CAPÍTULO 11

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Cuando terminaron de conversar sobre el informe preliminar del capitán, los hombres decidieron hacer acto de presencia en la fiesta, donde los invitados esperaban ansiosos por el saludo de su majestad

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Cuando terminaron de conversar sobre el informe preliminar del capitán, los hombres decidieron hacer acto de presencia en la fiesta, donde los invitados esperaban ansiosos por el saludo de su majestad.

Sobre una alfombra roja, Ivar seguía al rey como el perro guardián que era. Él lo veía bastante alegre, pavoneándose entre la multitud que no dejaba de actuar como autómatas manipulables. Con exageración, el rey Krauss hacía ademanes con las manos en un intento de parecer simpático ante la concurrencia. Quien no lo conocía solía caer ante esta actuación.

Por el rabillo del ojo, el eriante notó que su prometida se encontraba a solo unos pasos, rodeada de otras mujeres que observaban a Ivar como si él se tratara del último hombre sobre la tierra y, aunque lo fuera, Ivar estaba seguro de que jamás podría congeniar con ninguna de ellas. Él consideraba que las damas de la nobleza buscaban únicamente una buena posición social y beneficios que hombres de su rango podrían ofrecerle.

Indiferente, Ivar actuó como si no conociera a su prometida y fingió no haberla visto.

Su recorrido duró muy poco. Una vez que el rey alcanzó su estrado, la multitud reunida esperó que él dijera algunas palabras de bienvenida. Ivar se situó a su lado derecho, erguido e inmóvil, mientras aguardaba atento que todo acabara. Las claves para sobrevivir en el palacio era saber actuar y tener paciencia.

Con un movimiento de la mano, el rey ordenó a los músicos iniciar con su trabajo. Los hombres, situados al costado de trono, empezaron a ejecutar la primera pieza con sus instrumentos; la melodía era acompasada, suave y lenta, dando a entender a la muchedumbre que la fiesta recién empezaba, a pesar de que algunas personas habían llegado hacía ya un par de horas.

―¿Lo acompaña esta noche su prometida, capitán? ¿Cómo es que se llama? ―interrogó el rey. Lucía relajado y aburrido.

―Ha de estar entre la multitud ―respondió Ivar, indiferente.

―¿Dónde?

Ivar buscó con la mirada otra vez, deseando no encontrarla. Para su mala suerte, Gia miraba justo en su dirección con desdén en el semblante.

―Por ahí ―dijo él sin más―. Su presencia no importa demasiado.

―¿En serio? ―El rey soltó un bostezo.

Ivar se limitó a observarlo por el rabillo de su ojo izquierdo, analizando con discreción el pequeño rasguño de una parte oculta entre su cuello y mandíbula. El monarca actuaba siempre de forma misteriosa, escondía detalles que él, por ser observador, solía notar.

Al eriante le generaba curiosidad la ausencia de la reina, pero sabía que mencionar esos asuntos no le convenían en absoluto. De hecho, estaba seguro de que la pequeña herida del rey debía haberla provocado ella, teniendo en cuenta los varios rumores sobre su verdadera naturaleza y las mismísimas palabras del monarca al respecto.

Cementerio de tormentas e ilusionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora