Capítulo IV Siendo Recreado Por Ti

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Después que Maurice partió, mi vida continuó sin otra novedad que la amistad con su familia. Visitaba a los Gaucourt con frecuencia, procurando animar al marqués. Ellos me profesaban una gran estima y respeto, sobre todo madame Adeline, la esposa de Joseph, quien pidió que me convirtiera en su director espiritual.

Tenía altas expectativas acerca de mi futuro: mi tío, el obispo André Du Croisés, empezaba a encumbrarse hacia el cardenalato, lo que podía traducirse en excelentes oportunidades para mí. Se podía decir que mi vida era perfecta... hasta que mi madre murió.

Si alguien llega a leer estas líneas, seguramente me compadecerá. La muerte de un familiar es un doloroso trance y se supone que la propia madre es invaluable, sin embargo, la muerte de aquella mujer no significó para mí la pérdida de un ser amado, sino la constatación de la absoluta ausencia de amor en mi existencia.

Mi madre murió, pero... ¿quién era mi madre?

Ante su cadáver caí en la cuenta de que no había entre ella y yo más vínculo que el de haberme dado a luz. Ni siquiera fui capaz de evocar algún momento entrañable entre nosotros, vivíamos distanciados a pesar de compartir el mismo techo.

Ella era una pieza más de las muchas que conformaban la escenografía que me rodeaba, y las escenografías siempre son representaciones falsas. Igual ocurría con mi padre, mi hermano mayor y mis dos hermanas menores: lo único que me unía a ellos era mi apego por mi nombre y fortuna.

Durante el funeral me obligué a representar mi papel como un digno miembro de mi noble familia, reprimiendo la impresión de estar fuera de lugar y sin conseguir derramar una sola lágrima. El único sentimiento que me invadió fue el estupor ante mi propia indiferencia por quien debió significar algo en mi vida.

Este acontecimiento despertó en mí una especie de vértigo. No es posible describirlo de otra forma: tenía la sensación de haberme asomado a un precipicio. Todo lo que hasta ese momento me importaba, perdió sentido; la misma religión se quedó vacía y me convertí en la encarnación del absurdo.

Intenté seguir con mi rutina tratando de no prestar atención a lo que sentía; no lo conseguí. El vacío me absorbió y comencé a experimentar una agonía.

—No existo para nadie, nadie existe para mí... —estas palabras resonaban en mi corazón como una sinfonía sofocante.

No puedo describir lo que viví durante los años que siguieron, la realidad ante mis ojos era abrumadora y sentía tal terror al abismo que se abría ante mí, que quise terminar con todo. Dejé mi destacado puesto en el palacio episcopal y, con la excusa de necesitar descansar, pedí a mi padre que me entregara una villa que poseíamos lejos de París, herencia de mis abuelos maternos. Ahí me sepulté a mí mismo.

Aquel retiro voluntario no bastó, deseaba acabar literalmente con mi vida; la idea venía a mi mente a cada momento, pero no era capaz de dar ese paso liberador. ¿Miedo a la muerte? ¿Al infierno? ¿A lo desconocido? No sabía qué estaba sintiendo. Solo tenía una cosa clara: existir era una carga pesada, insoportable y absurda.

Afortunadamente, o quizá todo lo contrario, depende de cómo lo mire, encontré una medicina capaz de reducir el dolor y liberarme del vértigo que me provocaba el sin sentido: el alcohol. Constaté que la única manera de combatir la agonía era evitar estar sobrio.

Bebía como si en cada copa estuviera la cura de mi gran pena. Al no ser capaz de terminar con mi existencia en un único arrebato, fui asesinándome poco a poco durante años, hasta hacer de mí mismo un ser sin dignidad ni voluntad.

En medio de ese declive por el que me precipité, apareciste tú, Maurice: inesperado, providencial y auténtico, siendo todo lo que eres y siempre serás. Igual que un deslumbrante sol que destierra las sombras y el frío, anunciando el principio donde se evidenciaba un final.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora