Capitulo 7

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Estoy rodeada de gente sensata: una madre sensata, un padre sensato, dos
hermanos sensatos. Y lo que es peor: una amiga sensata. Florencia, mi mejor amiga. Tuve la pésima idea de contarle toda la historia de la carta. «Estás loca» fue lo primero que me dijo cuando le conté el comienzo de la investigación. Y «Me alegro» cuando le conté el final, con la despedida de Amparito en el Rawson. Anduve dando vueltas toda una semana sin saber qué hacer, peleándome con Juanjo y Javier, y molesta con Florencia, hasta que Amparito me llamó.

—Venite esta tarde al Rawson —me dijo—. Averigüé algo.

Fue como una luz. Amparito me llamaba, y eso quería decir que la investigación seguía. O empezaba.
Vaya una a saber. Me olvidé de Florencia y de las peleas familiares, y a la tarde me fui al Rawson. Encontré a Amparito tomando mate debajo del tilo. Me estaba esperando. Yo había llevado medialunas y, cuando abrí el paquete, dos viejitos que estaban sentados en un banco empezaron a acercarse de a poco, como con miedo.

—Tenemos que convidar —me dijo Amparito—. Si no, se van a quedar mirando hasta que terminemos de comer.

Les dimos dos medialunas a cada uno y se fueron riendo y caminando a
saltitos. Parecían chicos felices. Me sentí mal.

—Quiero que conozcas a Rosa —dijo Amparito—. Es mi amiga. La que trabajaba con la hermana del doctor De Bilbao. Vive con la hija, por acá cerca. Nos vemos siempre en el club. Ayer nos pusimos a charlar de tiempos viejos.

Amparito hablaba, interrumpiéndose nada más que para sorber el mate y masticar un poco. Yo la escuchaba y cada tanto miraba a los viejos que dormitaban en el banco mientras digerían las medialunas, como si el esfuerzo requerido por la masticación les hubiera hecho indispensable el sueño. Según me dijo, Amparito había visto a Rosa en el club de jubilados del barrio. Allí se reunían siempre. Rosa prácticamente no podía caminar, así que la hija la llevaba al club en silla de ruedas y la dejaba toda la tarde allí.

—No hablamos mucho porque la hija fue a buscarla temprano. Era el cumpleaños de uno de los nietos. Pero vamos a seguir la charla y me gustaría que estuvieras vos.

Por supuesto, le dije que sí. ¿Por qué no? Rosa había aportado algunos datos que servirían para averiguar algo más. Y tal vez en esos días que faltaban para que nos viéramos, podría recordar otras cosas. Por el momento, le había dicho a Amparito que el doctor De Bilbao tenía un geriátrico muy importante en San Isidro o Vicente
López. Al menos, lo tenía unos diez años atrás, según le había contado la hermana, una vez que la encontró en la iglesia de Santa Catalina. (¡Entonces el doctor no estaba en la ruina!). Entre Amparito y Rosa calcularon que en la actualidad el doctor De Bilbao, en caso de estar vivo (cosa que ninguna de las dos sabía), andaría entre los setenta y cinco y los ochenta años, o sea que ya debería estar retirado de la profesión.
Amparito dijo que eso no importaba porque él era dueño del geriátrico y, aunque no ejerciera como médico, igual podía desempeñarse como director o lo que fuera; y aunque no se desempeñara como nada, igual el dato nos iba a servir para tratar de ubicarlo. Eso, por supuesto, siempre y cuando el geriátrico todavía existiera. En fin, quedamos en encontrarnos en el club de jubilados. Amparito me invitó para el 25 al mediodía. Los jubilados hacían una olla popular de Navidad y Amparito era la organizadora. Me hubiera gustado estar ahí, pero eso habría significado un conflicto de primera magnitud en mi casa. El 25 almorzábamos con «los Luises», como dice papá, o sea: tía Luisa y tío Luis, más su adorable hija Ayelén. Decirle a mamá que el 25 yo no iba a estar en casa habría sido como clavarle un puñal en el corazón, en el estómago o en los intestinos (para el caso, lo mismo daba). Así que ni lo intenté. Quedé con Amparito en que iría a la tarde y llevaría un pan dulce.

Cuando salí del Rawson, empecé a pensar en una estrategia familiar. No iba a hablar del vestido ni de la carta, pero sí de Amparito y de su actividad social con los jubilados. Yo sabía muy bien que por ese lado la cosa podía ser menos terrible. Abandonar la reunión familiar sin un buen motivo era gravísimo, más que nada para mamá, que siempre anda tratando de que yo haga buena letra delante de su hermana y mi prima. Pero salir por una causa justa era distinto. Mis viejos siempre fueron militantes de la justicia. Mis hermanos y yo estamos acostumbrados desde chicos a las marchas por los derechos humanos, las manifestaciones de docentes, de obreros, de jubilados… No, por ese lado no iba a haber problema. Lo que tenía que inventar era mi conexión con Amparito, porque del vestido y la carta, nada. Ni una palabra.

Octubre, un crimenWhere stories live. Discover now