Capítulo 4

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El resto de la clase me aclaró un par de asuntos

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El resto de la clase me aclaró un par de asuntos. El primero, que era una escuela para ricos, por lo que Luna debía de haber entrado como parte de alguna especie de caridad o beca. El segundo punto era que, aunque amaba la cocina, la humana se sentía fuera de lugar allí, donde todos tenían asistentes pagados y se creían cocineros personales de la reina Isabel. La tercera cosa de la que me percaté, era de que al parecer el resto de los estudiantes le había hecho abierto rechazo, por el solo hecho de ser una mujer humilde con mucho talento que mostrar. Como siempre, la raza humana lograba convencerme de que estaba más allá de la salvación. Estaban destinados a la maldad desde que Caín asesinó a su hermano Abel. Mucho antes de que los Grigori interviniéramos en sus vidas.

Una semana. Siete insoportables días sirviendo de esclavo a la mujer más impredecible alguna vez nacida. La descarada se atrevía a exigirme que limpiara bien, aun cuando era la causante de la suciedad. Mientras sacrificaba mi orgullo lustrando la meseta de la cocina, Luna dedicaba su existencia a holgazanear viendo televisión. Qué ganas de apretar su cuello y no dejarla respirar hasta que se muriese o le entrasen ganas de ayudar. Conociéndola, ya podía ir a comprarle flores para su entierro. Un olor a quemado comenzó a esparcirse por la casa. Al sentirlo, la lunática salió disparada hacia la cocina chillando.

—¡Las magdalenas, maldita sea!

Luna abrió la puerta del horno para encontrarse con una nube de humo negro que la golpeó de lleno en la cara. Los dulces se le habían quemado. Tomó la bandeja con ayuda de los guantes y se volteó hacia mí. Entonces solté el paño de cocina para intentar parar la carcajada, pero fue imposible. La humana tenía el rostro y el cabello manchados de hollín, aspecto que la hacía lucir como una caricatura animada de los años cincuenta después de una explosión. Al notar que me burlaba de ella, permitió que la bandeja resbalara de sus manos, dejando caer al suelo los trozos carbonizados de lo que hubiese sido una horneada de magdalenas.

—¡Ay! —Fingió disculparse— Perdona.

—Eres mala —le aseguré—. Mala y sucia. Y despeinada.

—Al menos no tengo que limpiarlo —rio, esquivando mi mirada asesina—. Voy a lavarme este desastre. No se te ocurra espiarme.

Se marchó antes de que pudiera informarle con mucha sutileza —o sea, con todo mi veneno— que no me interesaba poner mis ojos en su figura normal y corriente. Contrario a mi voluntad, la imagen de su cuerpo perfecto vestido con la minúscula lencería roja se filtró en mi pensamiento. Me quedé petrificado cuando percibí cierto nivel de actividad dentro de mis pantalones. No podía estarme sucediendo eso, no con ella. No con la calamidad personificada. Sin embargo, su recuerdo me invadía obviando los bailes ridículos que había presenciado, para hacerla parecer más sensual en mi cabeza de lo que era en realidad. Luna Vance era un pecado para la vista.

Sacudí la cabeza con brusquedad con aquel ultimo pensamiento estúpido. Tomé una espátula y me golpeé a mí mismo para asegurarme de volver a mis sentidos. Si Luna Vance fuese a ser un pecado, sería el de la pereza. La mujer solo parecía cobrar vida para ensuciar la cocina. El resto del tiempo lo pasaba en su sofá viendo horribles programas en la televisión. Me estaba distrayendo con imágenes inapropiadas de sus piernas cruzadas sobre el mueble cuando un grito ya inconfundible resonó. Corrí hacia ella, temiendo por su seguridad y la mía aun cuando no había percibido presencia demoníaca. Para cuando llegué a la puerta del baño, Luna se lanzaba hacia mis brazos con el rostro pálido y una expresión de terror. No ayudó a mis pantalones indisciplinados que la chica estuviese envuelta por una minúscula toalla.

Un demonio entre recetas [I]Where stories live. Discover now