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«El fuego que nunca se apagó»

21 𝖉𝖊 𝖆𝖇𝖗𝖎𝖑 𝖉𝖊 2020



Una vez las clases terminaron por ese día, Charlie, en un silencio sepulcral, tomó sus cosas y salió del aula sin esperar a ninguno de sus amigos, pues últimamente en sus planes no estaba que ellos le acompañasen a pesar de lo preocupados que se encontraban; no los culpaba, estaba consciente de su mal comportamiento desde hacía unas semanas, y con ello, decisiones que tomó no muy buenas. Pero, ¿qué se le podía hacer al pasado? Claro está, remendarlo no era una opción, si todos pudiésemos viajar a él, las cosas serían diferentes en nuestro mundo, quizá habría más maldad... o tal vez estuviésemos en paz. La madrastra de Cenicienta no se equivocó al decir que el hubiera no existe.

A pesar de la batalla continua que tenía en mente, sus pies se movían casi por sí solos entre las húmedas y angostas calle de Dieppe en Nuevo Brunswick, hasta que se detuvieron frente a unas rejas altas y pintadas en negro, con una figura dorada de un ángel en la punta. Tan familiarizado con el tacto frío que serpenteaba entre sus dedos al hacer contacto con el metal, las empujó abriéndolas lo suficiente para que su cuerpo entrase. Una ola de viento gélido azotó su rostro haciéndolo tambalear; de más está decir que frecuentaba aquel lugar, sin embargo, ahora parecía haber cambiado. Se sentía diferente, como si no fuera real.

Charlie Gillespie tomó una buena bocanada de aire que le hizo castañear los dientes, y caminó presuroso entre las hileras de lápidas con adornos hechos de cerámica y cruces de mármol blanco. Aunque tuvo bastantes oportunidades de marcharse, pues el tramo hasta la tumba que buscaba llegar era algo largo, en ningún momento se arrepintió. 

Pero sí que lo hizo al detenerse frente a una curva hecha de piedra gris con destellos cristalinos en tonos azules, y una bandera de Canadá rota por los estragos del clima. A los costados, dos jarrones hechos del mismo material que la lápida sostenían flores frescas y de un precioso tono rojo, contrastando con el color del material. A pesar del tiempo que tenía la losa enterrada ahí, mantenía un buen aspecto gracias a los cuidados de la gente que en un espacio libre de semanas apuradas (porque el mundo no para cuando alguien se va de éste) se hacían de visitar la tumba vacía de Neil Gillespie, del hombre que trabajó arduamente para la policía y que aparentemente había perdido la vida en una avalancha de nieve de la cual nunca lograron rescatar su cuerpo.

De solo pensarlo, Charlie tomó las rosas y las aplastó bajo sus pies con ímpetu, decepcionado... con una cantidad de odio en su interior que jamás creyó volver a sentir después de conocer a esa chica, Ellis. Eran apenas las cuatro de la tarde, pero era un día nublado, y la poca gente que se encontraba en el cementerio y pasaban por ahí, salían corriendo o simplemente miraban asustados la reacción del chico; algunos, sin reconocer de quién se trataba ni mucho menos la situación, entendían el coraje que uno podía llegar a sentir cuando te arrebataban un ser querido, suponiendo que esa era la razón del por qué hacía aquello, así que no lo retuvieron.

Transcurrió un buen rato hasta que el ojiverde se encontró solo, sentado mirando al frente, con las manos sangrando de los golpes que dio contra la piedra estúpidamente, el cabello largo y revuelto pegado a su rostro por el sudor, sus esmeraldas llenas de lágrimas que caían sobre sus mejillas y nariz rojizas por las bajas temperaturas y el llanto. Creyó que si iba al lugar en que todo comenzó, y descargaba su rabia, entonces cabía la posibilidad de que su temperamento y rencor se aliviara... pero no. Seguía sintiéndose igual de vacío y furioso, incluso más, que el día en que su padre regresó.

𝑷𝒐𝒓 𝒆𝒔𝒕𝒂 𝒏𝒐𝒄𝒉𝒆 | charlie gillespieWhere stories live. Discover now