Cementerio de tormentas e ilu...

By Bermardita

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Dos enemigos mortales. Un pirata y un militar. Dos ambiciones diferentes. Conseguir el tesoro legendario y... More

SINOPSIS
MAPA
ANUNCIO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 01
CAPÍTULO 02
CAPITULO 03
CAPÍTULO 04
CAPITULO 05
CAPÍTULO 06
CAPÍTULO 08
CAPÍTULO 09
CAPÍTULO 10
(ESPECIAL) HISTORIA EXTRA #1: Rosaura en el muelle
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
HISTORIA EXTRA #2: Sueños fragmentados

CAPÍTULO 07

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By Bermardita

El porte del capitán Ivar destacaba entre los demás tripulantes. Los detalles dorados en su uniforme azul eran símbolo de su rango; estos resplandecían sobre los hombros, en los puños y el cuello, junto con las numerosas medallas formadas en hileras sobre el lado izquierdo de su pecho. Cada una de ellas era una distinción, un trofeo obtenido por sus distintas hazañas. El imponente traje lo completaba la banda honorífica de su brazo izquierdo, que indicaba que se encontraba a pocos pasos de subir de rango. Todos aquellos méritos atribuidos a su persona, merecidos o no, enaltecían el carácter y el corazón de un capitán vanidoso.

Con las manos enlazadas en su espalda, dio su primer paso por la ciudad de Avelí como si hubiese regresado triunfal de su última misión. Esbozaba una sonrisa ladeada mientras observaba la gran urbe que se elevaba justo frente a sus ojos. Caminó por el muelle, erguido, hasta alcanzar las calles empedradas del puerto, donde un carruaje lo esperaba. Los avelinos se detenían en seco al ver el capitán; no todos sabían quién era, pero su uniforme era más que suficiente para llamar la atención de cualquier habitante del imperio. Varias personas se encerraron en sus hogares o tiendas y otros, que se hallaban lejos de un refugio, trataron de permanecer en su sitio sin hacer nada ofensivo: temían a represalias oficiales.

Ivar era ajeno a la conmoción que su presencia despertaba. No le importaba.

―Ha llegado justo a tiempo, capitán —comentó con formalidad el guardia que escoltaba al vehículo—. Habrá una fiesta real esta noche en honor al decimotercer aniversario de la reconquista de Prahba. Su majestad espera que pueda honrarlo con su presencia para brindarle un informe detallado de su viaje—informó.

Ivar no respondió. Le dirigió una mirada molesta al guardia y subió a su transporte, no sin antes dejar al teniente Kioba y a su alférez Kiam a cargo del resguardo de la embarcación y del resto del desembarco.

Con un gesto de su mano, el capitán indicó al cochero que iniciara la marcha rumbo a su hogar.

Los caballos tiraban del carruaje azul con grabados en oro que relucía y que marcaba su ostentoso paso entre los callejones de la zona pobre. Ivar cruzó las dos manos sobre su pecho, impaciente, y alejó las cortinas de la pequeña ventana para observar el exterior.

Las construcciones eran similares entre sí, en especial en el sector bajo, donde vivían los artesanos, los artistas, los pescadores y los carpinteros; la gente que trabajaba con sus manos para subsistir. No había nada relevante ni tampoco estructuras llamativas que pudieran diferenciarse entre el montón. Los edificios eran viejos y se encontraban en decadencia constante. Incluso los tejados de las casas estaban ya opacos por el polvo y no relucían con el azul real con el que habían sido pintados en el pasado. También se notaban las rajaduras de las paredes, el gran desorden, la suciedad acumulada y la pobreza en la que vivían los habitantes del área aledaña al puerto.

"Estas personas ni se esfuerzan por mejorar su calidad de vida", pensó Ivar con desprecio, tal vez porque él mismo había temido quedar en esa situación durante la juventud. De mala gana, ordenó al cochero que se apresurara para salir cuanto antes de ahí.

Algunos minutos después, llegaron al sector medio y el capitán pudo relajarse. Sentía que volvía a respirar aire puro. En esa parte de la ciudad estaban los restaurantes, las tiendas, el distrito financiero, las escuelas y la antigua biblioteca. Había zonas verdes, pobladas de vegetación, y un río que fluía tranquilo entre las calles, separando los sectores. Las viviendas poseían estructuras diferentes y en buen estado, pero con un elemento en común: los techos estaban pintados de azul allí también.

La ley del imperio establecía que todas las construcciones debían tener el color del escudo real en su cima; quien incumpliera esa norma era desterrado a las islas más alejadas y perdía cualquier privilegio y posibilidad de ascender de estatus social.

Por fin, casi una hora luego, el carruaje alcanzó el sector alto de la ciudad, donde habitaban los ciudadanos más importantes: nobles, aristócratas y militares. El palacete de Ivar estaba allí, al pie de una colina que le pertenecía y que rara vez recorría.

Impaciente al ver el edificio, el eriante cerró las cortinas de la ventana y apresuró al conductor una vez más, ansioso.

Y, cuando el carruaje se situó frente a su destino, la puerta se abrió casi al instante y uno de los empleados le dio la bienvenida a su amo.

―Es bueno tenerlo de vuelta, señor —saludó el hombre con cortesía.

Ivar no lo recordaba, tampoco le importaba mucho. Se ajustó el cuello de la camisa, bajó por la pequeña escalerilla lateral y observó a su alrededor mientras una ráfaga de viento lo tomaba desprevenido.

―¿Algo relevante que deba decirme sobre la propiedad o sobre los acontecimientos durante mi viaje? ―inquirió.

―La ciudad ha estado tranquila en su ausencia. Hubo algunos problemillas en el sector bajo, pero nada que deba preocuparle —expuso el empleado—. Algo que podría interesarle es que el capitán Zwain ha visitado a su majestad más menudo que antes, se rumorea que planea derrocar a la realeza, señor. Hay muchas habladurías y no sabría decirle cuáles son verdaderas. En cuanto a la propiedad, la señora ha remodelado algunos cuartos.

Ivar le restó importancia al asunto y giró su cabeza en dirección al palacio que se alzaba en el centro de la ciudad, se encontraba al otro lado de un muro natural de arbustos y espinas que obstaculizaba la entrada a desconocidos. Solo era posible acceder a los jardines cuando se era escoltado por los eriantes desde diferentes puntos de la ciudad; los jardines eran un laberinto.

―Asegúrese de que un carruaje pase por mí dentro de cuatro horas, necesito tiempo para alistarme antes de la fiesta de esta noche —ordenó Ivar.

—Así será, señor.

Tras emitir su pedido, Ivar se encerró en su palacete, estaba demasiado cansado como para admirar el cambio de decoración realizado durante su ausencia. Se arrojó sobre el primer sillón que encontró y se permitió relajarse con libertad.

No notó el momento exacto en el que se quedó dormido, pero entre sueños alcanzó a escuchar el susurro de una voz femenina.

―No esté holgazaneando, Ivar. ¿Acaso no va a saludarme?

Él no respondió. Quiso girarse sobre el sillón e ignorar el comentario, pero las delicadas manos de una mujer comenzaron a ascender desde su abdomen y a desprenderle el uniforme. Ante esa acción, el capitán gruñó y se despertó con brusquedad. Aprisionó las manos de la persona con fuerza y la miró, asqueado.

―¿Qué cree que hace, mujer? ―preguntó él, despectivo.

―Pensé que podría recibir a mi prometido como lo merece. ―La dama tamborileó sus dedos sobre el pecho del general, sus movimientos eran seductores y bastante hábiles.

―Estoy demasiado cansado para sus juegos ―dijo mientras se levantaba―, si anda de tan buen humor, vaya y prepáreme un buen baño.

―No soy ninguna sirvienta para acatar sus órdenes, querido —se quejó ella.

―Para mí lo es, y si no puede hacer lo que pido, no me sirve en absoluto que viva en esta casa —aseguró Ivar.

―Cualquier hombre estaría complacido de tenerme a su lado, ¿no soy suficiente mujer para usted?

―Vamos a dejar las cosas en claro. ―El eriante se levantó del sillón y la encaró, él era mucho más alto y ella se intimidó ante lo fornido y bien trabajado que era su cuerpo. Cuando Ivar habló, la mujer se estremeció al escuchar la voz áspera del capitán―. No me incomoda que se revuelque con otros hombres, si tan complacidos están de tenerla a su lado. Me importa un pepino, yo a usted no la elegí. Al contrario, debería estar agradecida de que yo la haya aceptado como mi futura esposa. Además, no es como si estuviera de acuerdo con esta estupidez del compromiso. Es una orden de su majestad y la acataré. Usted viva su vida y permítame vivir la mía o su futuro será negro.

―No toleraré otro insulto de su parte. Puede ser el capitán más valioso de los eriantes, puede ser lo que sea que es usted, pero jamás conseguirá doblegarme como a los bárbaros con quienes ha estado tratando en sus viajes. Le exijo respeto.

―¿Respeto? ¿A una ramera? ―preguntó Ivar, incrédulo―, ¿no estaba usted interesada en llamar mi atención hace un momento?

―Su majestad me prometió una buena vida a su lado ―refutó ella a regañadientes. Sabía que no se encontraba en la posición ideal para contradecirlo.

―¿Y no la tiene? Le he dado libertades y permisos por lo que otras mujeres morirían de envidia ―espetó él, altanero―. Así que recuerde que, si no cierra su boca, yo podría hacer que perdiera sus privilegios y su estatus. Después de todo, otra mujer más agradecida aparecerá y ocupará su lugar sin problema alguno.

La dama no respondió.

―No se sienta especial, porque no posee nada extraordinario o que me interese. ―Ivar volvió a tomar asiento y la miró con una expresión divertida en el rostro―. Ahora, vaya y prepárame ese baño que le pedí. Luego, regrese hasta aquí de inmediato.

"Ni siquiera me llama por mi nombre", pensó ella, que disfrutaba oír cuando alguien pronunciaba la nomenclatura. "Soy Gia, maldita sea".

Susurrando insultos, la dama se fue y dejó a su prometido a solas en el vestíbulo para poder cumplir con la orden. Lo odiaba, pero tenía motivos para permanecer a su lado. Amaba los lujos y las libertades, el estatus que la relación le brindaba. Y, por fortuna, solo debía convivir con el capitán cuando él regresaba de sus viajes cada varios meses.

Al cabo de un par de minutos, Gia regresó para encontrar a su prometido en la misma posición que lo había dejado: relajado sobre el sillón. Aunque vivir con alguien de alto rango parecía, a simple vista, la situación soñada para cualquier jovencita, resultaba abrumador cuando se debía compartir el techo con alguien tan irrespetuoso como Ivar.

Ella poseía todo: sirvientes que la cuidaban, que le cocinaban y que se encargaban de la limpieza de cada rincón de las habitaciones del palacete. Su único trabajo era complacer las necesidades de su prometido para no ser lanzada a la calle como un trapo inservible, actuar como una medalla más en su uniforme. La casa, el lujo y el estatus social eran lo único que le importaban, no deseaba perder aquello. Al menos, el eriante solía estar siempre en el mar y rara vez pisaba el palacete o se inmiscuía en su vida.

―Quítame las botas ―ordenó él cuando la vio entrar.

Ella obedeció en silencio y guardó un par de insultos que esperaba, más adelante, decirle frente a frente; quizá, cuando la boda fuera consumada y bendecida por la realeza. El compromiso era arreglado, no había sentimientos románticos de por medio, solo la conveniencia. Y Gia soñaba con vengarse y con arrebatarle a su pareja todo aquello que poseía de una forma o de otra; deseaba que él falleciera en altamar luego de hacerla su esposa y antes de engendrar herederos.

"Solo debo tener paciencia", se dijo para sus adentros.

―Así me gustan las mujeres ―habló Ivar, también para sí mismo, sonriendo―. Obedientes y sensatas. Como premio por su buena conducta, le permitiré asistir conmigo a la fiesta de esta noche. Póngase un vestido que le haga competencia hasta a la misma reina si es posible. ¡No me avergüence!

El eriante dijo esto con cierta prisa y a modo de pedirle que se marchara de allí. Luego, volvió a calzarse las botas que antes le había ordenado a su prometida quitarle un par de minutos antes. Se puso de pie para dirigirse al segundo nivel del edificio, donde una tina de agua caliente lo esperaba en el cuarto de baño de su dormitorio.

"¡Maldito!" exclamó ella en su mente, ofendida. Había intentado ser dócil, hacer las paces para llevar una vida soportable, pero con el capitán Ivar como prometido, eso era imposible.

Sin más, ella esperó a que él desapareciera por las escaleras para ir en busca de una mucama que la ayudara a escoger su mejor vestido y un buen peinado. Al menos, podría disfrutar de una reunión social en el palacio esa noche.


Cuando Ivar salió de su largo baño, se vistió con su uniforme de gala: un elegante traje azul oscuro con bordes dorados que se amoldaba a su figura escultural. Dejó algunas de sus medallas más valiosas colgar sobre el lado derecho del pecho y acomodó su banda honorifica para ser distinguido y presumir de sus hazañas. Ya afeitado y a gusto con su imagen, se puso zapatos nuevos y fue hasta el recibidor del palacete.

Minutos después, su prometida también asomó desde una de las habitaciones contiguas y se le unió. El capitán la examinó de pies a cabeza. No podía negar que la mujer era guapa y que tenía un cuerpo muy bien proporcionado; lucía un vestido de escote moderado en color azul que remarcaba sus pronunciadas curvas. Ivar no soltó ningún elogio, solo un gesto leve de aprobación con su cabeza. Al menos, podría presumirla ante los envidiosos.

Caminaron en silencio, lado a lado, hasta la entrada de la construcción. Y, ya en la puerta, el eriante maldijo en su mente ver que su carruaje apenas venía doblando la esquina de la avenida.

―Tarde ―regañó Ivar al cochero cuando estuvo cerca―. Odio la impuntualidad.

―Me disculpo, señor. ―Apenado y asustado, el hombre ya casi anciano se apresuró a bajar de su lugar para abrirle la puerta a la pareja.

―Qué no vuelva a repetirse.

―No volverá a ocurrir, señor —aseguró el empleado.

Ivar dejó que su prometida subiera primero y tomara asiento. Él se acomodó frente a ella.

―¿Le gusta cómo me he vestido, capitán? ―preguntó Gia con una sonrisa coqueta.

Ivar se volvió hacia ella, desinteresado.

―Supongo que no se ve tan mal como hace algunas horas.

―Me trata como si no supiera formar parte de la alta sociedad; he nacido en una cuna mejor que la suya, ¿sabe? —insistió la dama, furiosa.

―Entonces, sabrá que las mujeres solo están para lucir lindos vestidos y sonreír sin abrir la boca para decir tonterías. —Con esto, él le puso fin a la conversación.

No volvieron a intercambiar palabras hasta llegar a la entrada del palacio. Allí, Ivar se ajustó el cuello de su camisa antes de que el cochero pudiera abrirle la puerta. Con falsa caballerosidad, el eriante extendió su mano a la dama que lo acompañaba para que ella pudiera descender.

Al dar sus primeros pasos fuera del carruaje, al capitán lo invadió el orgullo de ser uno de los escasos privilegiados que podían pisar el palacio real tantas veces como quisiera, sin invitación. Ni siquiera el gran muro de breñas con espinas era un obstáculo para él. Tenía permisos que eriantes de mayor rango que él no poseían todavía. Él era especial incluso entre la nobleza del imperio.

Decenas de guardias, de grumetes y de marineros estaban dispersos por la zona, vigilando y protegiendo a la familia real de cualquier imprevisto. En los jardines, las luces también estaban por doquier, sin dejar ni un punto ciego; la iluminación que rodeaba el edificio resaltaba su imponencia y dejaba ver la belleza arquitectónica, estética y armónica con la que fue creado el paisaje.

Ivar elevó la vista para observar el cielo estrellado por un instante y, cuando regresó la mirada al frente, encontró a su prometida formada en una fila entre el montón de parejas que ansiaban pasar al otro lado, donde una alfombra azul guiaba hacia otro portón escoltado por guardias.

El capitán Ivar sintió la necesidad de esconderse lejos de esa mujer que parecía no comprender el alto rango que él poseía. Fingió no conocerla y se dirigió a la entrada sin molestarse por respetar el orden de llegada del resto.

Allí, hizo una reverencia menor con su cabeza a quienes recibían invitaciones, que le permitieron pasar sin siquiera consultar quién era. Gia vio lo que él acababa de hacer y no tardó mucho tiempo en regresar a su lado, jadeando.

―Podría haberme dicho que no era necesario formarse ―expresó ella en un susurro, molesta—. Siempre he debido hacerlo.

―Mujer estúpida ―bramó él―, si vuelve a hacerme pasar vergüenza le aseguro que deseará no haberme conocido.

―No me llame estúpida, tengo un nombre por si no lo sabía. Si fuese usted más expresivo y cordial yo no cometería errores que lo hicieran enfadar. No leo mentes.

Ivar no la llamaba por su nombre porque no lo recordaba.

―Típica respuesta de una persona mediocre. —Se limitó a decir él—. Siempre culpando a los demás por su propia ineptitud.

―¿Me está llamando incompetente?

―¿No lo es? —insistió él

La mujer abrió los ojos. Deseaba armar un escándalo, pero contuvo las ganas porque lo último que deseaba era ser expulsada del palacio real.

―¡Miren a quién tenemos por aquí! —interrumpió una voz masculina.

―Pero si es el general de los lisiados, ¡qué honor! ―Se mofó Ivar con una sonrisa socarrona—. El capitán que tiene tan poco autocontrol que ha dejado inválidos a más de la mitad de sus subordinados.

―Oh, Ivar, no has perdido tu sentido de humor.

―Por supuesto que no, dicen por ahí que el humor debería prevalecer ante las adversidades —hizo una pausa—. En especial cuando uno se encuentra frente a un bufón.

El recién llegado fingió carcajear y se acercó, sigiloso, hacia el cuerpo inmutable de Ivar.

―Y dígame, capitán, ya que está de buen humor, ¿cómo pudo perder media tripulación ante una veintena de bandidos insignificantes? ―preguntó su interlocutor con sorna―. Yo no podría tener su buen humor luego de una humillación tan grande. Me he enterado de que el rumor llegó hace varios días y que su majestad comienza a cuestionar su eficacia ―agregó.

―Responderé a su consulta justamente porque estoy de buen humor ―recalcó Ivar sin borrar la sonrisa de su rostro―. No he sido derrotado y los bandidos no han causado ninguna pérdida. Dígale a su informante que consulte con el clima de mi destino y comprenderá que la tragedia no ha sido algo que pudiera controlarse —mintió—. Además, a diferencia de usted, jamás he sido derrotado en batalla. No tiene usted derecho alguno de hablar sobre eficacias cuestionables.

―¡Ah, tampoco ha olvidado su veneno! —se mofó Zwain entre dientes—. No ha sido mi intención poner en tela de juicio sus supuestas habilidades; es solo que sé que yo habría traído la cabeza del dragón del océano como premio si hubiera estado a cargo. Aunque media tripulación terminara en el fondo del océano en el proceso.

―Habla usted como si supiera batallar o matar enemigos. Los únicos que le temen son sus subordinados, lamento comunicarle —aseguró Ivar, amenazante.

Por apenas un instante, el rostro del general Zwain se deformó con odio ante esas palabras. Si la discusión se extendía demasiado, causarían un escándalo.

―Me parece que está lejos de saber su lugar aquí, compañero ―agregó Ivar de repente. La posición que adoptaba su cuerpo era intimidante―. Existe una brecha muy grande entre nosotros dos, ¿sabe por qué? —No esperó una respuesta—. El verdadero derecho de dirigir se obtiene por méritos tangibles y por habilidades reales, no por revolcarse con miembros de la familia real. No importa cuántos rangos tenga usted si no sabe siquiera blandir un sable. Un niño no puede dar consejos a un experto sobre cómo batallar.

―Ya veremos, Ivar. Veremos quién cae primero ―masculló Zwain entre dientes, enfurecido.

―No me haga reír. ―Su semblante ensombreció―. Usted no es competencia para mí, por eso mismo es que jamás me tomo en serio sus insultos. —Ivar le propició un breve golpe en el pecho a Zwain para que se apartara de su camino. La conversación había llegado a su fin.

Continuó caminando rumbo al salón principal. Gia lo seguía de cerca, cabizbaja.


Perdonen que suba el capítulo hasta ahora, tuve algunos inconvenientes y no pude hacerlo ayer. :(

Este capítulos nos presenta un poco el reino de Avelí y dos personajes nuevos. Además de que conocemos otra faceta de Ivar, ¿lo aborrecen un poco más? jajaja

¿Cuál es la primera impresión de la prometida y del capitán Zwain?

¿Opinión general hasta ahora?

Pronto conoceremos al rey \0/ 

GRACIAS POR LEERNOS <3

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