Capitulo I Destinados a encontrarnos

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Comenzaré mi relato en el año de 1762, durante el reinado de Luis XV, una época en la que se gestaban grandes cambios en el mundo. En Francia bullían las ideas de los ilustrados, florecía la miseria sembrada por la guerra y la nobleza danzaba despreocupada envuelta en el esplendor de Versalles.

En medio de semejante escenario, yo permanecía en una cómoda penumbra. Todo estaba definido para mí, no tenía la más mínima duda sobre nada. Me sentía un privilegiado. Y ciertamente lo era en muchos sentidos.

Gracias a mi padre, un marqués con una buena posición en la Corte, mi familia gozó de un bienestar envidiable. Disfruté de una infancia sin preocupaciones y seguí sin cuestionar el camino que me trazaron por ser el segundo hijo: la vida clerical.

Durante mi juventud, influenciado por mi tío, un obispo con grandes aspiraciones, me adherí al jansenismo(1) y al galicanismo(2). Encontré el sentido de mi vida en la lucha entre los adeptos a estas corrientes y los defensores del poder del Vaticano. Se trataba de una cuestión en la que política y religión se mezclaban hasta perder sus contornos.

Los principales abanderados del Papa eran los jesuitas(3), un ejército temible y numeroso de religiosos a los que les sobraba el talento y la astucia. Tal fue mi furor y mi habilidad para argumentar contra ellos que, a pesar de contar apenas con veintidós años, gané una sólida reputación y los aplausos me acompañaron a todos lados.

Sin embargo, debido a mi "humildad", me consideraba un servidor indigno de Nuestro Señor Jesucristo, y paseaba por Versalles con un aire de asceta severo. Creía poseer una gran autoridad espiritual sobre los demás, la misma que durante años habían acaparado los Jesuitas.

En ese tiempo estaba contento conmigo mismo, convencido de haber conseguido todo aquello por mis propios méritos. Obviamente reconocía que pertenecer a una familia de la alta nobleza y haber recibido una esmerada educación, supervisada por mi tío, fue de gran ayuda, pero atribuía a mi propio talento el ser capaz de aprovechar mis circunstancias.

Ahora considero ridícula la manera en que oculté bajo un manto de virtud lo que no era más que vanidad. Me enorgullecía no solo por mi intelecto y mi intachable conducta, sino también por mi apariencia. Sabía que no pasaba desapercibido y que ante mí las damas se cubrían de rubor y los hombres retrocedían intimidados.

Poseía las dotes naturales de mi familia: un rostro rectangular y de rasgos suaves; nariz recta, bien proporcionada, labios gruesos y ojos grises, como los de mi madre. También mi cabello rubio oscuro era semejante al de ella, aunque lo llevaba corto y oculto bajo una peluca blanca, como era costumbre entre los abates.

Consideraba que poseía una figura esbelta y solía regodearme de que pocos lograban verme a la cara sin tener que levantar la cabeza. La verdad es que interiormente no era más que un enano suplicando reconocimiento y temiendo a cualquiera que pudiera hacerme sombra.

Gracias a la buena reputación que construí, el marqués Théophane de Gaucourt me invitó a permanecer en su casa de campo durante un tiempo. Deseaba que le ayudara en una tarea muy particular: la reforma de su hijo menor.

El muchacho había ingresado sin permiso en un noviciado jesuita en España. Su padre lo obligó a abandonar aquel lugar y lo mantenía confinado para que no intentara volver. Como su hijo no estaba dispuesto a renunciar a su supuesta vocación, el marqués pretendía que yo dispersara de su cabeza todas las ideas erróneas sembradas por los hijos de San Ignacio de Loyola.

Nada me resultaba más agradable que cumplir con semejante tarea, y a la vez introducirlo en la doctrina que yo seguía. Vi aquella invitación como una oportunidad para ganar un territorio más en mi larga guerra contra los jesuitas. Nunca imaginé que aquel muchacho resultaría ser especial.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora