3. El deber de un hijo

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Elliot había logrado escapar de Leopold y sus sirvientes para huir a la biblioteca. Sabía que tarde o temprano lo encontrarían, pues todos conocían su pasión por los libros, pero esperaba que esconderse entre las laberínticas estanterías entorpeciera su búsqueda.

—¡Aquí estáis!

El rostro sudoroso y rojo como la remolacha de Leopold se asomó por uno de los estantes. Tras él se detuvo una legión de sirvientes que parecían tan agitados como él.

Elliot soltó el libro y alzó los brazos, divertido.

—Me rindo.

Prácticamente lo arrastraron a sus aposentos donde se apresuraron a asearlo y vestirlo con incómodas ropas de gala. Los puños de encaje del traje azul le picaban y el hilo de plata con el que tejieron los detalles de su vestimenta le arañaba la piel. Además, y para incrementar su malestar, Elliot se encontraba de nuevo en una carroza cuando aún tenía muy presente el viaje previo.

Se rindió entre refunfuños y pusieron rumbo a la fiesta de lady Dalhia. Era uno de los eventos más sonados y aplaudidos entre la nobleza de Saphirla, pero ello no la hacía más atractiva para Elliot que valoraba el silencio que le permitía leer, o la compañía de unos pocos amigos. Ninguna de las dos cosas se parecían lo más mínimo a lo que la primogénita consentida del marqués Ferwell pudiera haber organizado.

Estaba seguro de que Dalhia era una de las candidatas a esposa seleccionada por su padre pues su dinastía gozaba de una posición destacada en la corte del rey. Su privilegio se debía a que descendían de Karloi el Leal que durante la guerra contra Drago el Sanguinario, rey de los vampiros, había sido un gran aliado de la familia real humana.

Cuando Elliot bajó del carruaje, fue recibido por lámparas de cristales azulados y violáceos que lo único que lograban era acentuar el frío extremo de esa noche en la capital del reino de Svetlïa. Las luces señalaban el camino hacia una amplia escalinata de mármol.

Su entrada fue precedida por Leopold que comunicó su llegada a los sirvientes del marqués.

Ya en el vestíbulo, podía oír las risas y el tintineo de las copas y sintió un nudo en el estómago. Tal vez el faisán que almorzó no fue la mejor elección.

Las puertas del salón se abrieron ante él y una voz alta y clara lo anunció:

—Lord Elliot, hijo de los duques de Wiktoria.

Cientos de ojos se volvieron en su dirección; todos querían conocer al heredero de los duques más poderosos y misteriosos de Svetlïa. Sin embargo, no todas eran miradas bienintencionadas.

El padre de Elliot era un hombre de tradiciones regias y la economía de su ducado se basaba en la pesca y todo lo que su gente pudiera obtener del mar. Pero su prosperidad se debía a los yacimientos de calenda, una piedra preciosa que los vampiros pagaban con grandes sumas de oro.

Sin embargo esa prosperidad tenía un precio: mala fama. No estaba bien visto comerciar con el reino de los vampiros incluso tras la firma del tratado de paz. Por si eso fuera poco, corría el sucio rumor de que Wiktoria hacía contrabando con los piratas en el sur. Una vil mentira en opinión de Elliot, pero no habían logrado desdecirla.

Así pues, las miradas que recibió abarcaron un amplio rango de emociones. Por un lado había curiosidad, admiración, así como miradas seductoras por parte de las damas casaderas. Por otro, había envidia, rencor y desprecio.

Elliot no supo cómo actuar hasta que una joven de cabellos rubios y con un vestido escarlata se aproximó a él. Realizó una reverencia antes de mirarlo directamente a los ojos:

—Milord, me alegro de que hayáis podido asistir. Soy Dalhia Ferwell, vuestra anfitriona.

Su voz era aguda y delicada, y sus labios rosados se movían con rapidez, sin titubear y siempre firmes. Saltaba a la vista que estaba acostumbrada a ser el centro de atención.

Los eternos malditos ✔️ [El canto de la calavera 1]Where stories live. Discover now