PARTE XXX

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La noche estaba llegando y Mario estaba cada vez más nervioso. Notaba la cercanía del ocaso porque la bofetada cálida, que subía por el hueco de la escalera, parecía disminuir. Respiró un poco aquella calima agobiante que suponía el aire recalentado durante horas. Después se decidió a bajar. Se negaba a que lo volvieran a pillar aquellos cabrones con los pantalones bajados. Aquella vez lo cogerían prevenido

—Joder que mal rollo —comentó.

—ayyy

El lamento que provenía de la planta alta lo pilló por sorpresa. Pego un respingo y subió corriendo los escalones desgastados cuidando de no ensartarse con la empalizada de estacas que, tan cuidadosamente, había preparado. Apenas en unos instantes, sus enfermos ojos se acostumbraron a la penumbra de la estancia. Era Susana. Estaba medio incorporada sobre sus codos y le miraba con ojos que ya no podían ver.

—Cielo, tranquila —se acercó a ella.

—¿Mario?

—Si cielo —la tranquilizó—. Debes descansar.

—Mario me muero —Lloró sin lágrimas.

—¿Qué coño dices? —espetó disgustado—. Sólo estás agotada. Descansa.

Ella sonrió con una mueca desagradable en una boca en que los labios se habían derretido y formaban un agujero horrible.

—¿Tú crees que si no supiera que la estoy cascando habría sobrevivido todo este tiempo? —siguió enfadada—. Joder, no soy tonta. Me muero y huelo…

—¿Qué hueles? —preguntó sorprendido.

—Si huelo —su voz se quebró—. Estoy quemada huelo a achicharrado como una puta tostada…

—No es cierto –él le acarició el poco pelo que le había quedado a la muchacha—. Es el puto sol.

—El sol no, joder –protestó débilmente—. Soy yo.

—Mira el sol está cayendo y tenemos que prepararnos —intentó cambiar de tema—. Esos cabrones vendrán por nosotros.

—Yo ya no estaré —resistía.

—Estarás porque yo voy a joderlos tal como entren por la puta escalera.

—Tendríamos que haber hablado en el cole y en el insti –su voz sonaba adormilada.

—Si tienes razón. Pero, no te preocupes, en cuánto me encargue de Raúl y los otros nos iremos de aquí. Buscaremos un lugar…

—Eres un tonto —le interrumpió—. Pero un tonto encantador.

—Déjalo ya —notó que se sonrojaba.

—Te lo digo en serio —se calló unos segundos como si pensara mucho lo que iba a decirle—. ¿Sabes? Después de unos días de estar contigo pensé en hacerte el amor. Si. Pensé en entregarte todo mi ser. Creí que eras un buen chico. Pero ese cabrón de Raúl y ahora…

Mario sintió un pellizco en el alma. Aquella chica había sido la segunda persona en su vida que había demostrado cariño sincero por él. —Ohh, mamá, si pudieras verlo ahora te encantaría Susana —pensó—. La miró con ternura, aunque le costó. Su rostro desfigurado era horrible. Sin embargo, detrás de aquella carne tumefacta estaba Susana. La misma que le había salvado el pellejo y que acababa de confesarle su cariño. Aguantó el dolor y la sensación incómoda de su estómago y se inclinó sobre ella.

—¿Qué hac…—ella calló al sentir sus labios sobre los que, horas antes, eran suyos.

Mario sintió que el asco fue desapareciendo y, en su lugar, una sensación nueva lo iba desalojando. Mientras la besaba, se obligó a no cerrar los ojos. Allí, detrás de aquella máscara estaba Susana, su Susana. Jugó con la cicatriz de su boca y, venciendo la aprensión, deslizó suavemente su lengua. Notó como ella se envaraba al notarla. Sólo fue un instante. Justo después movió la suya con timidez. Exploraban unas sensaciones nuevas que ninguno había tenido antes. Después de un milenio Mario se separó porque tenía que respirar. Hasta se había olvidado de hacerlo. Los ojos de ella le miraban con desesperación.

—Te quiero –musitó él en un murmullo.

—Te amo —suspiró— y, por eso, me duele más morirme.

—No te mueres. Te curaré. Te lo juro por Snoopy.

Ella sonrió sin ganas su gracia. Y lo miro con fijeza.

—¿De verdad me quieres?

—Si —dudó— creo que si.

—Yo si te quiero. Y, no te lo digo porque me voy en sólo un ratito. Te lo digo porque lo siento. Nunca he tenido cariño. Mis padres la cagaron en la boda y, luego, la terminaron de joder al nacer yo. Ja. —se carcajeó—. Dicen que los niños unen. Y, una mierda. CONTINUA EN PRÓXIMA PÁGINA.

—Yo no conocí a mi padre…

—Lo sé pero tu madre lo llenaba todo ¿Verdad? —él asintió en silencio—. Los míos no paraban de discutir. Su vida era una mierda y, al nacer yo, con este careto, la fastidié. No duraron juntos ni dos meses…

—Vamos calla un ratito —la interrumpió porque ella parecía exhausta y sin aliento—. Pareces un lorito —sonrió.

—Eres un cabrón —ella no parecía enfadada.

—Calla…

Un silbido paró el corazón de Mario. Era un ruido al que se había acostumbrado. Procedía del metal hirviente de la ciudad derruida que comenzaba a enfriarse. La noche había llegado y él estaba pelando la pava.

—Joder Susi, ya es de noche, tengo que vigilar la puerta —Ella le agarró con debilidad y él se soltó con ternura—.

Bajo corriendo las escaleras apretando con fuerza una cuchilla afilada. Si, antes, estaba decidido a joder al que fuera que asomara las narices por allí, ahora, no iba a dejar bicho viviente. Entreabrió la puerta, que crujió como las mismas verjas del infierno, y enfocó su vista hacia la boca del metro. Allí, desde sus profundidades, nació un alarido bestial.

—Pronto comenzará la fiesta —se dijo. 

Extraña enfermedadWhere stories live. Discover now