XVII. Escaramuza en la Montaña.

Start from the beginning
                                    

En ese momento un gemido hondo, como de una bestia herida, fue subiendo de intensidad y resultó tratarse de un cuerno de guerra meléuno.

- Los salvajes están pidiendo refuerzos, dijo uno de los legionarios tras asomarse.

Unos veinte humanos armados de espadas largas y hachas y vestidos con armaduras de piel curtida y cotas de malla, descendían de la montaña, mientras que más arriba otros tantos de sus guerreros tiraban flechas hacia la zanja, impidiendo que Merisiel pudiera siquiera asomar la cabeza.

Entre éstos últimos se encontraba un guerrero enorme, de barba castaña y larga, que parecía ser el cabecilla de aquellas huestes, que tocaba el cuerno y señalaba a nuestro compañero, hablando en su extraño idioma.

Los tres sagitarios del pelotón aprestaron sus arcos y abatieron al humano que se hallaba más cerca del decurión, deteniendo momentáneamente el avance de los bárbaros.

- Tenemos que rescatar a Merisiel, antes de que lleguen sus refuerzos, dijo uno de nuestros arqueros.

- ¡Es imposible acercarnos!, protestó otro, el rostro descompuesto de rabia.

- Puedo hacer que uno de ustedes se abra paso hasta el decurión sin que las flechas puedan herirlo, dije en voz alta a los legionarios, que me miraron incrédulos. -Es una bendición de San Silvalio Mártir, es un obsequio que no se otorga a cualquiera, rematé.

- ¿Qué quiere decir, padre?, preguntó uno de los soldados encarándome, un álfaro de los archipiélagos, de tez bronceada y cabellera oscura.

- Sólo necesito una breve plegaria y humedecer tu sien con una gota de las lágrimas del santo, agregué, mostrándole la ampolla que he portado al cinto desde que partí de Queletia.

- Lo haré, dijo al fin, mostrándome un escapulario de plata con la imagen del Monte Ciliria, -Confío en la misericordia de Cilión y en sus mártires.

- Mientras que no ataques a nuestros enemigos, sus armas no podrán dañarte, le dije al tiempo que tocaba su frente con una gota de la ampolleta. Luego oré en voz alta, pidiendo a San Silvalio y a todo el panteón élfico que lo protegiese, apresurándome, cuidando de no errar en las palabras o en la fe que aquel acto requiere.

Al terminar el ritual, sin tiempo que perder, los tres sagitarios del destacamento se arrastraron entre las piedras, dispuestos a cubrir la salida de Gamaleón. El legionario a su vez, sin decir una sola palabra, se levantó y tras desenvainar la espada, corrió hacia su superior siguiendo la carretera.

Al verlo, las flechas de los bárbaros cubrieron el firmamento y sin embargo ni una sola logró rozarlo en su carrera hacia el decurión. Al llegar a la zanja, el soldado titubeó un instante sobre lo que debía hacer, titubeo que el líder de los bárbaros aprovechó para arrojarle su lanza, maldiciéndolo.

Todos los que nos encontrábamos en la ladera de la montaña contuvimos el aliento , observando cómo la lanza viajaba hacia Gamaleón, que no había alcanzado a percatarse del peligro que se cernía sobre su persona.

La lanza, querida Carnil, lo alcanzó de lleno a la altura del pecho y el soldado se desplomó como muñeco de trapo.

Mis ojos no podían creer lo que acaban de observar y mi corazón se encogió, pero lo más increíble fue lo que sucedió después.

Para sorpresa de todos, contándome a mí, Gamaleón se sacudió en el suelo, luego se sentó y miró incrédulo la lanza que nacía en su pecho, atrapada entre las placas de su armadura.

El legionario tomó entonces la lanza entre sus manos y la desprendió de la coraza sin esfuerzo. Antes de que nuestros enemigos se repusieran de la sorpresa, Gamaleón se levantó y corrió a enfrentar a los humanos que ya llegaban al camino.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now