Odiar para sobrevivir.

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Las maletas abiertas sobre la cama se llenaban aprisa.

Los últimos tres días mudó cosas desde ese departamento al nuevo lugar en el que viviría, solo, a partir de ya mismo.

No le tomaría más de uno o dos viajes más terminar el traslado. Solo se estaba llevando sus cosas personales. Los muebles, los electrodomésticos y otras cosas fueron compras hechas principalmente por Esteban. Él tendría que decidir si se los llevaba o los dejaba. Podría vender el departamento con todo y pagar su parte a cada uno; a Gabriel la mitad del departamento y a Esteban lo que le dieran por los muebles.

No quería estar ahí, ese lugar tan lleno de una vida que nunca tendría de nuevo. Un par de vidas muertas.

Escuchó a Ana gritar ocho pisos más abajo. Suspiró. Le daba pena, pero no podía enfrentarse a ello. Tal vez después. Mucho tiempo después. Tal vez nunca, ya que Ana era incondicional de Esteban. Si tenía que elegir, ella se quedaría al lado de su mejor amigo. Y eso estaba bien.

Tampoco era que tuviera muchas ganas de volver a verla.

No tenía motivos para odiarla, pero lo hacía.

¡Ella sabía exactamente lo que significaba Gabriel para él! ¡Sabía cuánto odiaba a Iván! Y justo, de todos los hombres del mundo, fue a escoger precisamente a esos dos para hacer sus porquerías de solterona pervertida.

¡Perra como todas!

Al reparar en la línea de pensamiento que lo estaba llevando a enojarse de nuevo, respiró profundo varias veces. Contrario a la primera vez que Gabriel lo dejó, ya no estaba triste.

¡Estaba furioso! La rabia le acompañaba todo el tiempo y estaba sacando todo lo bueno de su vida; endurecía su corazón, se robaba su descanso en las noches, su concentración en el día y su apetito, su amor por Esteban, su cariño por Ana y la melancolía esplendorosa de un amor que, hasta antes de esos terribles acontecimientos de un mes atrás, era dorado en un altar del pasado.

Durante años, se vio a si mismo como la princesa indefensa. A Gabriel como el príncipe encantado y a Iván como el brujo malvado que retenía a su amado en contra de su voluntad.

De alguna manera, fue más fácil salir adelante, pensando que solo era una víctima de las circunstancias.

Entonces Ana se acostó con ellos. Ellos con ella. ¡Cómo si no fuera nada! Como perros en la calle que se olfatean el trasero y luego copulan. ¡Sin ningún respeto!

Fue como abrir los ojos. Iván se los abrió de golpe, al invitarlo a la cama donde ya se revolcaban con ella.

—¡Maldita perra mil veces! —gritó en el departamento cada vez más vacío—. La única vez que te portas como una puta, lo haces

con Gabriel.

En el fondo, sabía mal insultar a su amiga. Ana era una buena chica. Y aunque no lo fuera, era su amiga.

Pero le ardía igual que ser desollado y embadurnado con salsa picante. Porque sabía, con toda seguridad que, a partir de entonces, Ana se quedaría con ellos.

¡Era obvio! Ellos no tenían límites ni moral alguna. Y Ana, increíblemente bien cogida por ambos, sin compromisos previos, libre como paloma, iba a decir que sí a lo que ellos le propusieran.

¡Y estaba bien!

Si Eduardo fuera capaz de pensar racionalmente y ser generoso. Si pudiera desear el bien para su amiga, por supuesto que estaría feliz por ella. Sabía la clase de amante que era Gabriel, en la cama y fuera de ella. E Iván era un dios, vestido y sin ropa.

Tampoco importaba que fueran tres, no era nada del otro mundo. Cuando pensó eso, tuvo que sentarse en la cama un momento.

Sabía mal confesarlo, pero no era como si pudiera engañarse a sí mismo.

Lo peor de todo era saber que pudo tener lo mismo. En vez de terminar, Gabriel pudo integrarlo a su relación con Iván.

Por su juventud e inexperiencia, nunca se le ocurrió como alternativa. En ese tiempo todavía creía que su vida era una novela rosa. Y que todos conocían la reglas. Y que las respetarían.

¡Qué estúpido era! Gabriel no seguía ninguna regla, ni siquiera tenía alguna clase de código propio. No era un príncipe, era un cabrón desleal. Y Eduardo no era la princesa del cuento, sino un reverendo imbécil, de diez pisos de altura, al que todos le veían la cara justo de lo que era.

Por fortuna, aún tenía su trabajo. En el tiempo que estaba en su oficina, tenía un poco de paz.

—¡Debí vender este vertedero en cuanto terminé de pagar!

Debió comenzar en otro sitio, en el que solo una historia fuera escrita. La suya con Esteban. Pero se negó a considerarlo, porque era todo lo que le quedaba de Gabriel.

Con un golpe más fuerte de lo necesario, Eduardo cerró su equipaje. Había terminado de guardar todo lo que le pertenecía. Lo demás debería venderse o regalarse, que Esteban se lo llevara o que le prendieran fuego.

¡Maldita cosa si le importaba lo que pasara con esos trastos! El anuncio de venta se colocaría el siguiente lunes y esa noche sería la última vez que pisaba el lugar.

El conserje se encargaría de bajar el resto de las cajas. Él pasaría cualquier día a recoger lo faltante, al lobby o a la bodega.

Entonces sintió un nudo en la garganta y unas inmensas ganas de acobardarse. Casi al salir tocó la pared junto a la puerta.

En una ocasión, Gabriel y Eduardo llegaron nada más a ese lugar, desnudándose en el camino desde el elevador. Terminaron haciendo el amor contra esa pared, él con las piernas alrededor de su cintura y Gabriel soportando con los brazos todo su peso.

Fue la última vez que lo hicieron.

Dio un puñetazo al sitio, tan fuerte, que se rompió el quinto metatarsiano. Y lo supo porque Esteban se había roto ese mismo hueso al golpear paredes más de una vez.

Gritó, no solo por el brutal dolor. También de rabia y de odio. Dejó la mano en la pared un segundo. La piel se abrió un poco sobre el nudillo del meñique y sangró.

El intenso dolor lo distrajo de la espantosa desolación. Dejó una mancha de sangre en el mismo sitio donde hace tanto tiempo, él y su amante dejaron otras marcas.

Pasado el momento, se sintió más estúpido aún. Tendría que ir al hospital, le preguntarían cómo se lesionó. Diría la verdad; se rompió la mano porque era un tarado. Entonces le pondrían una férula y pasaría el siguiente mes sintiéndose inútil.

Con el dolor cada vez más insoportable, pudo olvidar un poco todo lo demás, apagó las luces y cerró la puerta, como quien cierra la tapa del féretro que encierra por siempre el cadáver de su corazón.

"Arrancarme esta cosa inútil", pensó, mientras sentía, por primera vez, algo muerto en el pecho. Decidió que no volvería a sentir nada. Todo se extinguió; las esperanzas, los sueños, incluso el cariño que sentía por Ana, lo mucho que amaba a Esteban, todo lo bueno se apagó.

Pese a lo espantoso de ese estado como muerto, Eduardo sintió alivio. Iba a sobrevivir otra vez.

DénnariWhere stories live. Discover now