Capítulo XXIV El Corazón Agitado. Parte I

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En ausencia de Philippe, Raffaele volvió a ser el amo y señor del Palacio de las Ninfas. Los sirvientes lo tenían bastante claro y le obedecían a ciegas, pero pasaban muy malos ratos cumpliendo algunas de sus órdenes. En especial las que se referían a Madame Severine.

Debían evitar que la abadesa recorriera libremente el lugar, hacerla esperar en el despacho cuando llegara y avisarle únicamente a su señor de su presencia. En caso de que él no se encontrara, estaban obligados a despedirla. Por supuesto que sufrían la ira fría de la terrible mujer y los ladridos de Agnes, pero le temían más a la cólera fulminante de Raffaele.

La intención de este era evitar que su tía nos incordiara, sobre todo a Maurice. La estrategia funcionó por un tiempo, hasta una mañana en la que se presentó en el comedor a la hora de desayunar, dispuesta a sentarse con nosotros. Los sirvientes juraron que no habían visto llegar ningún carruaje cuando Raffaele los amonestó. Lo cierto es que la mujer volvió a "aparecer" entre nosotros y nos dejó sin apetito.

Al principio se mostró algo cariñosa, habló de trivialidades y bajamos la guardia. Luego preguntó a Maurice qué pensaba hacer durante ese día, ya que esperaba que él la acompañara a conocer a un monje amigo suyo.

Maurice declinó la invitación porque tenía planeado ir a la calle San Gabriel conmigo. Su tía sacó entonces el arsenal y comenzó su ataque.

—¿Hasta cuándo vas a perder el tiempo con esas gentes? Eres un Alençon, no debes mezclarte con la plebe. Si quieres hacer caridad, envía dinero con un sirviente.

Maurice iba a contestar airadamente cuando Raffaele puso su mano ante su rostro, indicando que no hablara.

—Mi querida tía —dijo el heredero sonriendo—, es extraño que siendo tú una monja tengas tan poca caridad. ¿Acaso Nuestro Señor Jesucristo no pasó su vida entre los pobres?

—Querido sobrino, no digo que hagan mal al ayudar a los pobres, sólo les recuerdo que gente de nuestra clase no debe ir a esos lugares.

—Ya sabes lo raras que están las cosas en nuestro reino, hasta las monjas dejan sus claustros cuando quieren...

—Esos son temas fútiles...—respondió torciendo un poco la boca.

—Sin duda. ¿Por qué no dejas de irte por las ramas y viertes de una vez todo el veneno que viniste a traer?

—Raffaele, tus modales son tan toscos.

—Al grano, tía, ¿a qué viniste?

—Estoy preocupada por ustedes, viven en pecado.

Enseguida me fijé en el rostro de sorpresa de los sirvientes que esperaban a unos pasos de nosotros. La indiscreción de Madame Severine era inaudita.

—Reza por nosotros y déjanos en paz —respondió Raffaele con desdén.

—No quiero que malas influencias —continuó la mujer, mirándome con desprecio—, los lleven más profundo por la senda de la perdición.

—¡Ya es suficiente! —rugió Maurice— ¡Vámonos!

Se levantó y ella también lo hizo para seguirlo.

—Maurice, vine a hacerte una pregunta: ¿Qué vas a hacer de ahora en adelante? Ya no eres jesuita, pero si entras en la Orden de los Cartujos podrás seguir consagrado a Dios.

Mi corazón dio un vuelco. ¡Nada menos que los hijos de San Bruno! La orden más rigurosa de la Iglesia. Sus miembros simplemente vivían aislados del mundo e incluso entre ellos mismos apenas hablaban. Madame Severine quería encerrar a Maurice donde nadie volviera a verlo.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora