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C A P Í T U L O T R E I N T A Y T R E S
La vigilia del león


‹‹Existen poderes invisibles que paralizan la acción de los que están destinados a sucumbir››.
MAX WERTHEIMER

7 de febrero de 2013

Uno de los rasgos distintivos de los psicópatas es la apatía, pero si se pudiera decir que en algún momento de su vida Sebastian sintió una pizca de remordimiento, probablemente sería aquel instante en que decidió ignorar una llamada telefónica para terminar de organizar su librero en paz. No haber contestado una llamada que a priori no parecía importante, pudo haber supuesto un enorme socavón en su plan.

¿Cuántos errores se puede permitir un asesino antes de ser descubierto? Uno habría bastado.
Dio un codazo al listón de madera torneada que sostenía el mueble, creando un efecto dominó entre los libros. ¿Quién demonios llamaba por quinta vez consecutiva?

El mal humor de Bancroft no era típico y mucho menos predecible. Se podía notar en la disminución de su velocidad al andar y la manera en que frotaba una contra otra las yemas de sus dedos índice y pulgar de la mano derecha. Eso era todo, algo que un ojo común no distinguiría. Sin embargo, cuando la llama de la rabia se encendía en esas pequeñas pinceladas externas, un volcán erosionaba las paredes de su pecho, calentándole el interior hasta llegar al cerebro. Ahí comenzaban a surgir las ideas descontroladas, algo que a Sebastian no le agradaba, pues prefería la premeditación fría y práctica.

Ya había pasado por esa etapa de rabia frugal que arrasaba con todo, y en más de una ocasión estuvo a punto de meterse en serios problemas. Por tal motivo dejó el desastre de libros esparcidos en el suelo y el teléfono sonando como si no hubiera mañana. Se dirigió a la cocina y calentó la estufa, necesitaba mantenerse sereno para todo lo que se avecinaba.
Cuando su celular dejó de sonar y en su lugar retumbó el antiguo tono del teléfono de la casa,
entonces se preocupó. No lo estaba llamando ninguna aseguradora, banco, ni vendedor, sino alguien que tenía sus dos números de contacto. Podía contar con los dedos de las manos quienes conocían ambos teléfonos.

«Camille», dijo para sí mismo, abandonado el agua que comenzaba a hervir. Levantó el aparato con manos desesperadas.

—Sí, soy Sebastian Bancroft, ¿con quién hablo?
Una voz desagradablemente familiar respondió del otro lado de la línea.

—Ni creas que insisto porque quiero que vengas. Camille recibió un disparo y no ha dejado de preguntar por ti. Hazme un favor, y no la vayas a hacer sufrir ahora, ¿quieres?

—Eres bastante grande para no saber qué le pasó al gato por curioso.

—¿Me amenazas, Bancroft?

—Dirección del hospital, Thompson.

Veinte minutos después, Sebastian atravesó la puerta de la sala de urgencias. Llevaba una mochila al hombro. Sus pisadas hicieron eco en el corredor vacío, amplio y algo opaco, tenía demasiado en común con una bóveda de cementerio, incluyendo la cercanía de la muerte. Distinguió a Gabriel pasos delante de él, con la cabeza apoyada sobre la pared, con su ridículo cabello rubio brillante y sentado mientras sus piernas se sacudían en pequeños tics nerviosos.

—Ya te puedes ir. Tengo todo lo que Camille necesita.
Gabriel se puso de pie haciendo su típico gesto de echarse el cabello hacia atrás. Retó su presencia parándosele de frente. Los ojos de ambos quedaban a la misma altura y de existir algún tipo de visibilidad en la energía, se les podría ver en una batalla silenciosa y chispeante.

La línea del placer [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora