Él, en cambio, estaba apoyado contra un sofá medio desgranado y antiguo en un motel de mala muerte en los alrededores de Winchester. Estaba vigilando de cerca a Camille, pero no tanto para correr riesgo. En su rostro yacía una mueca de aburrimiento. Jugar a los adolescentes era la peor parte del trabajo , sin duda. Pero Alissa suponía un valor añadido por el que merecía la pena esforzarse.—¿Por qué aún te queda ropa, cariño? Tu cuerpo me pertenece, deja que recree la imagen completa en mi cabeza. Quiero ver tu piel al descubierto.

Si había podido descubrir algo de ella era que sentía vergüenza de desnudarse frente a él y tal como había previsto, mantenía la mitad de su ropa aún puesta. Alissa se deshizo de su camisa y se masajeó los pechos.

—Si estuvieras aquí, dime que harías —rogó ella.

—Esos pezones estarían entre mis dientes y mis manos tocarían tus piernas. ¿Has sido una chica mala, Alissa? ¿Qué se siente estar en la cama de papá y mamá? Cualquiera podría descubrirnos Un dedo.

Ella siguió su orden como una sumisa cachorra y se introdujo un dedo.

—Gime para mí, hazme alcanzar mis límites.

Gimió, jadeó y se embriagó en el mismo lugar donde sus padres la habían concebido. Con cada paso hacia la ironía y la muerte, Alissa estaba firmando su propia sentencia y cavando un hoyo profundo donde se enterraría a sí misma.

El orgasmo le llegó minutos después, provocando una leve sonrisa en los labios de Sebastian al oírla. Era suya, más que suya. Alissa Gálvez seguía respirando, pero había muerto un poco más sobre el colchón de esa habitación en casa.


(...)


No se imaginaba el reconocido detective Eduardo Gálvez, que mientras salía a hurtadillas de la habitación de hospital bajo los ronquidos inarmónicos de su mujer para realizar una llamada, al mismo tiempo, la pequeña Alissa finalizaba la suya, firmando una sentencia de placer y muerte.

Diez minutos después, la llamada con Thompson se había cruzado tres veces ya. Eran casi las dos de la madrugada y estaba exhausto. Dio un puñetazo en la mesa y dejó caer el teléfono, Gabriel era el tipo más atravesado que había conocido, hasta para esas pequeñeces. Un minuto después, el timbre volvió a sonar.

—¿Me escuchas?

—Ahora sí. ¿Qué hay de nuevo, Gálvez? —La voz electrizante del rubio contrastaba con la del viejo, adormilado. Era claro que había estado bebiendo.

Con un tono de profesor el detective se preparó para sermonear.

—Primeramente. Cuando uno recibe una llamada que no le da tiempo a contestar, no la devuelve de inmediato, espera a que esa persona vuelva a llamar para que no se crucen.

Gabriel no tenía ganas de reír, ni de discutir. Así que se limitó a darle la razón en todo y lo escuchó quejarse de la acidez que le provocaba el zumo de naranja y de lo pesado que estaba el tráfico con la feria de arte.

—Detective —interrumpió Thompson la animada charla-monólogo—. ¿Me llamó para hablarme de comida y carros? No quiero ser grosero, pero tengo cosas que hacer.

—¿Cosas que hacer? ¿Cómo seguir bebiendo coñac mientras miras a Camille lavándose los dientes? No te esfuerces, si a ti ser grosero te luce, te queda bien, niño.

Y por primera vez Gabriel sonrió. La clarividencia del viejo zorro lo sorprendió. Bebía coñac, en efecto, pero eso no era difícil de adivinar teniendo en cuenta que alguna vez le comentó que era su trago preferido. La única diferencia en la escena real y la que había descrito Eduardo Gálvez en su imaginación era que, en lugar de lavarse los dientes, Gabriel miraba a Camille a través del cristal del espejo, dándole unos últimos retoques a su maquillaje. Lucía simpática y sexy, y él lucía como un maldito pervertido. Las palabras del detective lo alejaron de sus pensamientos.

La línea del placer [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora