Capítulo 3

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— Lo matarás — gritó desesperada la mujer. 

 ¡Lo convertirás en un afeminado con tus cuidados! — bramó su, por desgracia, marido, con aquel brillo peligroso en sus ojos. Esa chispa de sadismo que, cada vez que aparecía en su mirar, a ella la aterrorizaba en extremo — ya es hora de que se inicie, yo tenía cinco años cuando maté a mi primera persona — se jactó de aquello, con los brazos abiertos y sonrisa desubicada.

Como si tal aberración fuese motivo de devoción hacia él.

— Por favor, déjalo — rompiendo en llanto, la mujer no pudo hacer más que suplicar por la seguridad de su hijo, al que se aferraba con todo su ser en un abrazo protector, casi como una coraza — si hubiera sabido como eras en realidad...

— Sólo te interesaba mi dinero — soltó con desprecio mientras daba un par de pasos, fuertes y retumbantes, hacia ellos — nunca quisiste saber cómo lo conseguía.

— ¡Eres un desgraciado! — restalló la mujer, no pudo contener su rabia ni tampoco su mano, que pareciendo cobrar vida propia impactó con toda su fuerza contra la mejilla de su marido, llevada por el sentimiento de protección hacia su primogénito. 

Daimaku permaneció inerte tras aquello, como rumiando lo sucedido. Levantó apenas su mirada para clavar sus penetrantes pupilas en ella, dejando que una pequeña sonrisa maligna asomara en sus labios.

— Piccolo, mátala — dijo, con una naturalidad y soltura tales que enfriaron la sangre de su aún familia.

— N-no lo haré, padre — fue inevitable que toda esa presión cayera sobre el niño, que no pudo hacer más que romper en llanto, preguntándose si era o no verdad lo que le había pedido su padre de aquella forma resuelta.

— O la matas, o los mato a ambos — sentenció, con una voz tan fría que hasta el tiempo parecía haberse detenido.

La mujer observó con profundo horror al hombre que alguna vez realmente amó. Sabía que ya no había otra alternativa, así que se separó un par de pasos hasta dar con un cajón que abrió sin dudarlo para tomar un cuchillo que puso en las manos del pequeño con toda la firmeza y decisión que logró recabar.

— Todo irá bien, hijo — susurró cerca de su rostro, intentando no llorar frente a él.

— Mamá, yo no...

— Si no lo haces, morirás — cortó sus palabras apresuradamente, temiendo perder más tiempo de lo que ella desearía — prefiero ser yo — dijo en un amago de sonrisa forzada, dándole una última caricia en la mejilla.

— Tienes un minuto, hijo — recordó el hombre con parsimonia deliberada, hecho que hizo enervar más al niño.

— ¡No lo haré! — estalló al fin sin entender cómo su propio padre podía ordenarle que cometiera un acto tan atroz — prefiero morir contigo que seguir en este infierno — sollozó aferrándose a su madre con desespero.

— Debes vivir, hijo — apremió duramente ella, tomándolo de los hombros con firmeza. Bien sabía Dios el dolor que la desgarraba por dentro al tener que hacer aquello.

— No te haré daño — siguió el niño en su tozudez, negando vehemente con su cabeza.

— Sólo les quedan diez segundos — presionó, dejando asomar en su voz un tinte de diversión perturbador. Daimaku se desplazó por la estancia como si se creyese una divinidad, hasta llegar a su escritorio, donde no perdió el tiempo en tomar su pistola para empezar a encañonarles con un gesto de repulsión hacia ellos — prefiero no tener hijos a que crezcan siendo unos cobardes.

Y todo pasó en cuestión de segundos.

El dedo acariciando el gatillo. El terror en la mirada anegada de la mujer. El desconcierto en la mente infantil.

Cuando pudo procesarlo ya se hallaba envuelto en un fuerte y desesperado abrazo maternal. Un quejido lastimero y luego aquel líquido caliente y espeso escurrió por sus manos.

— Mamá... — su respiración se tornó frenética al comprenderlo, sus ojos a punto de salirse de sus cuencas ante aquella brutalidad.

— V-vive, hijo... — aquellas fueron las últimas palabras que Piccolo escucharía de la boca de su madre, a la que vio caer como en peso muerto en el suelo mientras la vida se les escapaba de entre los dedos.

El cuchillo que segundos antes había reposado en las pequeñas manos infantiles, ahora estaba enterrado en su pecho. Algo que la mujer propició intencionadamente con aquel último abrazo para salvar la vida de su hijo.

— Bien — Daimaku sentenció con frialdad — ustedes — dijo mirando hacia la puerta de la estancia por encima del hombro. Dos de sus hombres, que desde fuera de la habitación aguardaban sus órdenes, atendieron a su llamada — saquen esta basura. Tú — dijo volviendo a fijar la vista en su hijo — felicidades, ya comenzaste tu camino para ser como yo".

Fue un instante el que le llevó revivir aquel doloroso episodio de su vida, pero tan absorto había estado que no pudo percatarse de cuán notable debía ser su sufrimiento para su joven acompañante.

Por primera vez, el moreno se alarmó como nunca en su vida cuando vio sus ojos empañados por el horror, cristalinos. No pudo frenar sus impulsos y antes de que ninguno de ellos pudiera procesarlo, el joven ya estaba abrazando a Piccolo sin el menor reparo. Más que nunca, quería liberarlo de todo su sufrimiento.

— Tranquilo, todo irá bien — le dijo con suavidad, trémulo, para tratar de tranquilizarlo mientras sus manos se aferraban a su espalda con cierta necesidad.

— Nada irá bien mientras yo siga vivo — con crudeza, Piccolo se deshizo del abrazo del chico para observarlo a los ojos tras haberse incorporado — soy un ser maldito, todos quienes me ayudan acaban muertos — y así, con semejante sentencia, se fue corriendo en medio de la noche, dejando al menor más turbado de lo que nadie podría haber imaginado.

— ¿Qué será de ti? — se preguntó Gohan por milésima vez desde que fue obligado por su madre a abandonar ese país.

Mientras, en un vuelo directo a Japón, un joven resoplaba con desánimo y cierto malestar por enésima vez, incapaz de acomodarse en su asiento

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Mientras, en un vuelo directo a Japón, un joven resoplaba con desánimo y cierto malestar por enésima vez, incapaz de acomodarse en su asiento.

L había tratado de buscar su comodidad de mil maneras distintas, pero no lograba relajarse. No como él hubiera querido. Por norma general, le gustaba reposar los pies sobre una silla o el lugar donde estuviese sentado, pero en el avión, con varios pasajeros delante y atrás de él, su espacio personal se vio bastante reducido, ya antes había viajado en avión y siempre le pasaba lo mismo, lo que lo tenía complicado. 

No fue sino hasta que escuchó un sonoro suspiro que prestó la debida atención hacia la persona que ejercía como su compañera de asiento, seguramente cansada ya de sus movimientos constantes. Fijó sus ojos en ella con todo el descaro del mundo para analizarla con su mirada, algo que más de una persona hubiera considerado invasivo y poco educado.

Se trataba de una mujer joven, de largo cabello oscuro como el buen café tostándose al sol, sus ojos eran castaños, con un brillo de intensa miel enmarcados por unas finas pestañas. 

Nuestros demoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora