Capitulo VIII Forjando Lazos

5.5K 410 200
                                    

La despedida de Adeline resultó más fácil de lo que esperaba. En aquel momento, no teníamos tiempo para pensar en nuestra propia situación. Ella estaba consciente de la imperiosa necesidad de alejar a Virginie y a Maurice, porque la joven se había arrojado en sus brazos como mi amigo lo hizo en los míos; y, ahora, lo más importante era parar su llanto y detener el desastre.

Una carta breve pero hábil justificaría nuestra ausencia ante Théophane y Joseph. Esperábamos que no nos forzaran a volver; y, en caso de que lo hicieran, Adeline se encargaría de decir dos palabras a su esposo sobre la situación de Maurice y Virginie para obtener su apoyo.

Y así fue. Cuando regresaron una semana después, Joseph ayudó a convencer a su padre de que lo mejor para Maurice era quedarse en París, porque así podría entretenerse y no pensaría tanto en el Paraguay. Le hizo creer que estar en medio del campo le traía constantemente a la memoria su añorada selva guaraní; ante este argumento, el Marqués se limitó a quejarse de que no se lo hubiera advertido antes.

En la ciudad, Maurice consiguió paz. Lo primero que hizo, una vez que estuvimos instalados en la mansión de su padre, fue desaparecer unas horas; sin duda, para rendirle cuentas a algún confesor, pues al regreso parecía haber dejado atrás su angustia y remordimientos. No quise preguntarle nada porque todo lo que hacía referencia a mi antigua vida de sacerdote me causaba desasosiego.

Así, comenzaron días apacibles. Maurice daba la impresión de haber olvidado a Virginie, llegué a la conclusión de que aquello había sido un asunto pasajero; tiempo después, lamentaría haber sido tan optimista.  Lo cierto es que dejamos atrás el incómodo episodio y nos concentramos  en aprovechar el tiempo que nos sobraba como nunca.

Nos dedicamos a cabalgar, a leer y a sostener interesantes debates en los que Maurice esgrimía argumentos que oscilaban de lo polémico a lo herético con temeridad. También disfrutamos de la música, gracias a que él era un virtuoso con el Violín, se desenvolvía decentemente con el piano y poseía una hermosa voz que había cultivado con cuidado. Según me contó, en el Paraguay había sacado buen provecho de estos talentos gracias a que los Guaraníes amaban la música.

A medida que los días se transformaban en semanas, fui percatándome de que una tormenta se estaba gestando en mi interior. Vivir en París me indujo a pensar que el tiempo que había disfrutado con Maurice y su familia; y el que ahora gozaba sólo con él era un efímero privilegio. No podía evitar temer que, tarde o temprano, tendría que asumir mis obligaciones como Abate, este era el destino que mi familia había señalado para mí.

Decidí hablar sobre esto con Maurice. No podía seguir ocultando mi angustia; sobre todo, ante alguien que parecía tenerme como el objeto de todas sus atenciones. Le invité a mi habitación y allí, sentados uno frente al otro, le abrí mi corazón. Debo confesar que sentía miedo al hacerlo; no podía dejar de pensar en que él estaba en una situación contraria a la mía, porque quería seguir siendo Jesuita. Temía que me dijera que debía volver a vestir mis negras ropas y regresar al redil del Señor.

Él me sorprendió tomando otro camino, me interrogó exhaustivamente sobre lo que sentía cada vez que me imaginaba viviendo de nuevo como sacerdote.

—Me siento desesperado, como si no pudiera respirar. Es algo más que repugnancia, es angustia... Maurice no puedo volver a vivir de esa forma. Ya no le encuentro sentido. No sé qué hacer... ¡Me voy a volver loco si me obligan a regresar!

—¿Por qué te ordenaste?

—Porque así lo determinó mi familia, yo debía seguir los pasos de mi tío, llegar a ser Obispo y, luego, Cardenal. Asumí todo sin cuestionar nada, no sabía nada de la vida ni de mí mismo; cuando vino la tormenta, descubrí que mi vida estaba construida sobre arena...

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora