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Salto de fe
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«El amor verdadero nace de los tiempos difíciles».
JOHN GREEN

17 de febrero de 2013


La orden había sido clara: no dejar el caso estancado. Y si bien Gálvez ponía todo su empeño, era difícil investigar más de lo mismo en un punto muerto, y ya había desobedecido las órdenes de Camille al salir a investigar a Sebastian, acto del que no se arrepentía. Todavía no encontraba las palabras que iba a decirle a la hija de su amigo cuando llegara de su viaje. Tampoco le había dicho nada al viejo Hampshire, no sabía cómo hacerlo o que decirle con exactitud. Si bien nada rezaba de que el novio de Camille era el aclamado asesino, sin dudas, no era una persona que se trajera algo bueno entre manos. «O tal vez es solo alguien que quiere escapar de su pasado», pensó Gálvez. ¿Pero qué era algo tan terrible para Sebastian Bancroft de lo que escapar? Sin dudas debería ser muy terrible para mentirle a todo el mundo.

La cabeza no había dejado de darle vueltas al tema desde que descubrió todo aquello, pero tenía que seguir la línea general de su trabajo. Había perdido un día completo de avances y tenían posibles asesinatos a futuro de los que ocuparse. En este momento tan crucial del caso, no podía permitirse el lujo de perder el tiempo con cosas que no fueran el caso, las víctimas, el asesino o todo lo relacionado con el asunto.

«Una vez que algo está escrito, debe necesariamente suceder».

Esas eran las palabras de la nota que robaría, una vez más, la vida de una mujer inocente. Y ni Gálvez ni Camille tenían idea de quién podría tratarse, o dónde encontrarla, volvían a encontrarse entre mitad y mitad de la nada misma. Sin hilos de los que tirar, sin nada que pudiera indicarles como avanzar.

Pasó horas sentado en silencio, leyendo el libro, nutriéndose de las letras, de las palabras, de esas oraciones pasadas de moda y un poco rebuscadas para entenderlas completamente. Aun así, nada. Apartó de un manotazo las decenas de hojas que reposaban en su escritorio, y observó con profundo recelo el libro de tapa roja. Acarició su cobertura, áspera al tacto y con relieve. Lo abrió justo en el índice, donde marcaba las páginas de comienzo de cada cuento.

¿Acaso la intención del asesino era la de seguir hasta completar todos los cuentos? Gálvez contempló la larga lista de historias. Recién había cinco víctimas y veintidós cuentos en total.

¿Diecisiete nuevas víctimas?

«No», se corrigió. «No cinco, seis». Recordó a Rebecca Miller, la viuda que no trajo consigo ningún anuncio de muerte. ¿En qué cuento encajaría ella? ¿Por qué no había tenido una nota? «Ella era el prólogo», reflexionó Gálvez. El anuncio. El primero de todos. El inicio perfecto. ¿Acaso era posible que sucedieran toda esa serie de asesinatos?

¿Lo era? Y en tal caso, ¿serían capaces de detenerlos a tiempo? El cuento del administrador, el cuento del molinero, el cuento del escudero... del terrateniente, doctor en medicina, el alguacil, el monje... Y podía seguir. Fuera así o no, tal vez deberían anticiparse a los hechos y comenzar a investigar el perfil de cada nueva víctima. Cuento por cuento, aunque no recibieran una nota. Aunque eso significaría mucha gente trabajando a la par. Todas las víctimas tenían una principal característica: su vocación. Por algún motivo, eso era lo que llamaba su atención.

Gálvez presionó sus sienes, que comenzaban a dolerle un poco. Había olvidado sus gafas en la mesa de noche y el esfuerzo comenzaba a pasarle factura.

Deseaba tener a su amigo a su lado, fumando de su cigarro en silencio, observando el mismo reloj que colgaba frente a él en ese momento. Gálvez en ese entonces estaría escribiendo en la desastrosa computadora de pantalla pequeña, tecleando con rapidez los datos necesarios para los informes, buscando información sobre lo que podía y arreglando turnos por teléfono. Los compañeros del departamento los comparaban con Poirot y Hastings, los personajes que daban vida a las detectivescas novelas de Agatha Christie. Y a decir verdad, su amigo no tenía nada que

La línea del placer [+18]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora