Capítulo XII El Fin de la Ceguera -Parte II-

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— ¿Qué te ocurre Vassili? —dijo mi amigo saliendo del agua. Su  oportuna pregunta me sorprendió y retrocedí unos pasos—. ¿Vas a quedarte ahí parado todo el día?

Le vi ante mí completamente desnudo, empapado, con hilos de agua cayendo de sus rojos mechones. Su cuerpo no era el de un enclenque, como había sugerido Raffaele al llamarle “flacucho”. Era delgado y fibroso, con piernas fuertes, brazos torneados y un abdomen que carecía de flacidez. No había duda de que, aunque de corta estatura, Maurice era un hombre capaz de soportar la dureza de la misión en el Paraguay. Al contrario de muchos nobles que se entregaban al ocio, mi amigo siempre había sido muy diligente y se había ejercitado en la equitación, la esgrima y la cacería desde niño.  Para mí era perfecto, hermoso, inmaculado y tentador. Sobre todo esto último.

Como insistía en su interrogatorio, tuve que dejar a regañadientes mi contemplación para encontrar una respuesta que me librara de mostrar lo que su desnudez provocaba en mi entrepierna.

—No sé nadar muy bien, prefiero quedarme aquí y disfrutar del paisaje. —Me esforcé para no quedarme mirando fijamente su virilidad. Él ni siquiera se inmutó por estar ante mi tal y como Dios lo trajo al mundo.

— ¡Qué tontería! Cerca de la orilla el lago no es tan profundo. Incluso puedo enseñarse a nadar, sé hacerlo perfectamente.

Seguí inventando malas excusas y él terminó mirándome con sospecha.

— ¿Es porque no quieres desnudarte? —Enrojecí hasta la raíz del cabello—. ¡Ah! Debí suponerlo: Monsieur jansenista tiene la cabeza llena de telarañas. Seguramente eras de esos sacerdotes que no se atreven a mirarse desnudos en el espejo. —Se burló de tal manera que llegué a pensar que en el fondo compartía el horrendo sentido del humor de Raffaele.

Por supuesto que tenía razón sobre mi educación jansenista. Me habían formado con toda clase de prejuicios sobre la carne. Consideraba  mi cuerpo una fuente de tentaciones que había que mortificar para evitar la concupiscencia. Las sensaciones que surgían de la nada eran insinuaciones del diablo.

Desde mi adolescencia solía disciplinarme a latigazos cuando tenía ciertos sueños embarazosos, y usaba un cilicio para mortificar y dominar mi cuerpo. Estas prácticas resultaban simples incomodidades que aceptaba gustoso para librarme de mis escrúpulos. También hacían que me sintiera orgulloso de mí mismo y moralmente superior a los demás, a todos esos pobres pecadores que vivían empantanados en un mundo lleno de lujuria y perdición.

Ese era yo antes de que muriera mi madre y descubriera mi verdadero rostro: un hipócrita que no amaba nadie más que a sí mismo. Incluso mi relación con Dios era falsa pues le temía y le utilizaba, sin ningún sentimiento filial hacia él. ¿Y Jesucristo? Era mi torturador, aquel que había venido a marcarnos la senda de la Cruz como única salvación.

Mi fe y la de Maurice eran diferentes desde antes de que yo perdiera la mía. Yo era el obrero asalariado que soportaba los trabajos de este mundo por una recompensa eterna; mi amigo era el hijo que disfrutaba vivir y trabajar en la viña de su padre sólo porque le amaba y se sentía amado.  De ahí que no tuviera ningún temor hacia la concupiscencia y estuviera desnudo ante mí sin ningún tabú.

¿O era acaso que no era capaz de sentir nada de lo que yo estaba sintiendo? ¿Lo suyo era inocencia o indiferencia? Si me desnudaba ante él ¿se sentiría turbado, atraído o incomodo? Ya me había cambiado de ropa en su presencia y no mostró ninguna reacción. Pronto esta situación iba a ser un verdadero tormento, esa mirada limpia que posaba siempre sobre mí me iba a resultar insoportable, porque anhelaba ser deseado con la misma intensidad con que yo le deseaba a él.

— ¡Que tonto eres Vassili! ¿Piensas que exponerte  al sol es pecado?

—No se trata de eso, me importa poco la religión ahora.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora