Capítulo II La Primera Sonrisa Que Fue Mía

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Decidí quedarme, pero no lo hice por Maurice; en ese momento él no era tan importante como llegó a serlo años después, apenas representaba una interesante incógnita en mi cabeza. Mi curiosidad insaciable y mi inclinación por la comodidad fueron el verdadero motivo por el que decidí soportar la molesta situación en la que me había colocado el marqués.

En los días que siguieron se mantuvo la rutina de Raffaele alardeando y yo reduciéndome a una sombra. Esto tenía sus ventajas: al ser una sombra puedes observar con plena libertad todos los recovecos del lugar y descubrir los detalles menos brillantes de la familia.

Por supuesto que esto revela cierta mezquindad en mi espíritu, puedo excusarme declarando que en ese tiempo yo no tenía vida propia. Toda mi existencia se reducía a beber las vidas de los demás, juzgándolos como quien cata el vino, comparándolos conmigo mismo, o con la imagen del perfecto abate que había creado en mi cabeza. Ni siquiera me conocía, era lo que otros decían y pensaban de mí, y buscaba a toda costa alabanzas satisfaciendo las expectativas ajenas... sin duda, tenía mucha semejanza con una sombra.

Tú, mi querido Maurice, no te mostraste incomodo con mi presencia: cuando me dirigías la palabra, evitabas hablar de teología o política, temas en los que obviamente íbamos a discrepar, llegando a ser tan amable que me desconcertaste por completo. Todos esperábamos verte desplegar tu talento para el debate, pero eludiste hábilmente cada ocasión que tu padre procuró para enfrentarnos.

Hoy me pregunto si tu comportamiento se debió a una estrategia sugerida por los jesuitas, con los que mantenías correspondencia en secreto, o si fue porque desperté tu simpatía. Espero que se debiera a lo segundo, no quiero pensar que debo agradecerle a esos hombres el buen comienzo de nuestra relación.

—¿Qué opina usted, Monsieur? ¿Cree que Maurice abandonó la idea de volver al noviciado? — me preguntó el marqués al cabo de unos días.

—No sé qué pensar, su hijo es un verdadero misterio. Cualquiera diría que no tiene nada que ver con la Compañía de Jesús.

—A mí no me engaña, algo planea. A él hay que temerle más cuando está tranquilo...

—Pero si continúa provocándolo puede que intente escapar otra vez.

—¡Pues que lo haga! ¡Me desespera tanta paz! Siento que estoy sentado sobre un barril de pólvora que va a explotar cuando menos lo espere... ¡Prefiero encender yo mismo la mecha!

Me preocupó verlo marchar a París con semejante disposición. Cuando volvió dos días después, anunciando que había invitado a todos sus amigos a una jornada de cacería, me tranquilicé pensando que sólo estaba aburrido de la vida en el campo y quería divertirse.

Maurice no se inmutó cuando escuchó la noticia. Su primo apoyó entusiasmado la iniciativa y ayudó a preparar todo. En cuanto al hermano mayor: aceptó para complacer a su esposa, Adeline, a quien el estilo de vida austero de Joseph impedía socializar tanto como deseaba.

El día pautado la villa se llenó de distinguidos invitados. No tuve duda de la buena posición que gozaba el Marqués de Gaucourt cuando vi llegar a algunos de los más poderosos inquilinos de Versalles, como la amante del rey, Madame de Pompadour (1). Me felicité por haberme quedado en la villa: aquella velada prometía ser una excelente oportunidad para destacar con mi ingenio.

A manera de bienvenida, se celebró un gran banquete y un baile la primera noche; fue la oportunidad perfecta para mezclarme entre los convidados No todos pertenecían a la alta nobleza, había parlamentarios, ricos burgueses, filósofos ilustrados y algunos artistas, como pintores o cantantes de ópera, que estaban en boca de todos por esos días. El marqués Théophane de Gaucourt no hacía distinciones por linaje; bastaba con tener poder, fama o riqueza y, si tenías las tres, podías considerarte más que bienvenido.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora