CAPÍTULO 07

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El porte del capitán Ivar destacaba entre los demás tripulantes

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El porte del capitán Ivar destacaba entre los demás tripulantes. Los detalles dorados en su uniforme azul eran símbolo de su rango; estos resplandecían sobre los hombros, en los puños y el cuello, junto con las numerosas medallas formadas en hileras sobre el lado izquierdo de su pecho. Cada una de ellas era una distinción, un trofeo obtenido por sus distintas hazañas. El imponente traje lo completaba la banda honorífica de su brazo izquierdo, que indicaba que se encontraba a pocos pasos de subir de rango. Todos aquellos méritos atribuidos a su persona, merecidos o no, enaltecían el carácter y el corazón de un capitán vanidoso.

Con las manos enlazadas en su espalda, dio su primer paso por la ciudad de Avelí como si hubiese regresado triunfal de su última misión. Esbozaba una sonrisa ladeada mientras observaba la gran urbe que se elevaba justo frente a sus ojos. Caminó por el muelle, erguido, hasta alcanzar las calles empedradas del puerto, donde un carruaje lo esperaba. Los avelinos se detenían en seco al ver el capitán; no todos sabían quién era, pero su uniforme era más que suficiente para llamar la atención de cualquier habitante del imperio. Varias personas se encerraron en sus hogares o tiendas y otros, que se hallaban lejos de un refugio, trataron de permanecer en su sitio sin hacer nada ofensivo: temían a represalias oficiales.

Ivar era ajeno a la conmoción que su presencia despertaba. No le importaba.

―Ha llegado justo a tiempo, capitán —comentó con formalidad el guardia que escoltaba al vehículo—. Habrá una fiesta real esta noche en honor al decimotercer aniversario de la reconquista de Prahba. Su majestad espera que pueda honrarlo con su presencia para brindarle un informe detallado de su viaje—informó.

Ivar no respondió. Le dirigió una mirada molesta al guardia y subió a su transporte, no sin antes dejar al teniente Kioba y a su alférez Kiam a cargo del resguardo de la embarcación y del resto del desembarco.

Con un gesto de su mano, el capitán indicó al cochero que iniciara la marcha rumbo a su hogar.

Los caballos tiraban del carruaje azul con grabados en oro que relucía y que marcaba su ostentoso paso entre los callejones de la zona pobre. Ivar cruzó las dos manos sobre su pecho, impaciente, y alejó las cortinas de la pequeña ventana para observar el exterior.

Las construcciones eran similares entre sí, en especial en el sector bajo, donde vivían los artesanos, los artistas, los pescadores y los carpinteros; la gente que trabajaba con sus manos para subsistir. No había nada relevante ni tampoco estructuras llamativas que pudieran diferenciarse entre el montón. Los edificios eran viejos y se encontraban en decadencia constante. Incluso los tejados de las casas estaban ya opacos por el polvo y no relucían con el azul real con el que habían sido pintados en el pasado. También se notaban las rajaduras de las paredes, el gran desorden, la suciedad acumulada y la pobreza en la que vivían los habitantes del área aledaña al puerto.

"Estas personas ni se esfuerzan por mejorar su calidad de vida", pensó Ivar con desprecio, tal vez porque él mismo había temido quedar en esa situación durante la juventud. De mala gana, ordenó al cochero que se apresurara para salir cuanto antes de ahí.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora