Intercesión

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Esa madrugada en la casa de Ana todo era silencio, pero no porque estuviera dormida.

Cuando fue evidente que Esteban no se iría, ella sirvió café. Aún tenía la esperanza de que los chicos llegaran. Pasaría una noche entera haciendo algo. ¿Qué? Todavía no lo sabía.

Desde la más extravagante aventura sexual hasta una épica visita al Ministerio Público para declarar en calidad de testigo, por qué Esteban había matado a dos tipos que apenas conocía, en la sala de su casa.

Permanecía en su sofá, acurrucada debajo de su largo suéter negro y sostenía su taza en las manos, apreciando el calor que todavía conservaba.

Esteban, por otro lado, le recordaba al Exterminador; miraba por la ventana, sin moverse, sosteniendo su arma pegada al muslo.

El que peor estaba era Eduardo. Su amigo, que por un rato se había portado muy mal con ella en el Dimm era, de usual, un muchacho bueno y sensible que evitaba los conflictos.

Por eso permanecía sentado, inclinado y con los codos en las rodillas. La mirada en el piso, las manos en su nuca como si algo estuviera a punto de caerle encima y un desamparo tan notorio, que a Ana le daban ganas de llorar. También la enfadaba. Él era el único al que Esteban tenía derecho de proteger y que podría apreciar su protección.

Ana se sentía insultada en lo más profundo; su grande y protector amigo la trataba como si estuviera fuera de sus capacidades mentales.

Pero en su interior, en parte estaba de acuerdo con él.

Las noticias en los diarios darían terror a cualquier mujer. ¿Podría ser la siguiente víctima? ¿Amanecer muerta, violada, tirada en algún lote baldío? No sentía que esos chicos fueran de ese tipo de hombre, pero con toda seguridad, las víctimas de feminicidio tampoco sentían que había algo mal con los desgraciados que después las asesinaban. Conocer a alguien no brinda ninguna garantía de seguridad. La confianza puede ser bastante ciega

¿Y si tenía razón y eran peligrosos?

Pensamientos así apagaban sus ganas de luchar por sus derechos.

Aunque ella creyera que podía decidir en su vida, su sexualidad y con quién pasaba su tiempo, la verdad era otra.

"Tal vez no puedo", pensó con amargura.

"¿Y sí no sé distinguir cuando es peligroso?".

"A lo mejor él sí sabe, porque es policía y es hombre".

No quería esas ideas en su cabeza, pero no podía evitarlas; con su actitud, Esteban la hacía sentir miedo.

"Así son los hombres", concluyó.

Por eso no protestó más y se limitó a esperar, ser testigo de lo que ocurriera.

El celular de su amigo repicó; ninguna melodía pop o rock para él, tenía el timbre más estándar posible. Al ver el nombre del contacto, la cara se le volvió casi animal. Su saludo fue como un gruñido.

—¿Qué quieres, cabrón?

—A mí también me da un chingo de gusto saludarte, idiota.

—No estoy de humor para que me toques los huevos.

—Esteban, la última persona en la tierra a la que yo le tocaría nada, mucho menos ese sitio, serías tú. ¡Qué asco la zoofilia! Y no deberías tratarme de ese modo tan rudo. Solo llamo para hacerte un servicio.

—Ah, ¿sí? —Esteban suspiró, dejando salir el aire muy despacio—. ¿Tú harás algo por mí? Está bien, escupe.

—Tengo un par de amigos que tienen asuntos pendientes con Ana. Te llamo para evitar que te cruces por su camino.

DénnariWhere stories live. Discover now