CAPÍTULO 13

337 58 6
                                    

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Tras tomar un baño mañanero y secar cada parte de su cuerpo desnudo, Ivar se apresuró a buscar en su guardarropa un conjunto de traje civil, algo no tan despampanante como su vestimenta habitual. Después de vestirse, caminó a pasos pesados hacia la planta baja de su palacete, donde el aroma del desayuno inundó sus fosas nasales. Se le abrió el apetito tan pronto asimiló el olor de los alimentos. Ansiaba poder comer bien durante los días que permanecería en la ciudad, el océano a veces le impedía darse ciertos lujos.

Tan pronto el leve ruido emitido por la suela de sus botas negras resonó por la sala, Gia se asomó en la puerta del comedor con los brazos cruzados sobre el pecho. La actitud molesta reflejada en el rostro su prometida le advirtió al capitán sobre la plática que tendría en pleno desayuno.

"¿Y ahora qué demonios quiere?" se preguntó él, exasperado. "¡Se comporta como si ella tuviera derecho para reclamarme algo!".

A tan solo unos pasos de distancia, él se detuvo frente a ella con una expresión neutra.

―Permiso ―demandó el eriante en tono de orden.

Para su sorpresa, la mujer cedió al instante, pero no tardó en seguirlo a la mesa del comedor, dando zancadas detrás de él.

―¿No debería disculparse por cómo me trató la noche anterior? —inquirió Gia.

―¿Por qué lo haría? De hecho, creo que es usted quien debería avergonzarse por su escandalosa actuación durante la fiesta.

―¿Realmente me lo pregunta? ―espetó ella, claramente resentida―. Soy su prometida, no lo olvide. Merezco un trato mejor que el que me brinda. No soy estúpida ni tampoco una escultura de mármol para quedarme quieta y callada a su sombra, capitán.

Ivar se sentó en la silla que una mujer de edad avanzada le ofrecía y, con un movimiento indulgente de la mano, ordenó a la servidumbre que prosiguieran a servirles el desayuno y que ignoraran la discusión. El eriante y su prometida no podían pasar más de diez minutos en la misma habitación sin que sus fuertes personalidades chocaran.

―Para serle sincero —comenzó a hablar él, ya sentado—, no quiero jugar a ser el buen prometido de nadie, no me interesa en lo más mínimo cómo se sienta con mi trato. Puede disfrutar de todo esto. —Estiró sus brazos a los lados en referencia a los lujos de la casa y a todos los privilegios que ella tendría al estar al lado de él―. Y yo puedo cumplir con el pedido del rey de tener una vida social apropiada para alguien de mi estatus. Es simple y sencillo. Usted me obedece cuando le doy una orden y hace lo que quiere el resto del rato, siempre y cuando no me avergüence. Me deja en paz a mí y yo la dejo en paz a usted cuando estoy en altamar. Fin del contrato. Con eso quedamos todos felices: usted, el rey y yo ―añadió—. No se interponga en mi camino ni cuestione mi autoridad. Es todo lo que debe hacer.

―Usted no planea respetarme jamás, ¿no es así? —insultó ella, sentada al otro lado de la mesa.

―No ha hecho nada que valga mi respeto. Muy poca gente lo logra.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora