CAPÍTULO 06

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Una semana de insomnio y de jaquecas continuas lograron desequilibrar el temperamento del capitán Makara

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Una semana de insomnio y de jaquecas continuas lograron desequilibrar el temperamento del capitán Makara. Cada vez que cerraba sus ojos, el obículo colmaba su mente de pesadillas y de amenazas. El alcohol era lo único que le ayudaba a apaciguar las molestias. Sin embargo, las provisiones no eran eternas en el pequeño navío y, un par de días antes de llegar a destino, el depósito se secó. No quedó allí vino ni cerveza, whisky aguado ni grog. Nada, salvo por agua.

El dragón del océano se paseó por la cubierta desde poco después de la medianoche porque sabía que el aire frío y salado lo ayudaba a disminuir su ansiedad. Por momentos, su consciencia le jugaba alguna mala pasada y podía ver por el rabillo del ojo la silueta del tesoro durante apenas un parpadeo. Quizás era su imaginación, su cansancio o su paranoia. O, tal vez, ella realmente se manifestaba allí cuando él se resistía al sueño.

La tripulación no era ajena al extraño comportamiento de su líder, a las órdenes extravagantes y al constante enfado. Comprendían que algo le ocurría, pero no tenían el valor de preguntar qué. Le temían más de lo que lo apreciaban; lo respetaban más de lo que les preocupaba.

El día anterior al desembarco en la zona de Maquiem, Makara explotó por fin; la bomba de tiempo en la que se había convertido estalló de repente, sin que un detonante hubiese exasperado su poca paciencia. Las ojeras marcadas y profundas ensombrecían su mirada y los labios secos lo hacían ver casi una década más viejo de lo que era en realidad. Refunfuñando, descendió al depósito con la frágil esperanza de hallar, aunque fuese, un mísero trago más. Revisó cada barril y botella, en vano. Él lo sabía desde el comienzo, pero su desesperación lo había llevado a intentarlo de todas formas.

Rendido y cansado, el capitán se dejó caer entre arcones vacíos. Cerró los ojos por un instante y respiró el pútrido aroma a ratas muertas, a restos de peces, a humedad, a moho y a agua salada. Se prometió a sí mismo levantarse pronto, pero el cansancio por fin ganó la partida.

Makara soñó con la habitación blanca e infinita una vez más. La experiencia no fue placentera, tampoco tan temible como sus pesadillas previas.

—Buenos días, capitán "me-asusta-una-niña-dormida" —saludó el obículo con sarcasmo. Su desprecio era palpable en cada palabra y en el tono de su aguda voz.

—¿Qué demonios deseas, niña? —consultó él, cansado y sin suficiente energía como para discutir con una pequeña malcriada.

—Ya que lo pregunta, deseo una habitación propia y una cama de verdad. Y quiero respeto, lo exijo —repitió ella. Sus pedidos eran siempre los mismos.

Makara, por más que en el fondo comprendiera las necesidades de su rehén, no podía hacer nada al respecto. La Acantha poseía un solo camarote y era el suyo, el del capitán. No se lo entregaría jamás a una niña. Además, consideraba que dar el brazo a torcer podría ser interpretado como signo de debilidad por su tripulación. No podría permitirse que una niña intentara manipularlo.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora