Capitulo V: "No nací para esto"

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—¡Lo que quiero es esa verga vuestra aquí adentro! Siempre solicito a Hazel, pero de vez en cuando está bien cambiar. ¡Hum! —El viejo se relamió—. Veo que estáis dispuesto, tal como se espera de un buen esclavo de placer, habéis nacido para follar.

Escuchar la última frase dicha con tanta displicencia hizo que su ánimo cambiara de la repulsión a la furia. Él estaba convencido de que no nació para eso. Su destino otros lo deshicieron y lo habían vuelto a tejer convirtiéndolo en lo que era. A pesar de saber que tal vez pasaría el resto de su vida siendo esclavo, él no se conformaba.

Apretó la mandíbula mientras los dedos fríos le recorrían el pecho desnudo, le agarró la muñeca y detuvo la caricia. El ministro frunció ligeramente el ceño y lo miró confundido. El joven no le dio tiempo a preguntar, se dejó llevar por la ira que burbujeaba en su pecho, tal como le pasaba a veces. Lo giró y lo apoyó contra la mesa. El movimiento fue tan brusco que las copas de bronce chillaron con un sonido metálico al caer al suelo. En su mente volvió a repetirse que no había nacido para eso, no nació esclavo y no quería morir siéndolo.

Se sacó el miembro y le bajó el pantalón al ministro. Le separó las nalgas bruscamente mientras con la otra mano le presionaba la cabeza, aplastándole la mejilla contra la mesa. La furia lo mantenía más excitado que imaginar el moreno cuerpo de Omnia desnudo. Arremetió de un solo empujón contra el viejo, quien se estremeció bajo su cuerpo y soltó un quejido lastimero como el de un ave al ser despedazada. Lysandro le ignoró. Dejó que la rabia fluyera, que le cegara. Quería vengarse de ese noble que creía, al igual que todos, que por ser rico podía poseerle.

Una embestida siguió a la otra casi sin darse cuenta de lo que hacía, con la frase repitiéndose una y otra vez: «No nací para esto». Cuando volvió a la realidad y sus ojos percibieron la piel amarillenta y apergaminada que temblaba aplastada contra la mesita de madera, los gemidos entremezclados con sollozos lo asustaron. Aflojó el agarre en su nuca y le acarició el cabello en un intento por calmarlo.

—¡Oh, Su Señoría! —Su propia voz quebrada le pareció ajena— ¡Disculpad mi rudeza, por favor!

El viejo se incorporó, tembloroso. Cuando se volteó y lo miró a los ojos, un brillo extraño los poseía, la saliva escurría por una de sus comisuras. Sin embargo, la mancha de humedad que escurría desde el borde de la mesa al suelo le dejaba en claro que había cumplido su cometido.

Aun así, el ministro lo apartó con un empujón, se vistió a las prisas y salió de la habitación.

—¡Mierda! ¿Qué he hecho? —Las manos trémulas de Lysandro apartaron de su cara los mechones húmedos de sudor.

El joven se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos y los cabellos derramándose sobre ellas, cuál oscura tormenta. ¿Por qué no podía controlar su rabia? En algún momento le llevaría a la ruina y si esa solo le involucrara a él no le importaría, pero estaba consciente de que la crueldad de Sluarg lo llevaría a cobrarse en su hermana.

Se echó hacia atrás el lacio pelo y se dio una bofetada con fuerza. Se vistió de prisa dispuesto a disculparse con su kona, así fuera de rodillas, pero no hubo necesidad.

La puerta de madera de la habitación se abrió de golpe. Björn y Egil, dos de los guardias que custodiaban El Dragón de fuego, entraron. Solo el primero lo tomó del brazo, no era necesario que el otro lo hiciera, pues la fuerza de uno solo de ellos era suficiente para reducirlo sin mucha dificultad. A pesar de eso, Lysandro se revolvió, se resistió a ser arrastrado afuera, no obstante, lo único que consiguió fue que la rudeza que emplearon fuera mayor.

En un punto, Björn lo agarró por la delgada cintura y lo levantó. Lo sacó a través de una puerta disimulada en una de las paredes del pasillo, evitando así el escándalo que sería llevarlo por el medio del salón. Egil abrió la puerta y Björn lo arrojó en un habitáculo maloliente, desafortunadamente familiar. Ahí dentro ya se encontraba Sluarg y el viejo que antes se cogiera. Ambos lo miraron de pie, desde arriba. Su kona lo hacía con el ceño fruncido, pero el funcionario tenía una horrible sonrisa en el rostro.

El amante del príncipeOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz