Capítulo XXVI Elegir es Renunciar. Parte I

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El dolor fue algo inaudito. A pesar de los años, puedo rememorar perfectamente el infierno en el que quedé atrapado. Ese sufrimiento que no menguaba en ningún momento, que se fundía con el remordimiento por haber roto el corazón de Maurice, y me condenaba a pensamientos suicidas al anular toda esperanza y cordura... ¡Jamás lo olvidaré!

En mi mente aparecía constantemente el rostro afligido de mi amado. Me atormentaba más que las quemaduras. No hacía otra cosa que suplicar su perdón y maldecirme a mí mismo. Sin duda durante esos días conocí la locura.

Mis manos... ¡Ni siquiera podía verlas sin gritar horrorizado! ¡¿Qué me había hecho a mí mismo?! Todos se movían a mi alrededor, me sostenían y llevaban de un lado a otro, llorando desesperados. ¡Cuánto hice sufrir a mi pobre familia! Espero que algún día me perdonen.

Los médicos que me atendieron eran muy reconocidos. Seguramente hacían un buen trabajo aliviando la gota de todos los nobles de París, pero todo indicó que no tenían la menor idea de cómo tratar quemaduras tan graves como las mías.

Uno de ellos me reventó las enormes ampollas que se formaron y vendó mis manos haciendo más intenso el dolor. Al día siguiente, al querer cambiar los vendajes, quedó en evidencia su ineptitud, la carne estaba adherida a la tela. Sufrí una tortura espantosa con su tratamiento. Volvió a vendarme y durante varios días tuve que soportar que mis heridas fueran abiertas sin piedad una y otra vez. Al fin Didier se hizo cargo de la situación y despidió al maldito imbécil antes de que me mandara al otro mundo.

El siguiente médico tampoco acertó. Gracias a sus cuidados, mis heridas comenzaron a supurar, la carne apestaba y el dolor me mantenía en una vigilia enloquecedora o una inconsciencia agitada. Pronto junto a la fiebre se presentó el delirio.

En aquel mar de sueños brumosos, vi a Maurice a mi lado jurando que me pondría bien, discutiendo con mi padre con la furia de un león rojo. Recuerdo mi propia voz llamándole desesperado y suplicando que me perdonara. El dolor de su ausencia, de las lágrimas que su corazón roto derramó por mi culpa, era mayor que el de mis manos destrozadas.

De repente mi sufrimiento disminuyó. Pude dormir, comer y la lucidez empezó a brillar. Reconocí a los doctores que me atendían, eran Daladier y Charles. El sabor del brebaje que me dieron terminó de confirmarlo.

—Lo siento Vassili, esto dolerá más de lo que quiero —dijo uno de ellos.

—Pero lo peor ha pasado —agregó el otro.

No comprendí a qué se referían hasta que les vi dispuestos a cortar la punta del dedo anular de la mano izquierda. Intenté escapar pero no pude moverme, mi hermano y mis cuñados me sujetaban con fuerza. Grité, supliqué, hasta que me caí en la cuenta de que no dolía tanto como debería. Supuse que se debía al brebaje, luego reparé en el color de la punta de mis dedos, la carne estaba ennegrecida.

—Mis manos —murmuré como si hubiera olvidado la razón de que estuvieran así.

—Mejorarás —aseguró el doctor Charles—. Sólo debes tener paciencia.

—¡Maurice!... ¿Sabe dónde está Maurice? ¡Debo verle!

—¡Basta! —gritó mi padre—. Encomiéndate a Dios para que te perdone por la barbaridad que has hecho.

—Es el perdón de Maurice el que necesito... —contesté cayendo en un sopor extraño.

Ya no recuperé la consciencia hasta mucho después. Me encontré atado a la cama por los codos y los tobillos. Mi hermana Celine me tranquilizó diciendo que lo habían hecho para evitar que me moviera y lastimara mis manos mientras dormía. Me dio a beber del brebaje de Daladier y pidió que descansara tranquilo. Sentí que el dolor volvía a desaparecer.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora