PARTE XXVIII

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Raúl despertó sobresaltado. No le gustaba dormirse sentado, aquella vez lo había hecho, después de pegarles una paliza a sus amigos y… Pensó un poco porque su mente estaba confusa.

—¿Qué coño? —Se agitó como un pez en el extremo del sedal— ¿Qué mierda es esta?

Su vista se fue aclarando lentamente. Le dolía mucho la cabeza, aunque eso no era extraño. Solía pasarle cada vez que liaba un pollo en condiciones, como lo había liado. Agitó la cabeza y la vista se fue enfocando, como en aquellas visitas al oculista y sus lentes de la caja.

—¿María? —Su pregunta golpeó las paredes de su escondrijo— ¿Pedro?

El silencio le devolvió la respuesta más certera a su incertidumbre. ¿Qué coño había pasado? Se había tirado a aquella puerca de Cara ratón, aunque no la había acabado. La muy puta estaba disfrutando de la jodienda y, eso, no estaba en los planes, no señor. Después le soltó un soplamocos apañado a María y le reventó los huevos a Pedrito que, seguro, –sonrió- debía estar teniéndolos en remojo.

—Eyyy!!!! Tíos —volvió a gritar— ¿Dónde coño estáis?

El silencio fue cubriendo su grito en espesas capas hasta que no quedo nada que oír. Volvió a centrarse. Tenía hambre, así que era hora de estirar los músculos. Se imagino que sus colegas lo habrían dejado durmiendo y estarían buscando papeo. ¿Si él? Todo era raro y, desde luego, su dolor de cabeza no ayudaba en nada. Por cierto… -¿Dónde coño estarían Cara ratón y el negrata?-. Acompañando a su voz buscó en el pasamano del metro y no encontró a aquel puto engendro. Ni tampoco estaba en el jergón la guarrona. ¿Se los habrían llevado María y Pedro? Podría ser pero era extraño. Aquellos dos no harían nada a sus espaldas.

—¿O sí? —Se preguntó y su tono tañía como una alarma.

No era la primera vez que le soltaba unos sopapos a los dos y, siempre, habían vuelto al redaño con ganas. ¿Habría acabado esto? No lo creía. Quizá María tenía los cojones suficientes pero, no veía a Pedro apoyándola. Siempre había sido un mierdecita que él había defendido desde infantil. No. Era imposible que se hubiera rebelado y tuviera las pelotas, lo suficientemente apretadas, como para hacerle frente. Pero, María. María era otra cosa. Tenía mogollón de mala leche. A veces, incluso a él le había sorprendido con la crueldad que trataba a los chicos y chicas del instituto. Era una cabrona pero estaba muy buena.

—¿María? —volvió a gritar pero nada le respondió—. Joder, al final, me voy a tener que mover.

Con gran esfuerzo intentó levantarse. Al moverse, la cabeza volvió a dolerle y un mareo intenso le nubló la vista. Su mente parecía que iba muy, pero que muy lenta.

—Ostías —abrió y cerró los ojos repetidamente— Parece que me he tomado un tripi con un ácido de droguería. Joder —resopló.

Poco a poco, el avión que había cogido acabó por aterrizar, así que se decidió por intentar levantarse de nuevo. Le costó mucho esfuerzo hasta que se dio cuenta de que no estaba utilizando las manos.

—Joder estoy tonto —se lamentó y ordenó a su cerebro que sus manos se movieran.

No fue inmediato pero, al cabo de un tiempo, volvió a tener sensación en los dedos. Los tenía acartonados. Como cuándo el joputa del dentista te metía la anestesia y se te ponía la boca como el culo de una vieja.

—Venga ánimo —su voluntad hizo que los dedos se movieran y, pronto, la mano comenzó a hacer acto de presencia—. Arriba amigas, suerte que no quiero hacerme una paja —su risa rebotó en la oscuridad hasta que se quebró.

—Joder estoy atado —los ojos se le salían de las cuencas— ¿Quién coño…

—Nosotros, cabronazo —la voz sarcástica de María retumbó en el espacio.

Raúl la miró. Estaba allí, altiva, buenorra como siempre y con un aire morboso que hizo que su amiguito de la entrepierna pegara un brinco. Detrás de ella estaba el caraculo de Pedro. Como se imaginaba, aquel no tenía ni los huevos de mirarle de frente.

—Vale os habéis encabronado —empezó risueño— Os pido perdón. Me he pasado —y en su interior ya se imaginaba partiéndole la nuez a aquel cabrón de Pedro—. De verdad, lo siento… Soltadme.

—No hay trato mamón —María se adelantó—. Se acabó lo que se daba.

—Vamos María lo lamento —intentó recomponer su cara más lastimera—. Lo siento de veras me he pasado. Me puse mogollón de subido con esa cabrona de ratona y se me fue la pinza… Por cierto, ¿Dónde están? CONTINÚA EN SIGUIENTE PÁGINA

—Ni puta idea —habló Pedro en voz baja.

—Ostias... ellos eran el papeo —Raúl se preocupó—. Tenemos que ir por ellos. No nos queda casi nada de chacina.

Bueno eso no es problema ahora —repuso ella.

—¿Cómo que no es problema? ¿Estás loca gilipollas? —nada más decirlo se arrepintió. No estaba en la mejor posición para dedicarles cumplidos a aquellos dos—. Perdona, estoy nervioso.

—Te vuelvo a decir que no es problema. Tenemos de sobra.

—¿De sobra? —Estaba confuso— ¿Cómo de sobra? ¿Habéis encontrado un almacén?

—Si —dijo Pedro.

—¿Dónde? —Raúl se relajó. Si había comida, tarde o temprano, le soltarían—. ¿Dónde lo habéis encontrado?

—Siempre ha estado aquí —cantó María.

—¿Aquí? En el puto metro —no comprendía nada. Llevaban meses allí y no habían encontrado nada.

—Bueno no exactamente en el metro, si no dentro de él —contestó María y se acercó a él.

La vio aproximarse y comenzó a temblar. Aquella hija puta lo iba a matar. Tenías los ovarios suficientes para hacerlo. Tenía que jugar alguna carta o sería carne ahumada en un par de horas.

—María, tía hemos sido novios un montón de tiempo, ¿Qué vas a hacer? —sus ojos no dejaban de mirar el cuchillo que ella llevaba en su mano izquierda. Ella le acarició la cara y se obligó a mirarla.

—¿A Hacer? —su voz sonaba dulce y, también, estaba aquella tierna caricia. Debía estar asustándole para que no la jodiera más—. Cielo, no vamos a hacer…. —durante un tiempo, que pareció una era geológica ella sostuvo sus palabras, luego continuó—… Ya lo hemos hecho, encanto.

Raúl creyó morirse. Siguió con la mirada la vista de María que se dirigía a sus piernas. Fue lento, despacio, como si el mundo se hubiera parado. Cuando ella dejó de mover la cabeza, él se obligó a mirar hacia abajo. Allí, justo debajo de sus rodillas, sus piernas habían sido cercenadas, con brutalidad. En el muñón sangrante sobresalía, como las astas solitarias de banderas, después del combate, los restos de sus tibias y peronés. En un fugaz instante, no supo si su alarido se debió más al terror de ver que aquellos dos cabrones se lo estaban comiendo vivo o, más bien, a lo extraño que era no sufrir ningún dolor.  

Extraña enfermedadOnde histórias criam vida. Descubra agora