Capítulo XXIII El Duque de Alençon Parte II

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Madame Pauline se lanzó encima de su hermano y clavó de nuevo las tijeras. Volvió a sacarlas y repitió su ataque. Él logró quitárselas y las arrojó lejos.

—¡No me mires con esos ojos de demonio! —gritó ella, levantándose para tomar una maceta y aplastarle la cabeza.

No se lo permitimos. Yo ya había logrado llegar hasta ella, le arrebaté de las manos la maceta y la lancé a un lado. Pierre y Antonio ayudaron al Duque a levantarse. Los pilluelos lograron sujetar los brazos de Madame Pauline, que se revolvió como una fiera.

La tomé de la cintura y ordené a los muchachos que ataran sus manos con la cinta que recogía mi cabello. Sus gritos eran para atemorizar a cualquiera, por lo que decidimos amordazarla usando nuestros pañuelos.

Enseguida nos dirigimos al palacio para atender las heridas del Duque. Él aseguró estar bien, y caminó casi sin ayuda hasta que perdió el paso al intentar subir las escaleras de la entrada. Dejé a su hermana en manos de los pilluelos y lo ayudé a subir. Era un hombre muy alto y fuerte para que los otros pudieran con él.

—Luis va a burlarse de mí —dijo con una sonrisa llena de amargura—, dejé que una mujer me hiriera.

—A mí me pareció que era un demonio.

—Tiene razón. ¿Cuánto escuchó?

—Lo siento, estábamos bebiendo con Pierre... Pero, no se preocupe, esos muchachos no contarán nada y yo tampoco.

—Maurice se va a disgustar si sabe que ha bebido. Si guarda mis secretos, yo guardaré el suyo —sonrió con cierta candidez y guiñó un ojo.

Luego el dolor hizo desaparecer esa expresión. Apresuré el paso. Mis pensamientos estaban en un completo desorden; la indignación, el miedo y la rabia me golpeaban a la vez.

Todo fue caos en el palacio cuando vieron llegar al Duque herido y a Madame Pauline atada y amordazada. Agnes corrió hacia él desesperada.

—Philippe, mi niño, ¿qué te han hecho?

—Déjame —fue su respuesta cortante—. Llamen a mis hombres —exigió sin dirigirse a ella.

La mujer quedó desolada y se hizo a un lado. Llevé al Duque hacia su despacho, como me ordenó. Antes de entrar, aparecieron Asmun, Raffaele, Miguel y Maurice.

Nunca vi a Raffaele perder la compostura cómo lo hizo en ese momento. Gritó y lloró como un niño desamparado, suplicando a su padre que no muriera. Asmun se quedó paralizado. Los otros fueron más gallardos: Maurice insistió en ver la herida para intentar curarlo, y Miguel abofeteó a su madre.

—No seas tonto, Raffaele —dijo sonriendo el Duque—. Apenas es un pinchazo. Ve en el carruaje a buscar al doctor con Miguel y Maurice. Y tú, Asmun, lleva a Pauline a su habitación y quédate cuidando que no escape.

Los cuatro obedecieron a regañadientes. Los Tuareg, Jacob y los demás hombres que le habían acompañado desde Nápoles, se presentaron dispuestos a matar al agresor. Su señor envió algunos a acompañar a su hijo y sobrinos. A Jacob le encargó poner orden en el palacio y ayudar a Madame Severine, quien estuvo a punto de desmayarse al descubrir a su hermano herido.

Por último, mandó que uno de los Tuareg entrara con nosotros al despacho.

—Raffaele y los otros son inútiles en estos casos —dijo cuando lo recosté en la silla.

—Es normal que estén asustado, hay mucha sangre —respondí preocupado.

Su traje era de un tenue azul, las manchas, que se extendían rápidamente, podían verse con claridad.

Engendrando el Amanecer IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora