La Clase del 89' (Mycroft y t...

By MSCordoba

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Mycroft Holmes es el mejor promedio del instituto Dallington. Los valores de amistad y afecto no resultan rel... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 61,5
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Cartas
Epílogo
Nota de autora
Anuncio importante

Capítulo 59

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By MSCordoba

Luego de un largo día de trabajo en el estudio, Walter finalmente divisó la fachada de su hogar. Sacó la llave del contacto, tomó su maletín y se apeó del auto. Caminó el breve trecho hasta la puerta e introdujo la llave en la cerradura, ingresando en la propiedad.

— ¡Annie, ya llegué! —anunció el hombre, dejando su maletín en la entrada.

— Hola, pa. —habló desde la cocina, lo suficientemente alto para hacerse oír.

El hombre colgó el abrigo en el perchero y caminó hacia la cocina, descubriendo a su hija sentada frente a la mesa, contemplando un sobre blanco sin abrir de aspecto costoso.

— ¿Qué tienes ahí? —preguntó, al tiempo que se agachaba para depositar un beso en su cien.

— Finalmente recibí la respuesta de Harvard.

Walter elevó ambas cejas con sorpresa.

— ¡¿Y?! —rodeó la mesa rápidamente y se sentó frente a ella.

— No sé. No la abrí todavía. Esperaba a que llegaras.

— ¿¡Eh?! ¿Has estado ahí sentada toda la tarde?

— Sip. —asintió tranquilamente, para mayor desconcierto del hombre.

— Por Dios Santo, Annie. ¡Solo ábrela! —exclamó en una mezcla de nervios y emoción—. O lo haré por ti.

La joven sonrió al ver la expresión ansiosa de su padre. Sin perder más tiempo, rompió el sello y sacó el papel de su interior.

Sus ojos se desplazaron por la hoja, comenzando a leer su contenido. Todo bajo la atenta mirada del hombre.

Luego de lo que parecieron unos eternos segundos de suspenso, habló.

— Me darán la beca.

Cubrió su boca con sus manos, sin poder creer lo que leía.

— Entré. —dijo en un hilo de voz—. Entré... —repitió, al tiempo que levantaba la mirada y su sonrisa se ensanchaba. Necesitaba un momento para asimilar esa palabra—. Dios mío. ¡Entré! —gritó una y otra vez con alegría, al tiempo que se puso de pie y corrió hacia los brazos de su padre.

Walter se puso de pie de un salto y recibió a su hija con los brazos abiertos. Se tambaleó un poco mientras correspondía el abrazo, pero no le importó en lo absoluto. Estaba sumamente feliz por ella.

Anabeth lo estrujó con fuerza, presa de la emoción y el alivio. Fue como si le quitaran una gran bolsa de cemento de la espalda. Finalmente pudo librarse de la presión, del estrés, de la angustia e incertidumbres que la habían acompañado durante todos estos meses.

Por fin tenía certezas del rumbo que tomaría su vida académica. Y ese pensamiento, esa confirmación, fue sumamente liberador.

— ¿Pizza y helado? —consultó la castaña, aflojando su agarre. Llevó las manos a sus bolsillos, en un intento por disimular el temblor en sus dedos.

— Qué pizza y qué nada. Esto hay que celebrarlo como se debe. —afirmó el hombre—. Ve y ponte zapatos. Te llevaré a cenar.

La chica sonrió y obedientemente enfiló hacia su habitación. Pero antes de que abandonara la cocina, sus ojos se posaron en el viejo calendario.

Por un instante, pudo ver las líneas de crucecitas que habían aumentado en número con el correr de las semanas. Por primera vez en mucho tiempo, tomó conciencia de cuan cerca estaba de la fecha límite.

"Está pasando más rápido de lo esperado." Se lamentó, mientras caminaba sin prisas hacia su habitación.

Era extraño. Incluso en un estado de felicidad extrema, seguía sintiendo ese sabor agridulce en la boca. Como una pequeña nube gris en medio de un cielo azul. Era chica e inofensiva. Pero imposible de ignorar su presencia.

"Gané. Podré ir a Harvard." Se dijo para sus adentros, sonriendo genuinamente ante la idea. No quería pensar en otra cosa. No deseaba que ningún otro recuerdo o pensamiento la embargara, arruinando su humor. 

No. Esa noche festejaría a lo grande.

Porque sabía, en lo más profundo de su ser, que sus momentos de felicidad en Londres estaban contados.

"Y aprovecharé cada uno de ellos." Se dijo con convicción. "Al máximo."

***

Principios de mayo. Residencia Holmes.

— Hazlo con cuidado.

— Soy cuidadosa.

— No. No lo eres.

— Sí lo soy. Ya, guarda silencio.

— Estoy envejeciendo, Smith.

Anabeth rodó los ojos.

— Tus comentarios no me ayudan, ¿sabes?

— Tu terquedad tampoco lo hace. —contraatacó el niño.

La joven introdujo el último tramo de alambre en la cerradura y empujó suavemente, levantando la última aguja. Al ver que el mecanismo cedía, lo giró en el sentido de las agujas del reloj, consiguiendo que el candado se abriera.

— ¡Al fin! —celebró, soltando el alambre.

— Felicidades. Ya me hice viejo.

— Ay, por favor. Fui rápida esta vez.

— Tardaste seis minutos con cuarenta segundos. —remarcó.

— ¿Y? No me digas que ese no es un buen tiempo.

Sherlock elevó una ceja con aburrimiento.

— No lo es. —ladeó la cabeza hacia un costado—. Aunque supongo que es aceptable para un principiante.

Anabeth entrecerró los ojos, observando al niño con escrutinio. Ambos se encontraban en la habitación del rizado, sentados en el piso en posición de loto. Frente a ellos, se extendía una vasta colección de cerrojos abiertos.

El niño se puso de pie y hurgó en uno de sus cajones, sacando otro candado. Esta vez era más grande que el anterior.

— ¿Por qué tienes tantas de esas cosas? —consultó con curiosidad.

— Mi padre. —explicó—. Él me los regala. Cada vez que logro resolver uno, me da otro de mayor complejidad.

La chica asintió, impresionada.

— ¿Cuándo empezaste a... practicar para la delincuencia? —consultó, medio en broma, medio en serio.

Sherlock le sacó la lengua. Luego de una pausa, finalmente habló.

— A los 8. —volteó a verla—. Y no planeo ser un ladrón. Sin embargo, poseer conocimientos en cerrajería podría serme de utilidad en mis investigaciones futuras. Por eso practico.

Anabeth esbozó una sonrisa.

— ¿Y cuántos candados llevas?

— ¿Contando el que estoy descifrando ahora?

— Mmm... Sí.

Sherlock se detuvo un momento a pensar, antes de responder.

— Llevo 243 candados, para ser exactos. —soltó, como si no fuera la gran cosa.

"¿¡Qué!?"

La joven abrió los ojos de par a par.

"No es posible. Debo comprobar eso."

Se puso de pie y le echó una mirada rápida al cajón abierto. Descubrió con asombro que, efectivamente, estaba repleto de candados. No entendía como Sherlock, siendo tan delgado como era, pudo abrirlo siquiera. El mueble debía de pesar una tonelada.

— Wow. ¿Cuál estás descifrando ahora?

El niño hurgó en el cajón y enseñó uno que tenía un diseño rectangular. Parecía bastante macizo y moderno.

— Técnicamente ya lo resolví. —comentó—. Ahora busco mejorar mi tiempo. Cuando llegue a abrirlo en menos de quince segundos, lo dejaré junto con los otros.

— ¿Puedes abrir esa cosa en menos de un minuto?

Sherlock esbozó una sonrisa retadora. Caminó hacia el centro de la habitación y recogió el trozo de alambre que Anabeth había usado minutos atrás. Lo levantó ceremoniosamente y, a modo de demostración, comenzó a forzar la cerradura.

En menos de treinta segundos, había abierto el candado.

Anabeth parpadeó varias veces, anonadada.

— Okey, sí. Admito que eso fue genial.

— Soy genial. —corrigió, elevando el mentón con orgullo.

Ella rodó los ojos. Tomó uno de los cojines y se lo aventó a la cabeza.

— ¡Hey! ¿Por qué rayos fue eso?

— Por enano engreído.

Sherlock hizo un puchero. Tomó el almohadón y le devolvió la cortesía. Anabeth solo pudo partirse de la risa mientras el menor intentaba asestarle algún golpe.

— Ya... Ya, Mini-Holmes. —dijo en un tono conciliador, al tiempo que frenaba sus ataques—. Es suficiente.

— Será suficiente cuando pidas clemencia.

— En tus sueños. —dijo, esbozando una sonrisa ladeada.

— Eres mi aprendiz. Y como tal debes respetar a tu maestro. —se cruzó de brazos en fingida ofensa.

— Pero no olvides, Mini-Holmes, que también soy tu niñera. Y como tal tengo autoridad sobre ti. —dijo con sorna, al tiempo que elevaba el brazo para cubrirse del cojín que le fue aventado.

Ella tomó el objeto y se puso de pie. Sherlock, observando sus intenciones, corrió hasta la cama y agarró su almohada.

Se miraron de manera desafiante mientras tomaban posiciones de batalla.

— Solo uno de nosotros saldrá de aquí con vida. —anunció la castaña de forma dramática.

— Y ese seré yo, obviamente. —respondió confiado.

La chica entrecerró los ojos y sonrió.

— Eso lo veremos, Mini-Holmes.

Ambos aferraron sus almohadas firmemente, listos para la guerra, cuando de pronto escucharon una voz a la lejanía.

Fue un grito agudo y prolongado, perteneciente a un niño. Este fue bajando en intensidad hasta que solo se escuchó como un gemido lastimero, seguido de ladridos de perro.

— ¿Qué mierd...?

— ¿Pero qué...?

Hablaron Sherlock y Anabeth al unísono. Se miraron entre sí, compartiendo el mismo estado de alerta. Después de todo, cualquiera se congelaría al escuchar un alarido desgarrador. Soltaron las "armas" y salieron rápidamente al balcón, el cual tenía una perfecta vista del jardín y las casas vecinas.

— Sherlock. —llamó su atención, señalando la casa de la derecha.

El rizado dirigió su mirada hacia dicho sector. Debido a la edificación y la cerca, solo se podía ver un pequeño sector del jardín vecino, pero fue suficiente para vislumbrar a un perro labrador que caminaba agitadamente alrededor de un niño rubio, de unos 6 o 7 años. Se encontraba tendido en el césped sollozando.

Los ojos de Anabeth se abrieron con preocupación al verlo. No parecía ser una simple rabieta u otra cosa similar. Al observar con mayor atención, logró divisar lo que parecía ser sangre en su antebrazo.

— Sherlock, quédate aquí. —ordenó, al tiempo se atravesaba la habitación.

— ¿A dónde vas?

— Parece que ese niño está herido. Iré a ver que ocurrió.

— Voy contigo.

— No. —lo frenó en seco.

— Si vas a investigar, iré contigo.

— Sherlock, esto no es uno de tus casos. No sabemos qué o quién lo hirió.

Anabeth observó al rizado. Claramente eso por sí solo no aplacaría su curiosidad. Necesitaba volverlo interesante si quería que cooperara.

— Escucha, necesito que seas mis ojos en el cielo y vigiles desde el balcón. Tú conoces a los vecinos. Si algún extraño aparece por el jardín, estarás a tiempo de correr al teléfono y llamar a la policía. ¿Comprendes?

La expresión de Sherlock se volvió seria, aceptando la misión que le fue encomendada.

Anabeth, visiblemente más aliviada, se alejó de él y caminó hacia la puerta.

— Si no es nada serio, te haré una señal para que bajes.

Sherlock asintió, cerrando así el acuerdo.

La joven bajó las escaleras de dos en dos y se apresuró hacia la puerta de la cocina. Salió al exterior de la casa. Ahora el llanto del niño se escuchaba con mayor claridad y solo era interrumpido de vez en cuando por los ladridos del perro.

Anabeth caminó hacia la cerca, la cual no era demasiado alta. Con solo ponerse en puntas de pie fue capaz de ver jardín vecino y comprobar que no había nadie más en los alrededores. Solo el niño sollozando al lado de su mascota.

Fue entonces cuando ella pudo verlo mejor. El rubio se encontraba, ahora sentado, sobre el césped, sujetando su brazo herido. Anabeth no entendía que pudo haberle causado la herida, hasta que reparó en el hocico del perro.

Había un poco de sangre en su pelaje.

Anabeth estuvo a punto de hacer ruido para atraer la atención del can y lograr que este se alejara del niño, cuando sintió una puerta abrirse. A los pocos segundos apareció una mujer, presuntamente la madre del niño, corriendo en su auxilio.

— ¡Joseph! —gritó alarmada al verlo.

Se arrodilló junto a él para examinar mejor la herida. Los ojos marrones de la mujer se posaron rápidamente sobre el animal, en una mezcla de lo que Anabeth pudo distinguir como miedo y rabia contenida.

"Así que solo se trataba de eso." Pensó la ojimiel, apartándose de la cerca.

Sabiendo que su intervención ya no sería requerida, volteó hacia el balcón y levantó su pulgar en alto, para indicarle a Sherlock que todo era seguro.

El niño desapareció del balcón y, a los pocos segundos, salió al jardín uniéndose a ella.

— ¿Qué sucedió?

Ambos se alejaron de la cerca para hablar con tranquilidad.

— Un accidente doméstico. Al parecer el perro atacó al chico.

— ¿Toby? Imposible.

— ¿Ese es el nombre del perro?

Sherlock asintió.

— No me extraña que te sorprendas. Los labradores son por naturaleza estables. —ella suspiró, sintiendo pena por el pobre niño—. Es sumamente inusual que ataquen a algún miembro de la familia.

— No, no lo entiendes. Toby es un perro viejo, lento y muy dócil. Incluso me ha dejado acariciarlo en varias ocasiones. No dañaría ni a una mosca.

— ¿Quién sabe, Sherlock? A lo mejor el niño tiró de su cola, intentó tomar su hueso... o algo así.

— No. No puede ser posible.

Anabeth observó al rizado. Se mostraba seguro de sí mismo y no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.

— Quiero ver la escena. —pidió.

— ¿Eh?

— Necesito comprobarlo con mis propios ojos.

— Sherlock, está la vecina ahí.

— Pero estará muy ocupada atendiendo a su hijo como para revisar la cerca.

Anabeth inhaló profundamente, cediendo al fin. También deseaba volver a echar un vistazo, para asegurarse de que el niño estuviera fuera de peligro.

Ambos volvieron a asomarse sobre la valla. Ahora el perro se encontraba encadenado en la esquina opuesta del jardín, dónde no pudiera hacer ningún daño. La señora había traído un botiquín y en esos momentos estaba intentando desinfectar la herida. El pequeño niño seguía sollozando, pero no tan amargamente como al principio.

Los ojos de Sherlock escanearon el terreno. Solo había una manguera de jardín, un columpio, un pequeño cobertizo y algunos juguetes desperdigados por el césped. No había plantas con espinas ni objetos punzantes que pudieran explicar la herida del pequeño.

— ¿Qué sucedió, Joseph? —habló su madre suavemente, aunque aún podía percibirse la angustia en su voz—. ¿Fue Toby? ¿Toby te hizo esto? —acarició su cabeza, en un intento por calmarlo.

El rubio desvió la mirada hacia abajo. Tardó unos segundos en responder.

— Si, mami. —murmuró con un hilo de voz.

— ¡Mal!

— ¡Sherlock! —susurró la castaña, al tiempo que se agachaba para no ser descubierta.

Mantenerse en pie con sus piernas flexionadas no hubiera sido gran cosa para ella, de no ser porque estaba cargando a un enano a sus espaldas.

"Y uno que no sabe cuándo callar."

La señora levantó la mirada, pero no vio a nadie. Le restó importancia al asunto y volvió a concentrarse en su hijo.

— Maldita sea, Sherlock. Si estás espiando a alguien, debes hacer silencio. Es la regla básica. —lo regañó en voz baja.

La joven enderezó su postura, contó hasta tres y soltó las piernas del niño.

— Joseph miente. —aseveró el rizado, una vez que se encontró al nivel del suelo.

Anabeth tomó asiento en el pasto, recargando su espalda contra la cerca.

— ¿Por qué haría tal cosa? —susurró.

— No lo sé. Pero está inculpando a un inocente.

— Sherlock...

— Tú también lo viste.

Anabeth lo observó de hito en hito.

— No hagas eso.

El rizado sonrió, leyendo los gestos no verbales de la chica.

— Viste las huellas. La manguera. La herida. La teoría que no encaja con las pistas. —recitó en tono provocador.

— Enano del mal, deja de tentarme. —se cubrió el rostro con sus manos, evitando el contacto visual.

— Una víctima que miente. Un inocente sin voz que está a punto de ser condenado... —recitó de forma melodramática.

Anabeth mordió su labio en un intento por no sonreír.

— Basta, Sherlock.

— Admítelo, Smith. Tú también quieres resolver el caso.

Retiró sus manos y negó con la cabeza.

— No debemos entrometernos.

— ¿Y dejarás que Toby sea inculpado injustamente?

El niño se paró frente a ella y la miró directo a los ojos.

— Vamos, Smith. Llevas mucho tiempo conviviendo con personas ordinarias. Deja de reprimir tu verdadero potencial.

— Agh... —la chica refregó su rostro y finalmente cedió ante la tentación—. La herida no correspondía con la mordida de un perro. No había marcas de dientes ni tenía forma de U. En realidad... Ahora que lo pienso, el corte era recto y regular. Debió hacérselo con algún objeto punzante.

Sherlock sonrió con suficiencia.

— Joseph venía del cobertizo. Se puede ver por el leve rastro de huellas en el césped. La manguera extendida atraviesa el jardín. Tiene dos pequeñas ondulaciones. Debió tropezarse con ella en su camino de vuelta.

— Pero no fue la caía lo que lo hirió. —Anabeth siguió su razonamiento—. No había nada alrededor que pudiera provocarle el corte.

— Lo que sea que le haya provocado la herida, tuvo que provenir del cobertizo. —teorizó el menor.

Anabeth bajó la mirada y frunció el entrecejo, pensativa.

— Y como cualquier niño pequeño, intentará buscar a su madre para que lo cure.

— Por lo que, pese al dolor, vuelve sobre sus pasos. El llanto nubla la visión. No ve la manguera y tropieza.

— Toby detecta que el niño se encuentra tendido en el suelo y se acerca a curiosear. Posiblemente olfateó su herida.

— No. No solo olfateó. La lamió. —dedujo el menor, calzando las últimas piezas del rompecabezas—. Forma parte de su instinto.

"Cuando los animales se encuentran heridos, lamen sus heridas. Toby solo intentaba curar a su amo." Reflexionó la castaña. "Eres un genio, Mini-Holmes."

— Cierto. Entonces, al hacerlo, se ensucia el hocico. La vecina lo ve y, al igual que yo, asume erróneamente que es el culpable.

— Elemental.

— Genial. Ya tenemos el cómo. Solo nos falta saber qué fue lo que causó la herida y por qué Joseph lo oculta. 

— Y ahí es donde entramos nosotros. —la chica levanta la mirada, no muy a gusto con la idea—. Nuestro trabajo es descubrir el móvil del engaño.

— Sherlock... —murmuró con recelo.

— Tú misma dijiste, y cito: solo nos falta saber. Para saber, hay que investigar.

— Sé a dónde quieres llegar. Quieres revisar ese cobertizo, ¿verdad?

— Gracias por decir lo obvio. —puso los ojos en blanco.

La castaña suspiró.

— Sherlock, entiendo que armar una hipotética escena del crimen sea divertido para ti. A mí también me gusta, no creas que no. —reconoció—. Pero existe una delgada línea entre crear una teoría basada en deducciones a meterse deliberadamente en una casa ajena a fisgonear.

El niño se cruzó de brazos. Si bien la negativa no le hizo nada de gracia, no estaba molesto. Al menos... no del todo. Smith le había brindado una argumentación válida, en vez de solo pronunciar el simple y ordinario "no" sin explicación.

— No tuviste problemas cuando nos colamos en Scotland Yard. —le recordó—. ¿Cuál es la diferencia?

Sin embargo, que lo entendiera no significaba que fuera a rendirse tan fácilmente.

— La diferencia es que uno; nadie de allí nos conocía. Podíamos usar nombres falsos. Y dos; estaba segura de que ni tú ni tus padres pasarían por ese lugar de nuevo. Por lo que nuestra pequeña "misión encubierta" estaría asegurada. —remarcó—. Pero en este caso se trata de un vecino. Esa mujer debe conocerte... Debe conocer a tus padres también. ¿O me equivoco?

Sherlock desvió la mirada a un costado, mostrándose reacio a responder. Su silencio fue la confirmación que Anabeth necesitaba.

— Si por mera casualidad algo llegara a salir mal y nos descubre husmeando en su jardín, ambos nos meteríamos en serios problemas. Tú por colarte en una casa ajena y yo por dejarte hacerlo. ¿Lo entiendes?

La mirada de Sherlock se fue apagando conforme hablaba, siendo reemplazada por una mueca de decepción.

— Pero Toby... —miró hacia la cerca, recordando la imagen de su amigo encadenado—. Prometo hacer mi tarea... Incluso me iré a bañar de ser necesario. —ofreció—. Pero tengo que ayudarlo.

— Lo lamento por Toby. En verdad. Sé que él es inocente. —reconoció, hablando con suavidad—. Pero no estoy dispuesta a dejarte correr esa clase de riesgos.

Sherlock frunció el ceño y se sentó de piernas cruzadas en el pasto, llevando ambas manos bajo su mentón.

— Si no estás dispuesta a ayudarme, entonces encontraré la solución en mi palacio mental. No me molestes. —gruñó mientras cerraba los ojos, adoptando su clásica pose de meditación.

Anabeth exhaló, liberando todo el aire contenido en sus pulmones. No le agradaba adoptar el papel de "adulto responsable". Ese puesto le correspondía a su amigo pelirrojo. Pero no le había quedado de otra.

"Después de todo, lo único que justifica mi presencia es que pueda mantenerte alejado de problemas." Se dijo para sus adentros, observando a Sherlock con aprehensión.

El silencio se hizo presente entre ambos. Todo lo que se escuchaba eran los bajos sollozos del pequeño junto con alguna que otra frase consoladora de su madre.

— Joseph, por favor. Quédate quieto. —rogó la mujer, en su tercer intento por colocarle el vendaje.

La castaña detuvo su proceso reflexivo, prestando especial atención a los susurros provenientes del otro lado de la cerca.

— Es que duele...

— Tengo que vendarte para que no se infecte.

Anabeth elevó ambas cejas. Se le había ocurrido una idea.

Se puso de pie y caminó hacia la cerca, asomándose por esta. Esbozó una sonrisa amena y habló en el tono más casual del que fue capaz.

— Disculpe... —llamó su atención—. He escuchado los sollozos. Lamento si sueno entrometida, pero ¿está todo en orden?

Pudo ver algo de sorpresa en el rostro de la mujer seguido de una expresión de incomodidad. Aparentemente se estaba debatiendo si debía hablar con ella o no.

— Solo fue un accidente. Nada que un poco de alcohol y vendas no arreglen. —dijo con cautela.

A Anabeth no le sorprendió la actitud. Después de todo, era comprensible que no se fiara del todo. Ella era una completa extraña.

— Uh, pobre. —se lamentó, procurando mostrarse empática—. ¿Quiere que le ayude? Sé que no es la gran cosa, pero sé colocar vendajes.

Para ese momento, Sherlock había abierto los ojos y estaba escuchando la conversación a sus espaldas.

La mujer desvió la mirada. Primero a su hijo y luego a la chica desconocida. Lo cierto era que Joseph seguía sin dejar de moverse y no podía colocar la venda con una sola mano, puesto que la otra la tenía ocupada sosteniendo el brazo herido.

— N-No quisiera molestar.

— No, en lo absoluto. —negó con la mano, descartando la idea—. Rodeo la cerca y estaré con usted.

Se apartó, saliendo del rango de visión de la mujer, e inmediatamente se dirigió hacia Sherlock.

— Tal parece que podremos ingresar con el consentimiento de la dueña. —susurró con orgullo.

Sherlock elevó la mirada. No iba a reconocer lo brillante que había sido esa maniobra. Ni siquiera necesitaba hacerlo. El brillo renovado en sus ojos verdeazulados hablaba por sí solo.

Mientras caminaban en dirección hacia el jardín delantero, la castaña retiró dos pasadores para cabello de entre sus rizos.

— Dudo que el cobertizo esté cerrado, pero por si acaso... —se los tendió—. Ya sabes qué hacer.

"Igual que en Scotland Yard."

Sherlock asintió.

— ¿Cuánto tiempo?

— Hmm... Supongo que no me llevará más de dos minutos hacer el vendaje. —estimó—. Quizá tres a lo mucho, si me tomo mi tiempo.

— Más que suficiente.

Con una última mirada cómplice, los dos rodearon la cerca, ingresando al jardín de la casa vecina.

Recorrieron el estrecho corredor que conectaba ambos jardines y, en menos de diez segundos, se encontraron frente a madre e hijo. La mujer inmediatamente reconoció al menor de los Holmes.

— ¿Sherlock? —habló con genuina sorpresa.

Solo lo conocía de vista, pero sabía alguna que otra peculiaridad del niño genio gracias a sus breves charlas con Margaret.

— Señora Hawkins. —hizo un ademán con la cabeza, solo por mera formalidad.

— Espero que no le moleste si se queda por aquí. Está a mi cuidado y no me gustaría perderlo de vista. —explicó la joven, manteniendo su semblante despreocupado.

Sherlock observó a la chica de reojo. Smith estaba interpretando su papel a la perfección.

— S-Sí. Sí, claro.

Una vez que obtuvieron luz verde, Anabeth se inclinó hacia el rizado y le susurró al oído:

— ¿Por qué no vas a jugar, Sherlock? —palmeó su hombro en gesto ameno—. Anda, ve.

El menor la miró por el rabillo del ojo y sonrió, leyendo entre líneas.

<< Ve al cobertizo. >>

Anabeth se apartó de él y caminó hacia la mujer, arrodillándose frente a ella. El rubio clavó sus enormes ojos grises en ella.

— Hola, pequeño. —le sonrió dulcemente para calmarlo—. ¿Vamos a curarte?

La señora Hawkins sonrió a medias al oírla.

— Bien. —se volvió hacia la madre—. Por favor sostenga su brazo mientras le coloco la gaza.

Mientras Anabeth se encargaba de atender al pequeño, Sherlock se dirigió directo hacia el cobertizo. Caminó alrededor de este, observando el terreno y tomó nota mental de cualquier detalle que resultara relevante.

Una vez asegurado que la señora Hawkins no estaba poniendo atención en él, tomó el oxidado picaporte. Lo giró, descubriendo satisfactoriamente que se encontraba abierto.

Abrió la puerta de madera. Procuró hacerlo suavemente para que no crujiera. El recinto era estrecho y estaba lleno de herramientas de jardín. Había tres estantes de madera repletos de punta a punta con cajas y piezas de refacción, así como un panel en uno de los costados repleto de ganchitos dónde se disponían una variada colección de palas y tijeras de poda.

Los ojos del menor recorrieron el cobertizo en derecha a izquierda y de arriba a abajo. Sabía que el tiempo estaba corriendo. Contaba con menos de dos minutos.

Lo que sea que haya herido a Joseph, debía de estar a su alcance por lo que inmediatamente descartó los estantes más altos. Solo quedaba el estante de abajo, las herramientas del panel y las cajas del suelo.

Sherlock buscó con la mirada cualquier detalle que le diera una pista. Todo se veía viejo y oxidado, pero nada estaba fuera de lugar. Tampoco había rastros de sangre a la vista.

<< Fíjate en las superficies. >>

Recordó el consejo de Smith ese día que se había colado en su casa.

<< En las marcas de polvo. >>

"El polvo. El polvo siempre es elocuente."

Miró a su alrededor, reparando en una débil franja de polvo que se encontraba a sus pies. Sus ojos la siguieron hasta toparse con una caja de herramientas que se encontraba metida en el extremo inferior derecho.

Sin perder más tiempo, se inclinó y sacó la vieja caja para examinarla de cerca. Sus ojos se abrieron con emoción al reconocer las leves pero inconfundibles marcas de huellas dactilares en el polvo de la tapa. Su tamaño confirmaba que eran pertenecientes a las manitas de Joseph. Efectivamente había estado husmeando en el lugar.

Retiró las trabas y levantó la tapa. Al hacerlo, sus cejas se elevaron ligeramente y esbozó una sonrisa satisfactoria.

"Resolvimos el caso."

— Bien, una vuelta más y... —murmuró la castaña mientras cortaba la venda—. Listo. Muy bien muchachito. ¿Ya está mejor? 

El rubio asintió tímidamente, esbozando una pequeña sonrisa.

Ambas mujeres se pusieron de pie.

— Muchas gracias. —agradeció la señora Hawkins. Por un momento, su ceño se frunció—. Lo siento, ¿me habías dicho tu nombre?

— Anabeth. —contestó. Recordó que ni siquiera se había presentado—. Anabeth Smith, aunque puede llamarme Anne.

— Gracias, Anne. —se corrigió, al tiempo que ayudaba a su hijo a levantarse—. Fue muy amable de tu parte.

La chica asintió con cortesía.

— Puedo preguntar... —mirando el vendaje del niño—. ¿Qué fue lo que le ocurrió?

Anabeth sabía cuál sería la respuesta de la mujer, pero sintió que sería raro si no preguntaba. Era mejor guardar las apariencias.

— Oh, ese dichoso perro... —masculló entre dientes, dirigiendo su mirada hacia el animal. Su semblante se había ensombrecido—. No entiendo cómo pudo atacar a Joseph. Siempre fue muy cariñoso.

Anabeth pudo verlo en los ojos de la mujer. Era la mirada de alguien que se sentía traicionado.

— Comprendo. —no iba a contradecirla. No todavía. Primero necesitaba que Sherlock encontrara la evidencia.

La señora Hawkins siguió hablando.

— Es una verdadera lástima, pero no me deja otra opción. —Anabeth le dirigió una mirada interrogante—. Tendré que llevarlo a la perrera.

Anabeth se congeló en su sitio. Sus ojos se posaron inmediatamente sobre el rubio. Sabía que el niño las estaba escuchando. 

Por un momento, la ojimiel pensó que el pequeño confesaría, a favor de salvar a su mascota. Pero, para su sorpresa y disgusto, Joseph solo ocultó la mirada detrás del cuerpo de su madre. La mujer interpretó el gesto como temor, pero Anabeth supo lo que significaba en realidad: culpa.

"Siente culpa. Tanta, que ni siquiera es capaz de hacer contacto visual con nosotras."

— ¡Toby no irá a ningún lado! —exclamó Sherlock, a sus espaldas.

Los tres voltearon a verlo. Anabeth sonrió con orgullo. Sabía que Sherlock encontraría algo.

El niño siguió hablando.

— Señora Hawkins, Toby es inocente. —retiró las manos de su espalda y enseñó un objeto en alto—. Este es el verdadero culpable.

Se trataba de una vieja trampa para ratones. Si bien el metal estaba oscurecido y corroído por el óxido, podía vislumbrarse un poco de sangre fresca a lo largo de la barra y parte de la base.

"Una herida recta y regular. La trampera debió agarrar el brazo de Joseph. La barra baja. Su fuerza en el agarre es tal que logra provocarle el corte."

— ¿Qué? —los ojos de la señora se abren como platos—. ¿De dónde sacaste eso?

— Estaba en la caja de herramientas en el cobertizo. Pero supongo que ese no era su lugar correspondiente. ¿No es cierto, Joseph? —Sherlock miró al rubio de manera retadora.

La mujer, visiblemente indignada, estaba a punto de objetar en favor de defender a su hijo. Pero esta vez fue Anabeth quien se adelantó.

— Sherlock tiene razón. —afirmó—. Usted misma vio la herida. La mordida de un perro tendría que ser circular e irregular. Pero era un corte recto de unos seis o siete centímetros... Del mismo ancho de aquella trampera, me temo.

La mujer frunció el ceño. Sus ojos viajaron desde los de Anabeth hacia los de Sherlock, fijándose finalmente en aquella trampera.

— ¿Entonces por qué Toby...?

— Él no le hizo daño. —habló Anabeth suavemente—. Solo lamió su herida. Es lo que hacen cuando detectan que un miembro de su familia se encuentra herido. No era su intención lastimar a Joseph, sino ayudarlo. Además, ladraba como loco. Intentaba llamar su atención. Casi diría que era su forma de "pedir auxilio".

Al oír eso, el corazón de la mujer se estrujó y miró al pobre animal encadenado, sintiéndose conmovida.

Anabeth y Sherlock cruzaron miradas, sabiendo que habían logrado limpiar el nombre de Toby.

— Joseph... —advirtió su madre llevando ambas manos a sus caderas.

El niño se acurrucó aún más si es que eso era posible. Gruesas lagrimas bajaron por sus mejillas antes de confesar.

— ¡Lo siento! ¡No era mi intención!

— ¡Joseph Armando Hawkins! ¿Se puede saber en qué estabas pensando, jovencito? —regañó tirando de su oreja—. Te he dicho cien veces que no husmees en el cobertizo.

— Eso es evidente. —habló el rizado, contestando la pregunta— Las marcas de polvo revelan que Joseph estaba curioseando las cajas y, en un intento por sacar una de ellas, extendió el brazo y rozó accidentalmente la trampera, activándola.

"Pero él sabe que no debería estar ahí. ¿Cómo podría explicar la herida ahora sin meterse en problemas? Como puede retira la trampera de su brazo y la oculta dentro de la caja de herramientas. Luego sale al jardín y el resto es historia."

Anabeth levanta el brazo, en señal de que se detenga. Ese no era un buen momento para alardeos.

Caminó hacia él y le susurró.

— Lo que concierne al caso ya está resuelto. Será mejor que nos vayamos.

Sherlock observa a la mujer y al patético de su hijo y, por primera vez, se muestra completamente de acuerdo con la ojimiel.

— Concuerdo. Esto ya se volvió aburrido.

Los dos comenzaron a alejarse del jardín.

— Adiós señora Hawkins. —saludó la ojimiel.

La mujer ni siquiera había volteado a verla. Se encontraba demasiado ocupada regañando a su hijo como para escuchar.

— ...y espera a que tu padre llegue y se entere de esto. No más televisión por un...

— Okey... —murmuró la castaña lentamente al tiempo que giraba sobre sus talones y apretaba el paso.

Al cabo de un minuto, Anabeth y Sherlock se encontraban de nuevo en la habitación del menor.

— ¿Siguen discutiendo? —consultó el rizado de forma desinteresada mientras se inclinaba sobre el microscopio.

La joven asomó la cabeza por el balcón.

— Sip. —entrecerró los ojos—. Ah, no, no, no. Ahora lo lleva de la oreja hacia el interior de la casa. —sonrió con alegría al ver al perro corretear alegremente por el jardín—. Y Toby fue liberado.

— Excelente.

La chica ingresó al interior y se tumbó boca arriba sobre la cama.

— Y si no me falla la memoria, lo cual nunca sucede... —sonrió de lado—. Tú prometiste hacer unas cuantas tareas si te daba acceso a la propiedad.

— Hice una oferta, pero tú nunca aceptaste. Por lo tanto, el acuerdo no tiene validez.

— Ah-ah. —negó con diversión—. Dijiste, y cito: "tengo que ir a ayudarlo". Fue un pedido. No solo te dejé ayudar a Toby, sino que contribuí para que pudieras hacerlo. —dejó que su cabeza colgara en el borde de la cama— Ahora es tiempo de que cumplas con tu palabra.

Cruzaron miradas. Anabeth sonrió de cabeza, lo cual le otorgaba una apariencia psicópata. O al menos así lo creyó el menor.

— Te odio, Smith. —masculló entre dientes, yendo por su mochila escolar.

— Me amas.

— Eres el ser más despreciable que he conocido. —se sentó delante del escritorio.

— Me adoras.

— Y una psicópata. —sacó su manual de clase.

— Ajá... —se puso de pie y se dirigió al escritorio del niño—. Bueno, esta psicópata se preparará un sándwich. ¿Quieres que te traiga uno?

— No.

— Okey. Tú te lo pierdes. —se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

— Espera.

La joven se detuvo. Su mano reposaba sobre el picaporte.

— ¿Sí?

Sherlock pareció dudar por unos instantes, antes de decir:

— Con mantequilla y crema de maní. —dijo con voz queda, sin despegar la mirada de su carpeta.

— Enseguida. —abrió la puerta, dispuesta a dejar la habitación.

— Gracias, Anne.

La joven se detuvo en el umbral. Sonrió para sí y comenzó a alejarse por el corredor.

***

A eso de las cuatro pasadas, se escuchó el auto de la familia aparcando en el garaje, seguido del ruido de llaves en la puerta de entrada.

Anabeth rodeó con sus dedos la taza de café que estaba sosteniendo, dejando que el calor de esta la confortara. Dio un pequeño sorbo, antes de que el mayor de los hermanos entrara a la cocina.

— ¿Y? ¿Cómo te fue en el debate?

— Como era de suponerse. Ganamos. —respondió, manteniendo su expresión indiferente.

— Y ahora pasarán a las...

— Finales. —terminó por ella—. ¿Queda agua caliente en la tetera?

— Sí, sírvete.

Mycroft tomó una taza y se preparó un té. En segundos se unió a su amiga en la isla de la cocina.

— Entonces felicidades. Mi más sentido pésame para tus próximos contrincantes.

El joven sonrió con suficiencia y le dio un largo sorbo a la bebida marrón.

— Gracias. —miró a un lado y al otro, reparando en que la casa estaba demasiado silenciosa—. ¿Y Sherlock?

— En su cuarto. Haciendo su tarea.

El genio frunció el entrecejo con extrañeza.

"Debe ser una broma."

Se puso de pie y, sin decir nada, se dirigió hacia las escaleras. Necesitaba ver eso con sus propios ojos.

Caminó por el corredor hasta detenerse frente al cuarto de su hermano. Abrió la puerta y, para su consternación, descubrió al niño sentado frente a su escritorio. Tenía su mochila a sus pies, sus libros de texto abiertos frente a él y se lo veía genuinamente concentrado.

Mycroft, sin hacer ruido, cerró la puerta. Permaneció parado en medio del corredor por unos instantes, intentando procesar lo que acababa de ver.

Regresó sobre sus pasos, reencontrándose con la castaña en la cocina. Ella le dirigió una de sus sonrisas ladeadas.

— ¿Satisfecho?

— ¿Lo amenazaste?

La sonrisa de Anabeth se ensanchó.

— ¿Me creerías si te dijera que él mismo se ofreció?

Mycroft parpadeó varias veces, consternado. Caminó hacia ella y, sin decir nada, la tomó por los hombros.

— Cómo. Diablos. Lo. Haces. —pronunció mientras la zamarreaba, exigiendo respuestas.

Anabeth no pudo hacer otra cosa más que destornillarse de la risa.

— No hago nada. —pronunció débilmente entre risas—. Te juro que no hago nada.

En realidad, si fuera por Mycroft ya hubiera cesado hace rato. Pero aparentemente esa acción la hacía reír. Así que la siguió sacudiendo mientras hablaba.

— No es posible. No puede ser posible. Ese de allá arriba no es mi hermano. —dijo en fingida indignación.

— Jajaja, ay basta. —dijo entrecortadamente sin parar de reír—. No puedo...

El pelirrojo, secretamente satisfecho con la reacción de la chica, la liberó y regresó a su postura erguida.

— ¿Ya te divertiste? —pronunció con aburrimiento, manteniendo su expresión neutra en todo momento.

— Mucho.

— Bien. —sonrió falsamente—. Ahora exijo que me respondas.

Anabeth se encogió de hombros.

— ¿Qué quieres que te diga? Hoy resolvimos un caso. A cambio, él haría su tarea. Es todo.

— ¿Y qué clase de caso, si se puede saber?

En ese momento, el menor de los hermanos hace acto de presencia en la cocina, trayendo consigo el plato y vaso que Anabeth le había llevado minutos atrás.

— ¿Por qué no dejas que Sherlock te cuente? —sugirió la ojimiel, dándole el último sorbo a su café.

— ¿Hm? —tarareó el menor mientras dejaba ambos trastes en el lavavajillas.

— ¿Y bien, hermano mío?

— Pudimos desbaratar una red de mentiras salvando a un inocente de la cárcel y llevamos al verdadero culpable ante la justicia.

La chica mordió su labio en un intento por no reír. La expresión de su amigo no tenía precio. Los ojos del pelirrojo se posaron inmediatamente sobre ella.

— ¿Anabeth?

— Bueno... Algo así. —se encogió de hombros—. El hijo de la vecina se lastimó y, en un intento por salvarse de la reprimenda, inculpó a su perro. Sherlock y yo logramos demostrar la inocencia del can y cómo realmente el niño se había causado la herida, haciendo que la señora Hawkins lo castigara por mentir.

— Ay, cállate Smith. —renegó el rizado—. Era mejor como lo había contado.

La expresión de Mycroft se suavizó.

— Ya veo. Parece que se divirtieron.

— Comparado con un largo y soso torneo de debate, seguro. —murmuró el menor espinosamente, saliendo de la cocina.

— Sherlock... —advirtió la castaña, pero el niño ya había desaparecido de su rango de visión.

— Ignóralo, Anabeth. —se encogió de hombros, restándole importancia al asunto.

— Sí tú lo dices... —se puso de pie y dejó la taza en el fregadero—. Bueno, mi trabajo aquí está hecho.

— Te acompañaré a la puerta.

El chico dejó la taza sobre la mesa y se puso de pie. Caminó hacia la sala, con Anabeth pisándole los talones. En su trayecto, divisó su mochila dejada sin cuidado en uno de los sillones. La recogió y se la entregó a su propietaria, notando que era más pesada de lo que recordaba.

— Gracias, por cuidarlo. —agradeció genuinamente, una vez que se encontraron en el umbral de la puerta—. Espero que no haya sido una molestia.

— Mycroft, te he dicho mil veces que Sherlock no es una molestia. —ladeó la cabeza hacia un costado—. Ya hasta lo considero mi hermanito adoptivo.

— Ajá. —mostrándose escéptico—. Ven a vivir un mes aquí y luego dime si sigues pensando lo mismo.

— Habla tooodo lo que quieras. —sonrió—. Te lo voy a robar un día de estos.

— No molestes.

Anabeth le dio un golpecito juguetón en el brazo a modo de despedida. Retiró el candado de su bicicleta y se montó en ella.

— Nos vemos. —saludó.

— Hasta el lunes.

La chica comenzó a pedalear aprovechando la bajada de la calle. Mycroft la observó hasta perderla de vista en la siguiente intersección.

La castaña esbozó una pequeña sonrisa que se fue ensanchando a medida que se alejaba de la mansión.

A partir de esa tarde, podría llevar a cabo el pequeño proyecto que tenía en mente desde hace semanas.

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