CAPÍTULO 19

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Tras confirmar que la llave de la bóveda y la llave de la celda de Kodiak no estaban en su poder, Ivar sintió verdadero temor

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Tras confirmar que la llave de la bóveda y la llave de la celda de Kodiak no estaban en su poder, Ivar sintió verdadero temor. No era su vida lo que corría peligro, sino su honor.

Desconocía cómo acontecieron hechos tan nefastos frente a su nariz sin que se percatara de nada. En su mente solo importaba el resultado del incidente: ¡un capitán de la Erianta había sido engañado! Esa noción era insoportable. Inaceptable.

Se marchó de su palacete con las peores imágenes de un escenario aterrador. No dejaba de repetirse que debía haberle hecho caso a esa pequeña inseguridad que lo carcomía despacio desde su partida de Limandi, en lugar de esperar a que la duda consumiera su mente como lo hacía ahora. Solo le quedaba rogar que nada malo que pudiese perjudicar su reputación hubiese ocurrido, o tendría que darle al rey una buena justificación para excusar sus errores.

El capitán le pidió al cochero que condujera directo al puerto para la embarcación. Necesitaba confirmar su incertidumbre lo más pronto posible. Antes de partir hacia allí, había envíado a un mensajero para ir por la fuerza a buscar al letrado de la biblioteca que presumía de su conocimiento acerca de la civilización perdida de los sarachanhandaarthz. Ivar estaba seguro de que ese hombre le serviría en su próximo viaje.

Ya en el puerto, el capitán dio órdenes a los marineros que estaban de turno para preparar una embarcación. En eso estaban cuando el invitado especial llegó, con una expresión horrorizada y completamente desorientado. Miraba a la ciudad cual niño curioso que recién descubría el mundo.

El hombre vestía una túnica que cubría hasta sus pies, la prenda larga se arrastraba por el suelo adoquinado. Paseaba la mirada por todas partes, deteniéndose a veces en las personas del sector bajo con temor a sus intenciones. El sol del mediodía le parecía muy brillante, sus ojos ardían por la repentina claridad a la que fue sometido de improviso al ser arrastrado fuera de su sitio usual. Años de encierro le habían permitido acostumbrarse al ambiente lóbrego, cómodo y acogedor de la gran biblioteca así que, incluso un mínimo contacto directo con los rayos solares le ardían en su pálida piel como si lo atenazaban con hierro caliente. Había dedicado la última década de su vida a la investigación. Vivía en el edificio anexo a la biblioteca y transitaba siempre pasillos oscuros y sin ventanas.

El miedo que surcaba en el semblante de aquel hombre pareció profundizarse tan pronto vio al capitán que lo convocó. Ante el porte elegante e imponente de Ivar, por alguna razón extraña, el letrado asumió que se había metido en terribles problemas.

¿Qué tendría que ver el capitán de los eriantes con un hombre tan simple como él, un miserable bibliotecario? ¿Había abierto demasiado la boca la última vez que se vieron? ¿Lo habría ofendido?

Un terrible escalofrío le recorrió la espalda.

La mismísima silueta del capitán proporcionaba un buen motivo para temer. Tan pronto Ivar se acercó, el letrado sintió sus piernas temblar. El eriante mantenía las dos manos enlazadas en su espalda en una postura rígida y tensa. Mientras caminaba, hablaba con sus subordinados para darles las últimas instrucciones antes zarpar directo a Limandi, la base militar.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora