Capítulo 14

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Cuando Javier cocina, pretende aplausos prolongados de toda la familia. Y la verdad es que cocina como los dioses, suponiendo que los dioses existan y además cocinen. Lo terriblemente fastidioso es tener que reconocérselo. Si por lo menos fuera un poquito modesto, resultaría más fácil. Javier quiere brillar en todo, y lo peor es que lo consigue; más que Juanjo, que ya es bastante perfecto. Las milanesas que prepara Javier, por ejemplo, son mejores que las de mamá.

Todos se lo dicen, menos yo. Jamás se lo reconocí y me juré no hacerlo hasta que deje de verduguearme con el colegio, especialmente con mi ineptitud para Matemática.

Cuando llegué a casa, lo encontré hablando por teléfono con mamá; se quejaba porque yo me había pasado toda la mañana afuera y no había puesto la mesa (tarea que me correspondía a mí, igual que levantar los platos y secarlos, ya que le tocaba lavarlos a Juanjo); y él, pobre criatura, no solo había cocinado el pollo a la portuguesa de la manera más maravillosa que mamá se pudiera imaginar, sino que había tenido que poner la mesa y «esta (esta era yo) llega recién ahora, que ya está todo listo y lo único que tiene que hacer es sentarse a comer». Conclusión: mi justa madre dictaminó desde el otro lado del teléfono que al día siguiente, que me tocaba cocinar a mí y a él lavar los platos, yo cocinaría y además lavaría.

Para mamá, ante todo la justicia. Y Javier, feliz. No dije nada; fui a la cocina y me serví los dos muslos, que es la parte del pollo preferida de Javier. Me senté a comer con cara de asco. El pollo a la portuguesa era lo más exquisito que había probado en los últimos tiempos. Desde luego, no lo dije.

Cuando terminé de secar los platos, los chicos ya se habían ido. Llamé a Amparito, pero no la encontré. Me dijeron que estaba en el club de jubilados.

Llegué a eso de las cuatro. Dos viejos jugaban al ajedrez, sentados junto a una ventana. Me fui hasta el patio del fondo. Ahí estaba Rosa, en su silla de ruedas, removiendo la tierra de un macetón de hortensias; Amparito lavaba el patio con la manguera. Su melenita roja contra el fondo verde de la enamorada del muro parecía una enorme flor recién abierta. La primera que me vio fue Rosa.

-¡Nena, qué sorpresa!

Amparito se dio vuelta. Me sonrió con los ojos y la boca y los hoyitos de las mejillas.

-Si estás acá, es porque averiguaste algo -me dijo.

Yo no había averiguado nada. Lo único que tenía eran dudas. Y lo que hice fue planteárselas a las dos.

-Cuando vi a la amiga de mis viejos en las fotos del civil, con el vestido casi hasta las rodillas, no entendí nada. Yo creía que de los sesenta hasta ahora siempre se había usado la minifalda, pero mi mamá me explicó que no, que cuando ella se casó había dejado de usarse. Eso fue más o menos en el setenta y cinco o el setenta y seis, y según lo que recuerda, se volvió a usar otra vez en los ochenta. O sea que el doctor De Bilbao se tiene que haber casado antes que mamá o bastante después... -Rosa y Amparito me miraban entrecerrando los ojos y frunciendo el ceño, como si se hubieran puesto de acuerdo. Seguí con mis deducciones-. Después, no creo... No, no, tiene que haber sido antes, bastante tiempo antes. Y lo digo por el vestido. Fui a la casa de ropa vieja donde compré el vestido de Elena. Ahí había visto yo vestidos parecidos al de la foto. Y la vendedora me lo confirmó: son de estilo Courrèges, me dijo, lo que se usaba a mediados de los sesenta...

-¿Y qué pasa si se casaron antes o después? No entiendo -dijo Rosa.

-La esposa del doctor De Bilbao -intervino Amparito, que a pesar de seguir la conversación, en ningún momento dejó de lavar el patio-, si Inés no se equivocó, debe tener más o menos la edad de su madre, o un poco menos: alrededor de los cuarenta y cinco, digamos...

-O sea que en los sesenta era una nena -seguí yo-. Y la mujer de las fotos que vi en el geriátrico no era ninguna nena.

-Sigo sin entender -dijo Rosa-. ¿Cómo sabés que la mujer que vos viste en el geriátrico y la de las fotos son la misma persona?

-Porque eran iguales...

-¿Cómo puede ser, después de tanto tiempo...?

-Bueno, es una manera de decir... eran casi iguales. Se notaba que era la misma mujer... Aunque si pasaron tantos años, no entiendo cómo sigue tan joven...

-No, no puede ser -insistió Rosa-. Si es como vos decís, ¿cuántos años tiene esa mujer?

-Tiene más de sesenta. ¿Y por qué no puede ser? -dijo Amparito, que ya había terminado con la limpieza y se había puesto a enrollar la manguera-. Ustedes están un poco desactualizadas, m'hijitas. ¿Qué hace una mujer de sesenta para parecer de cuarenta? Muy simple -se apuró a responder ella misma-: Una mujer que quiere parecer más joven se opera; siempre y cuando tenga plata, por supuesto.

-Y esta tiene bastante -concluyó Rosa.

Las tres nos quedamos calladas. Amparito se fue a guardar la manguera y la escoba y volvió enseguida. Rosa hizo girar las ruedas de su silla hasta la otra punta del patio y se puso a remover la tierra de las azaleas.

-Yo quiero averiguar algunas cosas, nena. Ahora no puedo porque tengo mucho que hacer. Dentro de un rato tenemos una reunión de jubilados. Estamos organizando una marcha de protesta, ¿sabés? Entre mañana y pasado te llamo -me dijo, mientras me daba un beso en la mejilla, dejando bien en claro que se trataba de una despedida-. Ahora discúlpame, pero me voy a cambiar; ya va a empezar a venir la gente.

La vi preocupada, no sé, demasiado seria a lo mejor. Pensé que con todo eso de la marcha no era para menos. Saludé a Rosa y me fui. Los viejos que estaban junto a la ventana seguían jugando al ajedrez.

Octubre, un crimenजहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें