PARTE XXXI

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—¿Cuánto duró Raúl? —pensó en silencio María—. Unas dos semanas. Si, seguramente. Ella le fue cortando trocitos y lo mantuvo vivo durante varios días, utilizando con maña, lo que había aprendido de torniquetes en las series de televisión. Lo hacía ella, porque Pedro era un buen tío y, en la cama, era mejor, pero no tenía lo que había que tener. Así, Raúl fue perdiendo la consciencia, que alternaba con gritos agónicos. Sus insultos se fueron haciendo más ininteligibles y, ella creyó que llegó un momento en que se le había ido la pinza. Los ojos del chaval se vaciaron. Ya no se quejaba estaba como ido, aunque ella seguía en sus trece de que él estaba escondido detrás de aquel velo de locura. Por eso, el día que termino de raspar lo que quedaba de su culo decidió acabarlo. Le agarró la cabeza con firmeza y puso el cuchillo, no sin antes, colocar un cuenco para recoger la sangre. Por un instante, a María le pareció que la mirada de Raúl le agradecía su gesto. Con decisión rasgó la piel y los tejidos blandos hasta llegar a las grandes venas. Luego, todo terminó. Todo pero todo. Ahora estaban otra vez sin carne y el hambre llamaba a la puerta. Se decidió.

—Pedro.

—Díme.

—Hay que ponerse las pilas. Hemos terminado la comida.

—¿Y qué hacemos?

—Joder —estalló—. Pues buscar que comer —reprimió el pensamiento de que con Raúl no tenía aquel problema de macho indeciso.

 —Pues como no busquemos al negrata y a la putita de su compi.

—Esos dos cabrones tienen que estar en la luna —vaciló—. Quizá tengas razón es lo único que se me ocurre. ¿Podrías encontrar su rastro?

—Humm, hace semanas pero, sea como sea, hay que buscarse la vida.

—Vale, entonces, ¿cómo lo hacemos?

—No sé —Pedro se sentía incómodo. No estaba acostumbrado a tomar decisiones si no, más bien, a obedecerlas y, todavía, tenía muy fresca la muerte de su querida Marta.

—Mierda Pedro estamos sin comida y tú estas en Babia. Espabila hombre.

—Bien la noche está al llegar, así que coge linternas y ese cuchillito que tienes. Tenemos que aprovechar la noche.

Ella se alegró. Parecía que Pedro había despertado. Tenía que ser paciente con él. No tenía experiencia en llevar su propia vida y, siempre, había estado a la espalda de Raúl. Y la paciencia merecía la pena. Toda aquella indecisión personal desaparecía en la cama. Allí era ducho, experimentado y sabía hacerla gozar de una forma que nadie había conseguido hacerlo. Además, desde que Marta la había cascado era todo para ella y, —¡coño! Se había notado. Se hizo con lo que le había dicho y lo siguió con aire manso. Era una postura desde luego. Ella sabía que lo tenía agarrado por los huevos y, si alguna vez, se lo tenía que comer iba a echar de menos aquella tremenda polla juguetona que se le bamboleaba al final de la ingle.

—¿Por dónde empezamos?

—Pues María fíjate por el suelo. Tenemos que encontrar algún rastro.

Se concentraron en revisar los alrededores de la boca del metro. Ellos no habían salido en todo aquel tiempo desde que sus prisioneros escaparan. Así que la lógica indicaba que de haber alguna huella debía ser de ellos. Y, si no lo era, y era de algún otro cuerpo también acabaría en sus estómagos.

—¿Algo como esto?

—A ver —Pedro se agachó sobre lo que señalaba.

—Ajá. Parece una señal de arrastre.

—¿Arrastre?

—Si. Como si hubieran cargado con alguien que hubiera arrastrado los pies.

—Siempre pensé que se habían chamuscado —el tono de María era de decepción.

—Parece probable. Debieron escapar con el sol dando caña y, de eso, no se escapa ni Cristo.

—Busquemos de todas formas. Si encontramos algún bicho nos lo comemos.

Él asintió en silencio y siguió con seguridad aquellas marcas en el ceniciento suelo. Lo más seguro es que al final del rastro encontrara un montón de carne quemada envuelta en harapos pero las punzadas de su estómago le hacían conservar esperanzas de que estuvieran moribundos en algún rincón.

El sonido seguía sin progresar en aquel mundo muerto. Por eso Pedro se detuvo y escuchó todo a su alrededor. María la miró extrañada pero enseguida contuvo la respiración, entendiendo su maniobra. Los dos cerraron los ojos y, poco a poco, el mundo les devolvió el ruido de su existencia. Apenas algún murmullo apagado provocado por la brisa recalentada y los silbidos de los metales al enfriarse. CONTINÚA PRÓXIMA PÁGINA

— ¿Nada?

—Nada confirmo ella.

Siguió andando. Las marcas eran cada vez más amplias y se enorgulleció al poder detectar dónde la pareja de huidos habían caído en su loca carrera por la vida. En esas marcas podías vislumbrar como la ceniza había sido removida en una amplia zona. Era una buena noticia. Por lo menos uno de ellos estaba casi muerto.

—Menos trabajo para mi cuchillo —masculló, al tiempo que le hacía señas a María que no le hiciera caso y comentó—. Sólo hablo solo.

Cada vez estaba más seguro que aquellos dos desgraciados se habían escondido en aquella casa desvencijada. Parecía lo más lógico porque era la que estaba más cerca de su guarida. Conocía el edificio. Él y sus amigos lo habían explorado un millón de veces. Por eso le preocupaba la angosta escalera que accedía al segundo piso. Si el mierdoso del negrata le plantaba cojones sería muy difícil que María y él pudieran subir. Eso por no hablar de la puta pistola que tenía la cara ratón. Si estaba en su poder se podían dar por finiquitados. Más valdría que la hubieran perdido.

—Estos cabrones están ahí dentro —ella asintió—. Si nos esperan va a ser jodido ¿sabes?

—Lo jodido es el hambre que tengo.

—Bueno pues hay que echarle huevos. Nada más tire la puerta hay que subir perdiendo el culo y echarnos encima de ellos. Como la otra vez.

—Sólo que la última vez estaba Raúl que era capaz de romperles el culo de una patada.

—No le valió de mucho eso al pobre contigo.

—Que cabrón —se quejó ella. Mezcla enfadada, mezcla divertida—. Lo hice por ti cariño.

Él no la hizo mucho caso y despreció el beso que ella le tiraba con las manos. Lo de Raúl había sido muy fuerte. Si había sido capaz de comerse vivo a su novio… ¿qué podía esperar él que solo le calentaba el coño de vez en cuándo? La muy puta era un peligro y debía decidir que hacer en el futuro. Si esperaba mucho sería ella la que daría el primer paso y, entonces, él estaría jodido de verdad. La verdad prefería matarse a pajas que encontrarse un día con la barriga abierta y cara de estúpido mientras María le miraba con aires de exquisita cocinera. Debía hacer algo pero, ahora, tenía que coger a aquellos dos y contentarla hasta encontrar su momento adecuado. Estaban junto a la puerta, la miró y le susurró:

—Preparada.

Extraña enfermedadWhere stories live. Discover now