PARTE XXI

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Mario los vio desde su escondite. María y sus compañeros comenzaron a buscar por el suelo. Sabía que estaban buscando sus huellas y no tardarían mucho. La superficie del terreno estaba ennegrecida y estaba cubierta por una capa de ceniza grisácea en la que los rastros eran fácilmente reconocibles. La cosa se estaba poniendo muy chunga. Piensa Mario, piensa. La chica debía haberlo reconocido y, por eso, ya debían saber que perseguían a un buen chaval que nunca se había destacado por ser fuerte o por defenderse de forma convincente.

—Aquí —el grito de Pedro llegó de forma nítida le llegó en la distancia.

María y Raúl se acercaron a su amigo que estaba en cuclillas y señalaba al suelo. Después de un segundo, la mano de Pedro comenzó a levantarse, sin dejar de apuntar con su índice. Las cabezas de los tres muchachos también se levantaron, como hipnotizados por el dedo. Al final, la mano se detuvo. Mario tragó saliva, porque el brazo extendido de Pedro señalaba directamente hacia donde él se escondía. Estaba perdido. Tras un instante, los tres comenzaron a correr.

—Me cago en la puta —Mario pegó un brinco. Y aquel movimiento le hizo rasgarse con un trozo de hierro que le abrió un surco rojo en uno de sus negros brazos—. Tengo que correr, joder.

Comenzó a huir. No sabía muy bien dónde meterse. Pero sus pies le respondieron bastante bien. Debía poner distancia con aquellos tres salvajes pero él nunca se había caracterizado por ser un gran deportista. Miró al cielo. Quedaba poco tiempo para el amanecer.

—Mierda. Puto sol —gritó con angustia—. Hoy que te necesito no sales.

Era su única posibilidad. Mantenerse vivo el tiempo suficiente para que sus perseguidores comenzaran a notar el calor del sol y volvieran a esconderse. El sol, ¡qué paradoja!, hoy te quemo y, mañana, te salvo el pellejo. Desde atrás le llegaron los ruidos de María y sus amigos.

—Ahí está el negrata —La voz agria de Raúl parecía estar a su lado. Apretó las nalgas y subió el ritmo de sus piernas.

—No corras cabrón sólo te vamos a visitar por dentro —Pedro gritaba y la voz se le quebraba por el esfuerzo de la carrera—. Párate.

—Estaba perdido... Mierda –pensó y la palabra se convirtió en un letrero luminoso en su mente. No iba a conseguirlo. Miró por encima del hombre y vio, horrorizado, como Raúl estaba apenas a unos metros detrás de él. El corpachón del robusto chico tapaba a Pedro y a María, aunque Mario era consciente de que estaban justo a su espalda.

—Puto negro te voy a cortar los huevos —aquel cabrón de Raúl no parecía cansarse.

—Dejadme joder —Mario estaba aterrado y escupió las palabras—. Esa chica estaba así cuando la encontré.

—Y, una mierda —Pedro masculló las palabras—. Te divertiste con ella antes de matarla.

Ostias si supiera la verdad aquel chaval lo iba a filetear. Ahhh, no, coño, eso ya lo iba a hacer. Pues entonces no sé que iba a….

—Dios —el cuerpo de Mario rodó por el suelo y un sin fin de agujas pequeñas se le clavaron. Al final de su pierna, su tobillo, lastimado por la patada que Raúl le había lanzado, pedía a gritos que lo acariciara—. Dejadme en paz.

—Si te vamos a dejar… —Raúl se agachó y se apoyó en sus muslos resopló y continuó— en cuánto te cortemos las pelotas.

Detrás de él aparecieron, primero, Pedro y, luego, María. Ambos llegaban ahogados y extenuados por el esfuerzo pero su mirada reflejaba un odio profundo.

—Hijo puta —Pedro recobró el resuello— ¿Por qué coño la has matado?

—Yo no la he matado —su voz sonaba desesperada—. La encontré bocabajo en un gran charco de sangre.

—Y una mierda —María le pegó una patada en su tobillo dolorido—. Ella no estaba muerta. La has matado tú.

—Que no.  Os lo juro —les miró consecutivamente—. Estaba muerta cuando la encontré..

—Entonces, ¿Por qué coño la has escondido? —María se sorprendió al oír a Raúl soltar aquella observación. Pensaba de él que era una buena verga enganchada a un cuerpazo o, por lo menos, lo era porque últimamente estaba la mar de flojito. En aquel cuerpazo, la cabeza de Raúl sólo servía para darle gusto con la lengua a su pipita. Agitó la cabeza y volvió a hablar.

—Habla cabrón explícate.

—Yo pensé que os imaginaríais que la había matado y me cague. Por eso la escondí —respondió Mario pero lo hizo con un tono nada convincente. CONTINUA EN LA SIGUIENTE PÁGINA

—¿Nos hás estado vigilando? —repuso Pedro.

—Os vi ayer, no sé nada de vosotros, de verdad —de nuevo su voz sonó a desesperación.

—Bueno dejaros de largar —Raúl sacó el enorme machete de su vaina y el chirrido heló la sangre de Mario—. Vamos a pegarnos un aperitivo antes de que el sol nos achicharre..

—Mamá —se le escapó.

—Pues no te jode el negrata llamando a mamá —Raúl se carcajeó y se acercó con el machete apuntando el pecho de su víctima. Detrás de él resonó la voz de Pedro.

—Yo mismo me comeré tus huevos —Raúl soltó una última risotada y levantó el cuchillo sobre su cabeza.

—Hacedlo rápido —Mario se sorprendió a si mismo por lo que había dicho. En aquel momento sentía que, después de tantos meses, una paz interior sorprendente le colmaba. Añoraba a su madre, recordaba con melancolía aquel tiempo en su casa. Entre sus paredes, seguro y con olor a compota de manzana, que fluía desde la cocina. Sí estaba preparado para marchar en busca de su madre—. Hijos de puta. Sólo espero que os atragantéis con mi carne. Joderos.

—Vaya, a las últimas, nos ponemos gallito —Raúl sonrió y levantó más sus brazos. Estaba acostumbrado a matar a sus víctimas con un fuerte golpe en el cuello. En sus fantasías soñaba con que, alguna vez, sería capaz de cortar una cabeza de un solo golpe. A lo mejor esta sería la vez. Volvió a hablar a aquel piltrafa negrata—. Manda recuerdos a tu puta madre.

Extraña enfermedadWhere stories live. Discover now