Capitulo 13

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Esa misma tarde me fui al Rawson. Amparito tomaba mate, debajo del tilo.
Cosía la ropa usada que la gente llevaba al asilo para los viejos. Antes de sentarme a su lado, repartí medialunas entre los dos viejos del banco. Uno de ellos me sonrió igual que el doctor De Bilbao cuando recortaba la chica de pelo oscuro del aviso de yogur. Amparito dijo «Contame» y me pasó el termo para que cebara yo.

Le conté todo. Me escuchó sin hablar, sin mirarme y sin dejar de coser; solo
suspendía su tarea de vez en cuando para agarrar el mate y chupar furiosamente de la bombilla. Cuando terminé, ya no quedaba agua en el termo y Amparito acababa de zurcir la última camisa. Se había quedado pensativa, mirando la copa del tilo.

—¿Y? ¿Qué me decís? —quise saber.

—Yo vi muchos casos así, nena —me contestó—. Eso es la vejez. Eso y muchas cosas más. Y peores, todavía. El doctor De Bilbao está en su mundo. No vamos a sacar nada de él —concluyó, mirándome muy seria—. Pero… la esposa a lo mejor sabe algo, aunque no te lo haya dicho.

—No sé. No creo que él le haya contado que se hizo rico gracias a que mató a tres personas.

—No, tenés razón. ¿Para qué le iba a contar que era un asesino? No había
ninguna necesidad… De todos modos —suspiró Amparito, levantándose de la
reposera—, suponiendo que lo sepa, tampoco lo va a andar desparramando por ahí. Imagínate, en cualquier momento se le muere el marido y ella queda libre y millonaria, y como si fuera poco, joven… ¿Qué edad le calculaste? —preguntó, volviendo a sentarse.

—Cuarenta y pico. Mi mamá tiene cuarenta y nueve y parece un poco mayor. Lo que pasa es que mi mamá es más… natural. La esposa del doctor parece una actriz de Hollywood… Y, sin embargo, no sé…

—¿«No sé» qué, nena? Hablá claro… —me apuró Amparito, como si yo le
estuviera escondiendo información.

—Había algo en las fotos del casamiento que no me termina de cerrar… Todo el tiempo las comparé con las de mis viejos… Por un lado, parecían iguales; pero, por otro, era como si fueran de otra época…

—¿En qué año se casaron tus padres?

—En el setenta y cinco.

—¿Y por qué las comparaste?

—Creo que porque eran fotos sacadas en el Registro Civil. Mis viejos no se casaron por iglesia y tampoco hicieron fiesta. Apenas un brindis y se fueron de mochileros a Machu Picchu. Las fotos son casi iguales; los novios firmando el libro, los testigos, la jueza saludando, los novios bajando por una escalera… Y, además, son fotos en blanco y negro… A lo mejor las asocié por eso.

—¿Y la ropa? ¿Te acordás de cómo estaban vestidos el doctor y la esposa?

—Él con traje y ella con un vestido corto y sombrerito… ¡Claro! El sombrero es lo que me debe haber parecido antiguo.

—Eso no quiere decir nada. Todavía hoy, algunas mujeres usan sombrero en los casamientos.

—Además, mis viejos se casaron con ropa muy informal; los dos tenían jeans
gastados y zapatillas; por eso el doctor y la esposa me habrán parecido más antiguos.

—Claro; a veces, la gente que se viste con ropa seria parece mayor.

—Pero ella tenía un vestido corto, para nada formal… Y hasta el sombrero era… qué se yo… alegre. Y, sin embargo… tengo la sensación de que todo era antiguo. No sé. Deben ser ideas mías. Lo concreto es que no tenemos nada, Amparito, nada.

—Yo voy a seguir intentando con la señora María del Carmen. Otra cosa no se me ocurre.

Cuando volví a casa, fui derecho al armario del comedor, donde guardamos las fotos de la familia. Tenemos tres cajas grandes con álbumes y fotos sueltas. En dos cajas están todas las fotos familiares sacadas a partir del momento en que papá y mamá se fueron a vivir a México, donde nació Juanjo. Ahí se quedaron hasta la vuelta de la democracia en la Argentina; para ese entonces, Juanjo tenía dos años. Yo ya nací en Buenos Aires y Javier también, un año después que yo. En esas cajas están las fotos de cumpleaños, de vacaciones, de Nochebuena en la casa de tío Jorge, las
fotos de la escuela; toda nuestra vida en fotografías. Cada tanto me gusta mirarlas.

Esta vez fui derecho a la otra caja, la de las fotos más viejas; ahí hay fotos de cuando papá y mamá eran chicos y adolescentes y todavía no se conocían, de cuando eran novios y estaban en la facultad, del casamiento y la luna de miel en Machu  Picchu. Saqué el álbum del casamiento con las fotos del Registro Civil. Mamá tenía jeans y una blusa con bordados que le había regalado una amiga peruana que estudiaba con ella. También llevaba una cartera de cuero como las que todavía se ven en las ferias de artesanos y zapatillas blancas. Papá también tenía jeans y zapatillas y una remera oscura. Me quedé mirando la foto en que los testigos firman ese libro grande que aparece en todas las ceremonias y no sé cómo se llama. Los testigos eran Lucía y Andrés, los mejores amigos de papá y mamá por aquellos años. Nunca los conocí. Son desaparecidos. Los secuestraron durante la dictadura del 76. Poco después papá y mamá se fueron a México. Andrés estaba vestido como papá. Lucía tenía un vestido, al menos eso parecía; no se veía muy bien porque la foto era poco más que de medio cuerpo y ella estaba algo tapada por Andrés. Revisé las demás fotos, buscando una donde estuviera de cuerpo entero. La encontré; estaban los cuatro junto a la puerta del Registro Civil; papá y mamá abrazados, en el medio, y Lucía y Andrés a los costados, abrazando a su vez a papá y a mamá. Todos sonrientes.

Felices. El vestido de Lucía le llegaba casi hasta las rodillas. Infinidad de veces vi esas fotos, pero jamás había reparado en ese detalle. ¿Una chica con vestido de vieja en plena década del setenta? Había algo que no terminaba de encajar, así que cuando vino mamá se lo pregunté. Por suerte, no se sorprendió de que me hubiera puesto a revolver las fotos; pensó que lo hacía de puro aburrida.

—En esa época no se usaba la minifalda; después de unos años, en los ochenta, volvió otra vez.

Eso fue todo lo que dijo. Mamá estaba apurada porque había llegado más tarde que lo habitual y se fue derecho a la cocina para preparar la cena. Pero para mí fue suficiente. Ya sabía cuál sería mi próximo paso. A la mañana siguiente me tocaba a mí pasar la aspiradora, y a Juanjo, hacer los
mandados. Quise cambiar, pero no hubo caso. Me levanté bien temprano, aspiré el polvo y las pelusas de todo el departamento, y a las diez me fui derecho a la casa de ropa antigua donde había comprado el vestido de Elena. Yo me acordaba perfectamente del vestido y del sombrerito de la esposa del doctor De Bilbao. Ni bien entré, me puse a revisar la ropa que colgaba del perchero. Encontré un vestido muy parecido a aquel: corto, sin mangas y sin ningún adorno, salvo unos botones forrados con la misma tela, en la parte superior, y un cuellito redondo. También encontré un sombrerito prácticamente igual al de la foto.

—¿De qué época es todo esto? —le pregunté a la vendedora.

—De mediados de los sesenta. Estilo Courrèges. Te probaste algo parecido
cuando compraste el vestido de organza, ¿te acordás?

Estilo Courrèges, mediados de los sesenta. Claro, la mujer me lo había dicho aquella vez. Mediados de los sesenta. Saqué cuentas. En esa época mamá era chica, y si la esposa del doctor De Bilbao era menor que ella, según me pareció cuando la
conocí… No, no podía ser. Había algo que no cerraba. Le agradecí a la dueña del negocio de ropa y me fui.

Ese mediodía le tocaba cocinar a Javier, y cada vez que cocina él comemos más
tarde. Hacía calor, pero por suerte estaba nublado, así que no me costaba caminar. Me fui derecho a la casa de Elena. La casa de la cúpula sin cúpula. La casa de la torre, mejor dicho. Me paré en la esquina del mercadito y me quedé mirándola. Algunas  ventanas estaban abiertas y había un contenedor en la vereda de Bolívar. Crucé y me puse a curiosear: el contenedor estaba lleno de ladrillos rotos, tierra, azulejos
partidos, tablas. Por un portón abierto, tapiado a medias con chapas y tablones, salió un obrero con casco cargando dos baldes con botellas y pedazos de madera que volcó en el contenedor. Me hubiera gustado entrar, pero no me animé. Volví a cruzar a la esquina del mercadito. Miré la torre otra vez y vi a Elena, la Elena de la foto que Amparito guardaba en su caja. Una chica de mirada triste que tendría mi edad. Una chica a la que un día tiraron de una torre —esa torre— y murió aplastada contra la vereda. El bocinazo del 29 que bajaba por Bolívar a toda carrera me cortó la inspiración. Le dije «Basta» al delirio y volví a casa.

Octubre, un crimenOpowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz