seguidos. Pero se mordió los gruesos labios. Si le decía eso la desmoralizaría y era lo último que quería hacer. Estaba tan bonita y sus claras esferas brillaban llenas de tanta euforia, que decidió callar y transigir. Sólo le hizo una pregunta. –Pero, ¿Por qué quieres ir a ese sitio? ¿Qué bicho te ha picado esta mañana, Sarita? –La joven sonrió divertida al contestarle.

– ¿Bicho? –Rió contenta. –Creo que es el bichito de la curiosidad y no puedo saciarla en Internet. Ahí no se encuentra ninguna de las respuestas que estoy buscando. Tengo que hacer trabajo de campo, bueno... tenemos que hacerlo las dos. –Y le guiñó un ojo compinche.

Rejoneada también ella por el fisgoneo inquirió. –Pero, ¿de qué se trata? Si puede saberse, claro. ¡Estás tan misteriosita! –Su patrona volvió a sonreír y respondió con un escueto.

–Lo sabrás cuando lleguemos. Si mis pesquisas dan resultados; claro está.

Arrugó el ceño profusa terminando de enjabonar la rubia y abundante melena de la jovencita. Aquello empezaba a escamarla. –« ¿Qué se le habría metido en esa testaruda cabecita?». –Aclaró todo el jabón y se afanó por dejarla como cada día hecha un figurín.

Ahora la estudiaba con esmero entre la admiración y la zozobra. Tan absorta en su análisis de la situación que ni siquiera reparó en el hombrecillo que se había colocado a su lado. Éste también examinaba a la joven, si bien lo hacía de una manera distinta, con una amplia sonrisa en su espiritifláutico rostro lleno de arrugas. –Veo que nuestra chica está haciendo unos progresos excelentes en cuanto a relaciones personales se refiere.

Casi brincó al oír la áspera voz del doctor Izquierdo. El atípico psiquiatra de la asociación, y también de su jefa, vestía como era habitual en él. Camiseta informal y vaquero de anchas perneras, demasiado holgadas para sus flacuchas piernas. Era un hombre enjuto y de mínima estatura, con unos ojos diminutos y llenos de una vivaz inteligencia, escondidos tras unas considerables gafas de pasta con una alta graduación para miopes. Calculaba que debía rondar ya la edad de la jubilación si es que no la había rebasado. Los surcos poblaban por doquier su esquelético semblante, acentuadas por su extrema delgadez que le hacían parecer un espantapájaros. Cuando le conoció por vez primera no se echó a reír por poco, porque la profundidad de su voz no iba en consonancia con su aspecto físico. Pero debía reconocer que era un profesional respetable y que había conseguido grandes logros con Sara desde que ésta llegó al centro hacía ya ocho años. Al principio, la paciente se mostraba huraña, y durante sus primeros meses acudía a su consulta por acudir, porque no abría la boca. Sin embargo poco a poco, con un mucho de paciencia y otro tanto más de método, fue abriéndose a él. La cuidadora sabía que con el paso de los años habían llegado a apreciarse mutuamente y que el buen doctor consideraba a su patrona como la nieta que nunca tuvo. Pues según él, era un «Soltero por Convicción». Esa era su respuesta para todo aquel que quería escucharle.

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Where stories live. Discover now