PARTE XXVII

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Todo quedó apagado. El mundo parecía parado, mientras el ardiente sol hacía chisporrotear la chatarra que la humanidad se había apresurado en crear, en apenas un suspiro del tiempo. Si fuéramos capaces de atravesar la deshecha atmósfera encontraríamos montones de pedazos de satélites carbonizados. Hasta el Hubble, orgullo de la ciencia, se había achicharrado y, su gran lente de vidrio puro, se había derretido y flotaba como una nebulosa alrededor del esqueleto de sus impulsores. La Tierra. La Tierra, no era ya un planeta azul, ni tan siquiera era ya el tercer planeta del sistema solar, porque Mercurio y Venus habían sido engullidos por las explosiones solares... No. Ya no, Ahora, sólo era un pedrusco requemado, dónde los océanos se habían convertido en géiseres de vapor de agua que habían aumentado el efecto invernadero de los cielos terrestres. La vida que quedaba en aquel caparazón ennegrecido era un capricho, una burla a la lógica de la muerte. La única posibilidad, en un entorno donde los rayos solares lo destruían todo, era la muerte.

Pero... ¿Existía Dios? Si, no. ¿Qué más daba? Si había un ser superior, desde luego, lo estaba pasando en grande con aquel espectáculo. Sobrevolando el martirizado suelo del planeta, todavía podíamos encontrar señales de la vida. Aunque debemos estar atentos porque la Tierra había cambiado su eje, así que no nos equivoquemos al tomar Londres por París. En la capital francesa todavía se levantaba aquel majestuoso reclamo del arte y la técnica del gran Eiffel, aunque, ahora, parece más un alambre delgado y retorcido que ya no señala al cielo. Las demás grandes urbes están marcadas por enormes manchas oscuras, sobre la ya ensombrecida superficie. Son los restos de las grandes deflagraciones que provocó el aumento brutal de la temperatura. Al comienzo de la crisis los depósitos y canalizaciones de petróleo, de gas, las gasolineras y hasta las bombonas de butano acabaron explotando. Enormes incendios que carbonizaron edificio tras edificio y, contra los que no se podía hacer nada. Nada, en un mundo donde el agua se había convertido en una especie en desaparición.

¡Qué dolor!, ¡qué terrible dolor! Ver morir aquel hermoso planeta florecido y anegado de mares, lagos y ríos. Que bella estampa de colorido y verde refulgente de plantas y árboles. Con ambiente cuajado de fragancias floreales y el trino de los pájaros y el corretear de los animales. ¿Por qué todo aquello? ¿Por qué acabar con todo? Igual, debían haber pensado los grandes dinosaurios en su extinción. Por lo menos ellos, tenían grandes osamentas que dejar como rastro de su hegemonía sobre el planeta pero… ¿Y la humanidad? Parecía evidente que lo único que podría dejar para el fututo, para un futuro demasiado escaso, era una triste y abandonada pelota negra.

Dejemos de sobrevolar la anaranjada atmósfera de la tierra. Sí, ya no era azul, hacia años que ya no lo era. Los humanos habían empezado aquel desaguisado, con su poco cuidado con el ozono pero el sol lo había concluido. Ahora el cielo del planeta era una cárcel para el calor residual de la superficie y un magnífico contenedor para gases tóxicos. Bajemos de nuevo a la tierra porque, si afinamos la vista, podemos ver un poco de movimiento sobre la superficie. ¿Qué puede ser? Ya no tenemos satélites espías así que, mejor que descendamos para planear sobre ese movimiento que nos llamó la atención. ¿Qué será?

Mario hizo un último esfuerzo y derribó la puerta de aquella casa. El dolor había pasado y eso le preocupaba más ¿Estaría muerto ya? No podía ser, todavía se movía así que volvió a agarrar el cuerpo de la chica y con su último aliento la empujó hacia la sombra del interior. Luego, cerró el portón y lo ajustó como pudo. 

Extraña enfermedadWhere stories live. Discover now