Cementerio de tormentas e ilu...

By Bermardita

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Dos enemigos mortales. Un pirata y un militar. Dos ambiciones diferentes. Conseguir el tesoro legendario y... More

SINOPSIS
MAPA
ANUNCIO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 01
CAPÍTULO 02
CAPITULO 03
CAPÍTULO 04
CAPITULO 05
CAPÍTULO 06
CAPÍTULO 07
CAPÍTULO 08
CAPÍTULO 09
CAPÍTULO 10
(ESPECIAL) HISTORIA EXTRA #1: Rosaura en el muelle
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
HISTORIA EXTRA #2: Sueños fragmentados

CAPÍTULO 15

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By Bermardita

Sus planes se desviaron un poco. Y de una manera un tanto inconcebible.

Luego de pasar por la biblioteca antigua para encargar la recolección de ciertos títulos, y tras recibir el consentimiento del rey para reclutar más hombres, el capitán Ivar no pensó en nada más que en priorizar sus planes. Había conseguido la aprobación que necesitaba, ahora solo le quedaba apresurar al resto de sus subordinados para que consiguieran provisiones para el próximo viaje mientras que él se encargaba del resto.

Ivar llegó a la isla Limandi una tarde calurosa. Además de ser la base militar del reino, el sitio ocultaba en su interior a los peores criminales, a aquellos que no podían encerrarse en una prisión común.

Ese mismo día, en la construcción penal ubicada en medio de la pequeña isla y rodeada por una muralla enorme que obstaculizaba cualquier intento de escape, algunos prisioneros conspiraban entre ellos para crear el plan perfecto y así lograr obtener la libertad deseada.

Y era justo el día que Ivar arribó en la isla. El capitán fue testigo del intento de escape.

El eriante había dado su primer paso dentro de la base cuando, de forma repentina, se convirtió en un rehén improvisado de los criminales. Él era consciente de la responsabilidad de su cargo y de lo que significaba encontrarse en esa posición desfavorable. Los marineros de rango inferior se veían amenazados ante la acción de los reos rebeldes, pues con él haciendo el papel de prisionero, los eriantes fácilmente podían ser controlados mediante amenazas. Tenían que respetar la vida de sus superiores.

Había sido un movimiento astuto por parte de los criminales, por supuesto, pero Ivar no era un capitán cualquiera al que podrían usar con facilidad.

El líder miraba fijo al teniente Kioba, quien lo había acompañado desde el continente y que se mantenía inmóvil a solo unos pasos de distancia. Estaba en alerta. La mirada que ambos hombres se dirigían cargaba un mensaje de advertencia.

Ante la tensión, el capitán soltó una carcajada pequeña. Por reacción a ese acto, pronto sintió el filo de una cuchilla contra su cuello. Un movimiento en falso ocasionaría su propia muerte.

―¿De qué te ríes? No olvides tu posición ―amenazó el hombre que estaba a su espalda.

―Yo no me olvido ―respondió Ivar con altanería―. Y espero que ustedes no olviden la suya ―agregó. Más que un mensaje para su opresor, parecía decírselo a sus subordinados, en especial a Kioba que aún no perdía el contacto visual con él.

―¡Ordena que retrocedan! ―bramó impaciente su captor―. Diles que, si no hacen lo que les pido, te mataré.

―¿Por qué debería hacerlo? Tú sostienes el cuchillo, mejor hazlo tú. Anímate, ordena lo que quieras ―lo instó el capitán, todavía sonriendo.

―¡Suelten sus armas y déjenos pasar! ―A medida que el hombre hablaba, intencionalmente hundía el metal filoso en la piel de Ivar, sin llegar a causar una herida mortal. Lo necesitaba con vida hasta encontrarse a varios kilómetros de la prisión.

Algunos eriantes se apresuraron a soltar sus armas y retrocedieron para dejar la entrada principal libre, haciendo un camino pequeño en medio de la multitud para que pasaran los rebeldes. Otros se mantuvieron firmes en sus puestos, listos para luchar; entre estos estaba el teniente Kioba. Si él conocía al capitán como creía hacerlo, soltar su arma solo dispararía su enfado: la vida de un eriante no era más importante que el escape de casi una veintena de criminales. Además... estaba ese "algo" que intuía. Una voz diminuta en su mente le gritaba que era mejor no hacer nada.

―Pongan sus manos donde pueda verlas ―volvió a demandar el mismo hombre, su voz era áspera y su expresión se distorsionaba por la impaciencia. Apretaba con fuerza el brazo alrededor del cuerpo de Ivar.

―¡Ustedes! ―exclamó otro reo. Se acercó al líder y miró a un grupo en específico―. Suelten sus armas si no quieren que les entreguemos a su capitán en pedazos.

Por unos instantes, Kioba observó a su alrededor en busca de respuestas, de posibilidades que no lograba encontrar. Luego, volvió a toparse con la mirada de soslayo del capitán. Ivar seguía observándolo de la misma manera que antes, como si esperara una señal o alguna acción por parte del teniente, como si quisiera que entendiera sus verdaderas intenciones. Pero Kioba no sabía qué hacer. Quizá le estaba tendiendo una trampa para ver si tenía la destreza suficiente para adaptarse a la situación y crear un plan de inmediato. Debería mantenerse firme, seguro, pero la pequeña línea de sangre que comenzaba a brotar de la herida en cuello de Ivar le advertía que pocas eran las opciones a considerar. Tenía que ponerle fin al problema, y esperaba que su decisión fuese la correcta.

―Pueden asesinarlo si quieren. ―Kioba se armó de valor, empuñó su pistola de bolsillo con fuerza y apuntó hacia el líder de los criminales―. Pero de aquí nadie escapará.

―¡Estúpido! —exclamó uno de los reos―. ¿Planeas sacrificar a tu capitán?

Kioba tragó saliva, sin inmutarse.

―Es preferible morir antes que perder el honor. Ganar o morir, así de simple es esto. Si querían intimidarnos con este acto pobre, ha sido una terrible elección.

Ivar sonrió entonces. Y Kioba sintió que podía con todo, aunque en el fondo temía haber acelerado las cosas.

―Y ustedes, cobardes ―prosiguió el teniente—, ¿cómo se atreven a llamarse eriantes cuando ceden a esta situación? ¿Quién les ordenó tirar sus armas? ¿Obedecen a los reos o a nuestro capitán?

Dicho eso, Ivar tomó desprevenido a su opresor al propiciarle un fuerte pisotón en uno de los pies, haciendo que su enemigo perdiera el enfoque y logrando también aflojar el agarre que tenía alrededor de su cuerpo. Sin darle tiempo a reaccionar, el eriante lo golpeó rápido en el estómago con el codo. Se giró de inmediato para una lucha cuerpo a cuerpo y, tan pronto estuvo de frente, sus golpes alcanzaron distintas zonas. Planeaba seguir, pero un roce en uno de sus brazos lo desconcertó.

Kioba apareció para encargarse del prisionero que había intentado apuñalar a Ivar. Luego, el resto de eriantes se apresuraron a unirse al encuentro, luchando cuerpo a cuerpo con los rebeldes. Con tanta cercanía, las armas de fuego no funcionarían. Y las espadas podrían ser armas de doble filo.

Los eriantes controlaron la situación en no más de una hora, Ivar escupió saliva al suelo mientras se llevaba una de las manos a la zona herida, limpiando así la fina capa de sangre que escapaba. Cinco de los prisioneros estaban muertos a sus pies, el resto era escoltado de regreso a sus celdas.

―Ya ha sido suficiente juego por hoy ―declaró el capitán―. Saquen a estas alimañas de mi vista. No necesito personas desleales aquí ―ordenó, refiriéndose a sus subordinados que cedieron ante las órdenes de los criminales.

El teniente Kioba avanzó hacia él, pero siempre manteniéndose un paso atrás. Sin inmutarse, preguntó:

―¿Desea que interroguemos a los prisioneros?

Kioba sabía que los eriantes inseguros debían recibir un castigo. A ellos no se les permitía tener debilidades; y el haber dado marcha atrás, para Ivar era reconocer la derrota. Era algo que no aceptaba en absoluto.

―No, ahora no ―dijo él con una sonrisa―. Enséñenles a estas sabandijas qué tan ciertos son los rumores que circulan sobre mí y lo que ocurre en esta pequeña isla cuando se desobedecen las reglas. Merecen un castigo ejemplar, tal vez incluso la expulsión deshonrosa.

―Por supuesto, señor.

Kioba ordenó a otros hombres que guiaran al capitán a un lugar más tranquilo mientras él se encargaba del papeleo. En el trayecto al pequeño despacho común, escuchó a varios de sus compañeros discutir sobre lo sucedido.

―Sabía que el capitán era desconsiderado, pero no creí que fuera para tanto ―decían algunos―. No puedo creer que no se inmutara teniendo un cuchillo en la garganta. A la próxima sería mejor que lo mataran si toma estas cosas como un simple juego.

Kioba sonrió. El capitán no tenía escrúpulos, eso era un hecho innegable. El teniente no entendía por qué algunos eriantes seguían sorprendiéndose de la actitud de Ivar. Así como sucedió, si el capitán decidía poner a prueba a sus subordinados en una situación de vida o muerte, los que tendrían problemas serían aquellos que no supieran interpretar sus intenciones o que mostraran la más mínima debilidad. Ivar no aceptaba a cualquiera en su tripulación.

Por eso, personalmente Ivar se encargaba de verificar que los eriantes estuvieran a la altura para servirle, que quienes iban a ser seleccionados para navegar a su lado fuesen enérgicos, inteligentes, flexibles y capaces de adaptarse a cualquier situación ―este último punto era importante, pues ni siquiera el capitán sabía a qué debían enfrentarse―.

Viendo solo los ojos del capitán, Kioba había entendido que, incluso en ese momento tan complicado, Ivar había empezado a analizar a los candidatos para su próximo viaje.

Podía haber sido rehén, podía haber estado en peligro su vida, pero un eriante que fácilmente cedía ante órdenes ajenas no le servía en absoluto. Eso era lo él había calificado con la situación: la lealtad.

Ivar era temible, sin duda. Fácilmente podía desechar a otros. Muy pocos ―o quizá nadie― conseguían intimidarlo o ponerlo en una situación complicada. Kioba sabía todo ello, aun así, él había dudado y deseaba que nadie se hubiera percatado de sus instantes de debilidad.

No muy lejos de donde el teniente se encontraba, Ivar se había sentado frente a un escritorio repleto de libros antiguos, con varios pergaminos enrollados a los lados. La herida de su cuello apenas le molestaba, el disgusto que tenía en ese instante se debía a otra cosa. Acarició con la punta de su dedo pulgar la fina capa de barba que comenzaba a crecerle mientras pensaba a dónde dirigirse una vez eligiera a los mejores hombres de Limandi.

¿Cuántos días le tomaría descifrar el objetivo de Kodiak? ¿La niña le mostraría el camino? ¿Debería siquiera creerle?

A estas preguntas se le sumaban las que se referían al incidente con los prisioneros. En un sitio como aquel, la información se transmitía con velocidad. Los reos deberían haber sabido que él llegaría esa tarde y que eso podría complicar sus planes. Entonces, ¿por qué no se amotinaron antes?

Algo no encajaba, pero Ivar no estaba seguro de qué era. Tenía tantas preocupaciones en la mente que debía obligarse a sí mismo a escoger prioridades.

"Querían quitarme del medio", supuso. "Alguien esperaba que esas sabandijas me mataran. Alguien les recomendó escapar a ese horario". Su conclusión era que había un traidor entre los eriantes, un hombre que buscaba deshacerse de él sin ensuciarse las manos.

¿Quién? No lo sabía. Tenía demasiados enemigos.

Era una mañana bastante tranquila. Ivar pensó que podría haber disfrutado del día, si no fuera porque se había despertado de malhumor... otra vez. Llevaba varias jornadas presenciando el entrenamiento de los eriantes de la base mientras analizaba las mejores opciones para su nueva tripulación.

Y esperaba. Estaba harto de esperar. ¿Qué esperaba? No lo sabía. El obículo le había pedido paciencia y a él ya se le estaba agotando.

Ivar no sabía si realmente creía en las palabras de esa niña o si tan solo buscaba excusas porque no sabía hacia dónde continuar con su misión. Lo único que comprendía era que le seguiría el juego por el momento a la niña. No tenía nada que perder, salvo tiempo.

Ella dormía quién sabe dónde y él no tenía la certeza de que los poderes que tanto profesaba existieran en realidad. Pero de alguna forma, Ivar sentía que tomaba la decisión correcta al aguardar como ella le indicó que hiciera. Esperaría, al menos, hasta tener un destino seguro en su agenda.

―¿Tiene algunos hombres en mente, señor? ―preguntó el teniente Kioba con una expresión impasible. Estaba de pie casi a su lado con unos papeles en las manos.

―Sí, algunos ―respondió Ivar con indiferencia mientras observaba el entrenamiento desde una ventana. Casi al instante, se giró y comenzó a andar con firmeza hacia la puerta. Abandonó la habitación y avanzó en línea recta por un corredor largo para dirigirse a un cuarto nuevo, donde el desayuno le esperaba.

―¿Seguirá con la supervisión este día?

―Es probable que nos enfrentemos a una situación similar a la de la última vez, así que el proceso de reclutamiento es bastante minucioso. No me gustaría que alguno se acobardara por trivialidades. Así que sí, continuaré con la supervisión.

Los labios de Kioba temblaron ante la selección de palabras del capitán, no creía poder tolerar otro encuentro con una criatura como la de la isla del tesoro. Sin decir nada, el teniente se marchó para que su capitán pudiera comer en paz.

El eriante se tomó su tiempo para degustar de los alimentos. Luego, cuando terminó, abandonó el complejo y fue directo al campo de entrenamiento. Allí, ordenó a los presentes a pararse firmes y en una línea.

Los observó con cuidado, se detuvo en cada uno de ellos.

―El rey me ha encargado a importante misión de encerrar a la peor sabandija que todavía sigue libre, fuera de estos muros. Llevar a cabo esta misión significa poner en juego nuestro honor, todo o nada. Vida o muerte para mí y para mi tripulación. Algunos de ustedes me acompañarán en la travesía, pero... ―Ivar hizo una breve pausa solo para hacer que sus palabras sonaran más atemorizantes―. Pero si veo cualquier deslealtad, cualquier inseguridad... o la más mínima debilidad, no la perdonaré. Quienes se suban a mi barco deberán obedecer y abandonar sus miedos.

Muchos eriantes, como era de esperarse, no se inmutaron. Solo pudieron parpadear o tragar saliva cuando Ivar se giró a ver en otra dirección. Den lo mejor de ustedes. Siempre.

Tras ese breve discurso, la siguiente rutina comenzó. Ivar decidió darse un largo baño, ese era un remedio para curar el cansancio y el estrés, necesitaba olvidarse un poco de sus preocupaciones. Todavía no tenía pistas sobre el paradero de Kodiak y el obículo no había vuelto a comunicarse con él. Su paciencia estaba a punto de desbordar.

Por fortuna, el resto del día transcurrió sin eventualidades y, luego de la cena, Ivar se retiró a su despacho. En algún momento, se quedó dormido.

O eso creyó

Cuando abrió los ojos, estaba en la tina del baño y sintió un terrible escalofrío. Pero no fue aquello lo que lo sorprendió, sino la imagen de una mujer que se mantenía sumergida al otro extremo. Su piel se veía tan pálida como siempre, pero, a diferencia de las veces que se había metido en sus sueños, en esta ocasión se veía extraña. Si antes era glamorosa, ahora no lo era en absoluto.

―Siempre es bueno verle el rostro de nuevo, capitán. ¿Me ha extrañado todo este tiempo? ―Ella preguntó con una sonrisa ladeada. Horrible. Impropia.

―Parece que mis noches de paz finalizaron. ¿Qué quiere? ¿Y por qué ha decidido meterse en una bañera conmigo, mujer?

―Siempre tan impaciente... tan descortés. ¿No quiere preguntar primero qué ha pasado con el pirata?

―No, gracias. Hago las preguntas en el orden que deseo.

―Tan aguafiestas como siempre —bromeó ella y le acarició una pierna por debajo del agua—. Yo amablemente quería darle un poco de diversión, pero veo que será imposible con un compañero de baño como usted. O de sueño, debo aclarar.

―¿Siempre es usted así de molesta?

―Veo que no desea los privilegios de disfrutar de mi agradable compañía, pero supongo que al menos puedo contarle un pequeño secreto ―sugirió de forma traviesa—. A eso he venido.

El obículo se removió dentro del agua y ladeó la cabeza a un lado. Ivar le restó importancia al asunto, cerrando los ojos despacio para no verla.

―Es sobre ese pirata.

―¿Qué pasa con él? ―espetó.

―¿Ahora sí quiere escucharme? ―cuestionó ella con descaro―. Es impresionante verlo cambiar de opinión tan rápido, capitán. Hace poco ni siquiera esto... ―Se puso de pie, desnuda, y señaló su propio cuerpo―, le llamaba la atención; pero solo menciono a ese hombre y de pronto usted es otra persona.

―Priorizo lo que es importante, eso es todo.

―Entonces le encantará saber esto.

―¿Qué?

―Al amanecer, tome un bote desde el extremo sudeste de Limandi —explicó ella—. A dos kilómetros de la costa, le entregaré un pequeño obsequio. Recuerde mantener su promesa de investigar sobre la forma de despertarme, yo he cumplido mi parte. Y no querrá tenerme de enemiga, lo juro.

Ivar abrió los ojos otra vez, cuestionando esas palabras.

―¿Una niña dormida cree estar en la posición de amenazarme?

―Lo crea o no, puedo convertirme en su peor pesadilla si me lo propongo.

Eso sí podía creerle. El capitán se limitó a soltar un suspiro exasperado.

―Espero que lo que me ofrece sea realmente bueno. Si me hace perder el tiempo, seré yo su verdadera pesadilla. La encontraré y la torturaré hasta que decida despertar por la fuerza —aseguró él.

―Jamás falto a mi palabra.

―Como sea, déjeme dormir ahora. No me moleste hasta que sea el momento de partir.

Y así fue.

Algo desconcertado, Ivar recobró la conciencia unas horas más tarde, con la sensación de escalofrío todavía recorriendo su cuerpo. Se levantó de la cama y caminó hacia la pequeña ventana de su habitación. Corrió las cortinas a un lado y miró el firmamento. Aún no salía el sol, pero las tonalidades del cielo comenzaban a esclarecerse de a poco.

Tras arreglarse, partió solo a la dirección que ella le había dado, asegurándose de no despertar sospecha alguna. Y, cuando pudo llegar a su destino, no solo comprendió la gran influencia y poder que esa chiquilla tenía, sino también el inmenso regalo que pareció darle esa mañana.

Desde su bote a remos, Ivar logró distinguir, a cierta distancia, un pedazo de madera que flotaba en el agua. Encima del mismo yacía el cuerpo de una mujer a la que reconoció al instante y la silueta de un desmayado Kodiak; o más bien, de lo que quedaba de un pececillo que aspiró a convertirse en el gran dragón del océano y que se quemó con sus propias llamas. Pálido y más delgado que en su último encuentro, el único indicio de que seguía con vida era el leve movimiento de su pecho.

―Nunca miento. Incluso me aseguré de que su herida cicatrizara antes de que se desangrara en el océano. ―Escuchó él el susurro de una voz femenina en el viento―. Fui sus ojos, ahora conviértase en mi medio para despertar. Le he traído a su enemigo, es su turno de que cumpla la parte de nuestro trato.

Ella le había traído a Kodiak, aunque incompleto, pero lo había guiado a él y eso era lo único que importaba.

Ivar sonrió abiertamente. Casi, casi carcajeó. Por fin podría deshacerse de su mayor obstáculo.

¿Les gusta la historia? 

¿Cuál es su personaje favorito?

Gracias por leernos <3

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