Capitulo 6

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El Hospital Rawson me resultaba más o menos familiar. Cuando estaba en la
primaria tuve que ir varias veces por la libreta sanitaria. Me acuerdo de que íbamos todos los chicos del grado con las madres. Yo, particularmente, tuve que ir más que mis compañeros gracias a mi mala pronunciación de la erre. Mamá me llevó unas cuantas veces al consultorio de la foniatra, hasta que por fin me firmaron la libreta. A mí me gustaba ir. Me atraía ese hospital tan viejo, con paredes de azulejos blancos y escaleras de madera crujiente. Me parecía misterioso. Y también me gustaba que tuviera árboles y techos a dos aguas.

Llegué temprano. Entré por el gran portón de la esquina y fui derecho hacia el edificio donde me llevaba mamá por la libreta. Ni bien vi a una señora con guardapolvo celeste, le pregunté por Amparito.

—Tenés que buscarla en los pabellones del asilo —me dijo—. Es para aquel lado —y señaló un sector de edificios a la derecha del portón de entrada.

Fui hacia allá. El lugar es inmenso. Caminé por una vereda larga, limitada por una franja de tierra con árboles y un paredón, por encima del cual se veían las copas de los árboles de la calle y de la Plaza España. Todo esto, a mi derecha. A mi izquierda se alineaban los pabellones del asilo; una monótona continuidad de paredes
descascaradas, ventanas oscuras y puertas vacías, interrumpida cada tanto por uno que otro viejo sentado en un banco de madera.

Los árboles me gustaron. Me encantan los árboles. Había muchas tipas; enormes y frondosas tipas en la franja de tierra pegada al paredón, en la vereda y en la plaza. Pero los viejos me daban pena y miedo. Sentados en el banco, algunos con la cabeza apoyada en la pared y los ojos cerrados, otros con la mirada perdida; todos como esperando algo. Esperando. ¿Qué podían esperar esos viejos? Por supuesto que sabía la respuesta, y precisamente eso era lo que me daba miedo. Miré para otro lado, como
hacen muchos cuando no quieren ver algo que duele. Entonces la vi. Era ella; no sé bien por qué, pero lo supe enseguida. Era Amparito. Ahí estaba, de rodillas, trabajando la tierra, plantando algo. Tenía un delantal verde y un pañuelo floreado en la cabeza, que le ocultaba todo el pelo.

—¿Usted es Amparito? —le pregunté.

—Sí, ¿y vos quién sos? —me preguntó a su vez, mirándome como si yo fuera una extraterrestre.

—Me llamo Inés —empecé, dispuesta a largar de un tirón todo el verso del reportaje para la revista, pero no me dejó.

—Inés. Qué lindo nombre. Cuando yo era chica tuve una amiga que se llamaba Inés. Justo ayer estuve pensando en ella… —de golpe se interrumpió y se quedó mirándome, sorprendida—. ¿Te conozco? —
preguntó.

Bueno, me dio pie y hablé. Le conté lo del reportaje, le dije que ya había ntrevistado a doña Anita, que precisamente ella me había mandado al Rawson, y si sería tan amable de contarme la historia completa de la casa de la cúpula, que era por demás interesante, etcétera. Amparito me escuchó sin interrumpirme ni una sola vez, me miraba con los ojos bien abiertos y sin levantarse del suelo. Ni bien terminé mi discurso, hubo unos segundos de silencio que seguramente necesitó para terminar de redondear una idea, algo que se le fue ocurriendo mientras me escuchaba.

—Una revista… —murmuró, con la mirada perdida—. Justo lo que ando
necesitando. Yo te voy a contar algo más interesante que esas historias antiguas —me dijo, ahora mirándome de frente—. Te voy a hablar de los viejos, nena, de los jubilados. De los que están acá y de los que están afuera. De los que trabajaron toda la vida y ahora no tienen dónde caerse muertos. Ellos son más importantes que las historias del pasado. Y vos vas a hacerme el favor de poner todo en la revista. Para que la gente sepa. Para que sepan lo que pasa ahora. Te voy a contar de la olla popular que estamos organizando para Navidad con un grupo grande de jubilados. Te voy a invitar y además podés traer a algún fotógrafo de la revista. ¿Qué te parece?

Octubre, un crimenWhere stories live. Discover now