Capítulo 1: El detective ha muerto

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Thomson yace en una vieja silla de fierro oxidado, con su chaqueta azul firme y sin dobleces, y con ríos rojos que le escurren desde el cuello. En su pecho, la insignia escarlata se ve tan imponente como siempre, pero la arrugada camisa blanca que la acompaña tiene demasiadas manchas de lodo. Sus húmedos pantalones, del mismo color que la chaqueta, deben cargar con la cabeza y todo lo que conlleva una muerte. Sus botas negras tienen más tierra y polvo que zapato y no hay rastro ni de su gorra, ni de la funda de su pistola.

Y aún con todo eso, el detective no es lo único en el matadero. Olor a mierda y muerte, paja húmeda por todos lados y una tenebrosa inscripción detrás del cadáver, hacen que el antiguo almacén de los Duncan, parezca una enorme y espantosa tumba.

La escasa luz que se cuela por el portón y por las pequeñas ventanas laterales, apenas alumbra algo, pero sí resalta con un inquietante brillo rojo las palabras «Espero puedas perdonarme», escritas a lo largo de la pared de madera seca al fondo del almacén, justo detrás de Thomson. Frente a él, tres pistolas policíacas cubiertas de tierra y sangre apuntan a la única entrada y salida del edificio.

Desde donde estoy, busco a los Duncan, o a alguien vivo, pero me es imposible ignorar el apestoso cadáver de mi jefe y me inquieta que tres armas me apunten, aunque estén en el suelo.

Doy media vuelta y salgo de ahí, de regreso al pueblo.

Apenas avanzo un poco, cuando escucho un golpe, seguido de un grito; y siento como si una enorme sombra jorobada me asechara.

Aprieto los ojos, niego con la cabeza y volteo desenfundando mi arma.

Bajo una ventana abierta, el asesino Christofer Jones, se levanta del suelo y se arrastra colina arriba. Al pasar detrás de las densas hierbas amarillentas, voltea a verme.

Cruzamos miradas mientras le apunto, pero no jalo el gatillo. Con las piernas temblorosas y el corazón agitado, retrocedo, sin desviar ni la mano ni la mirada de él.

Jones no se mueve, no dice nada, ni siquiera parpadea. Sus sombríos ojos azules me observan como un cazador que ve a su presa; y no se distrae.

Cuando piso el sendero me detengo y el asesino sonríe sumergiéndose en la maleza. Pronto lo pierdo de vista.

Aliviado, suspiro; guardo mi arma y continúo camino a la jefatura.

Apenas cruzo el umbral, cuando un enjambre de ojos se posa en mí. Las miradas vienen de todas direcciones, desde la recepción hasta las ventanas de las oficinas; y de parte de todos, desde el estudiante con menor rango, hasta de la detective Graham.

Sin pensarlo mucho los ignoro y me abro paso entre el mar de gente que quiere saber lo que pasó. Un huracán de interminables preguntas se forma mientras más y más policías me rodean y me ralentizan. Todos menos el capitán Carter están ahí. Todos menos la única persona con la que quiero hablar, así que con dificultad voy hasta su puerta y la toco.

No responde y toco de nuevo. Sigue sin responder y voy a la ventana, él lee papeles en su escritorio.

Como parece que no responderá, entro cerrando la puerta tras de mí, y me paro delante de él.

Sin despegar los ojos del papel, me pregunta:

—¿Qué pasa, Fisher? —Bosteza y cambia de página.

—Capitán... debo informarle que el detective Thomson está muerto.

—Siento mucho la pérdida. —Sigue más centrado en su reporte que en mí.

—Encontrará su cuerpo en el almacén sur. Lo decapitaron.

—¿Qué? —Pone sus ojos en mí—. ¿Jones lo mató?

Los misterios del caso JonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora