Confidencias

172 28 5
                                    

A la mañana siguiente, Esteban despertó tarde, después de una semana entera de apenas dormitar en un incómodo sillón en su oficina. Se sentía descansado, casi perezoso.

En ese colchón suave y bajo las mantas calientes se estaba tan bien, que, si se quedaba quieto, ellas lo atraparían de nuevo para prolongar su delicioso descanso. Estuvo tentado a relajarse y dejarse ir, pero tenía hambre; se había saltado la cena la noche anterior.

Bajó a la cocina en bóxer y calcetines. Llenó la cafetera y mientras la dejaba hacer lo suyo, tomó la canasta de huevos de encima del refrigerador. Estaba pensando qué hacer con ella, cuando Ana, que despertó en cuanto sintió el vacío en la cama, llegó.

Aún estaba un poco traumatizada. No quería estar sola. Iba envuelta en una bata de franela, que seguramente perteneció a su abuelo. En medio de la cocina pasada de moda había una mesa y cuatro sillas altas. En una de ellas se encaramó, abrazada a sí misma.

Mientras tanto, Esteban batía huevos en un bol y los ponía en un sartén, con cebolla y chile verde suficiente como para hacerla toser cuando las semillas comenzaron a tostarse.

Unos cuantos minutos y estuvo listo el desayuno estrella de Esteban. Era la única cosa que sabía hacer, hacía y podía comer por siempre si era necesario.

Sirvió mitad y mitad en un par de platos y abrió un paquete de pan tostado. Sirvió café a ambos y se sentó a desayunar con entusiasta apetito.

Ana no era especialmente mañanera. Con el tenedor comenzó a picar la esponjosa y amarilla sustancia y a comer pedacitos que no tuvieran chile.

—¿Qué tienes? —preguntó él, con la boca llena.

—Nada —contestó distraída

—¿Sabes? —preguntó en una pausa entre pasar el bocado y beber un sorbo de café—. La mujer es el único animal que padece terroríficas "nadas". Casi todos los días.

Ana sonrió. En otro momento le hubiera respondido: "animal tu cola", pero el alivio de no estar sola era bueno. La presencia de Esteban, de nuevo en casa, le consolaba de tal forma, que pasó por alto el insulto.

—O sea, no tengo nada. Pensaba sí comíamos la chatarra primero o nos dedicamos a las confidencias personales.

Esteban terminó la comida de su plato y se sirvió más café, mirando el plato de Ana por encima del borde de la taza.

—Supongo que no vas a comer eso, ¿cierto?

—No tengo mucha hambre.

—¿Te importa si no lo desperdicio?

—Tómalo, con confianza —respondió Ana, con un elocuente gesto de la mano, como si con el plato pudiera hacer sentir a Esteban aún más bienvenido.

El policía se apropió de la ración apenas picoteada de Ana y la devoró con satisfacción. Al final y más que repleto, se recargó en el respaldo de su silla, para terminar la segunda taza de café. Ana se levantó y recogió los platos sucios. Los lavó y puso a escurrir. Luego fueron a la sala.

Esteban se sentó frente a la televisión, Ana acercó una manta que solía vivir en uno de los sillones desde los tiempos de sus abuelos. Mientras Esteban repasaba los títulos disponibles en la aplicación, ella se sentó con las rodillas pegadas al pecho y tan cerca de él como era posible y los cubrió con la manta. La historia que él eligió transcurría en el espacio. En otro momento pudo ser interesante, pero no ese día.

—Empecemos con lo importante —preguntó Esteban, mientras bajaba el volumen. Ana necesitaba hablar de lo ocurrido, desahogarse —. ¿Qué es lo que quieres confesar pequeña?

DénnariDonde viven las historias. Descúbrelo ahora