La Clase del 89' (Mycroft y t...

By MSCordoba

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Mycroft Holmes es el mejor promedio del instituto Dallington. Los valores de amistad y afecto no resultan rel... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 61,5
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Cartas
Epílogo
Nota de autora
Anuncio importante

Capítulo 29

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By MSCordoba

Cuando el reloj marcó las seis, dieron por finalizada la clase de batería. Anabeth pudo percibir el cambio en el estado de ánimo de su amigo. Se veía mucho más relajado. Aun así, ella se preguntaba cuál podría haber sido la causa de su enojo.

Desplazó el pensamiento de su mente. Sin importar la causa, eso ya era historia. Mycroft se veía bien y era lo único que importaba. Pudo verlo en sus ojos. En cómo sonreía mientras tocaba, en cómo la escuchaba atentamente absorbiendo sus conocimientos y en cómo maldecía cuando cometía algún error. Supo que había una chispa allí. 

En ese momento, Anabeth se dio cuenta que esa clase sería la primera de muchas otras.

— Creo que dos horas semanales sería razonable.

— ¿Te parece bien los lunes por la tarde de 4 a 6? Para no perder la costumbre. —sugirió ella. Los lunes siempre fueron sus días de reunión durante el año escolar.

Mycroft asintió en acuerdo.

— Sí, si no te resulta inconveniente. —hizo una pausa antes de añadir—. No tienes que hacerlo si no quieres. No deseo ponerte en un compromiso o...

Anabeth levantó la mano para detenerlo.

— Mycroft, en serio, no me molesta. En realidad, me das algo que hacer durante el verano y también me sirve para practicar. —lo tranquilizó, despejando cualquier sombra de duda en su rostro.

— Está bien. Pero si te molesto solo házmelo saber. 

— Siempre eres molesto, pero no por eso te dejo de visitar. —bromeó, ganándose un pequeño empujón por parte de su amigo.

— Has pasado demasiado tiempo con Sherlock.

— Nah, yo solía molestar a la gente mucho antes de conocer al Mini-Holmes.

Una pequeña sonrisa se formó en los labios del pelirrojo ante la mención del nombre. Cualquiera que osara a referirse hacia su hermanito haciendo uso de algún apodo tarde o temprano lo lamentaba. El niño siempre se aseguraba de ello.

Pero con ella no ocurrió tal cosa. El porqué de que su hermanito le permitiera llamarlo de esa manera aún le resultaba un completo misterio, pero su significado era sumamente revelador.

Quizá ella no pudiera verlo. Después de todo, Sherlock jamás diría o haría algo que demostrara algún tipo de apego emocional. Pero Mycroft lo conocía mejor que nadie y sabía leer entre líneas. No tardó mucho en darse cuenta, con el correr de los meses, que Sherlock había llegado a encariñarse con Anabeth. Secretamente se alegraba por eso.

— Adiós, Anabeth. —saludó, volviendo a la realidad.

Caminó hacia el auto que se hallaba estacionado en la entrada. Larry lo esperaba con las ventanas bajas, como era de esperarse en esa calurosa tarde de Julio.

Mycroft abrió la puerta. Antes de subir al vehículo, se dirigió por última vez a la castaña.

— Gracias, por lo de hoy. —dijo con sinceridad.

Anabeth sonrió de lado.

— Nos vemos el lunes. —saludó, sin moverse del marco de la puerta.

El joven asintió y subió al auto, cerrando la puerta tras de sí. Larry puso la llave en el contacto y en instantes se sumaron al tráfico de Londres.

***

Eran las siete en punto. Walter entró a la casa con una sonrisa de oreja a oreja.

— ¡Annie, tengo buenas noticias!

— ¿Compraste helado?

— Mejor.

La joven frunció el ceño en fingida decepción.

— Ya, habla. —alentó, al ver que su padre se había quedado en silencio.

— La constructora ha decidido expandirse y necesitan un nuevo maestro de obras.

Walter guardó silencio, esperando la reacción de su hija.

— No me digas que... —su sonrisa se amplió a medida que hablaba.

— Me postulé para el puesto. Somos tres los candidatos, pero con un poco de suerte... Sí. —asintió.

Anabeth brincó del sofá con solo oírlo.

— ¡Eso es genial! Felicidades.

— No te emociones. Nada está confirmado.

Walter intentó mantener la calma, pero Anabeth lo conocía mejor que nadie. Sabía que el hombre por dentro estaba temblando de la emoción.

— Aun así, es una gran oportunidad. —manteniendo el optimismo.

"Sí, si lo es." Pensó el hombre. "Si obtengo este empleo, ya no tendremos que depender de una beca. Podré enviarte a cualquier universidad que desees."

No dejó que su preocupación se viera reflejada en su rostro. En su lugar, habló con una voz segura y optimista. 

— Pediré pizza para celebrar. —anunció, para alegría de su hija.

— ¡Sí! Pondré la mesa.

Anabeth se dirigió a la cocina. Walter la observó desde la distancia. Aunque su cabeza era un mar de inquietudes respecto al futuro cercano, no dejó que estas lo distrajeran de su verdadero objetivo.

"Necesito conseguir este empleo. Por los dos." 

Mientras esperaban a que llegara la pizza, Walter y Anabeth tomaron asiento en la mesa de la cocina. El hombre le explicó que en las próximas semanas se sometería a una capacitación junto con los otros candidatos, lo cual implicaría pasar más horas en el trabajo. A Anabeth esa noticia no le agradó del todo, pero no dejó que su disgusto se hiciera visible. Después de todo, era solo por una temporada y quería apoyar a su padre. Sabía que esto era importante para él. Ella también decidió hacer su aporte, haciéndose responsable de gran parte de los quehaceres del hogar. Walter le agradeció por eso.

Mientras hablaban, Anabeth hacía alguna que otra pregunta sobre el nuevo puesto de trabajo. Walter respondía a todas y cada una de ellas, pero la castaña no pudo evitar notar ciertos signos de ansiedad que se fueron presentando a lo largo de la conversación. Ella intuyó que su padre estaba algo nervioso, lo que era entendible. Quizá fuera por la enorme responsabilidad que ahora recaería sobre sus hombros, o por la competencia con los otros dos candidatos. Fuera lo que fuera, Walter no quiso hacérselo saber.

Sonó el timbre, anunciando que su cena había llegado. Cuando la pizza fue colocada sobre la mesa, Anabeth simplemente dejó de darle vueltas al asunto y tomó una rebanada.

Cenaron en paz.

***

Dos semanas después.

Anabeth sirvió las galletas en un plato y lo colocó en el centro de la mesa. 

Mientras sacaba la tetera del fuego y volcaba el agua en dos tazas, observó por el rabillo del ojo como su amigo tomaba una galleta al azar y se la llevaba a la boca.

— ¿Ni siquiera vas a esperar a que me siente?

Mycroft observó a la castaña. Esperó hasta ingerir su alimento antes de hablar.

— Simplemente no pude resistirme. —dijo sin más—. Y si somos justos, tú nunca lo haces.

Era lunes por la tarde. Como habían acordado, las clases de batería siguieron su curso. Con cada práctica, Mycroft tomaba más y más confianza con el instrumento. Anabeth estimaba que, para finales de agosto, tendría un dominio completo de los ritmos básicos.

Luego de pasar dos horas frente a la batería, el dúo decidió hacer una pausa para tomar la merienda. La joven devolvió la tetera a su lugar y llevó ambas tazas a la mesa. Una con café para ella y otra con té para su amigo.

— En serio te gustan, ¿eh? —sonrió de lado mientras le tendía la taza.

— Mm-Hmm. —tarareó gustoso, recibiendo su bebida caliente—. Son deliciosas.

— Gracias. —al ver que el joven la miraba con confusión, agregó—. Las hice yo.

— ¿En verdad? —elevó ligeramente las cejas. No era la primera vez que las comía. Sabía que eran caseras, pero nunca imaginó que fuera Anabeth quien las horneara.

— Sí. Suelo hacerlas cuando estoy en extremo aburrida. —tomó una y le dio un mordisco, saboreando su crocante textura.

Mycroft observó el plato de galletas y luego a la chica sentada frente a él.

— Tienes que aburrirte más seguido. 

Anabeth rio por lo bajo.

— ¿Sabes qué es lo peor? No duran nada. Con papá nos las terminamos en menos de dos días.

— No me sorprende.

Anabeth ladeó la cabeza en consideración.

— Si... Creo que prepararé más. Si quieres el sábado te llevo algunas.

— Mmm, temo que no será conveniente.

Anabeth lo miró con curiosidad.

— ¿Por qué?

— Este sábado vendrán las amigas de mi madre de visita. Créeme. No querrás estar allí.

La joven asiente y guarda silencio, dándole un sorbo a su café. Luego de unos instantes se le ocurre una idea.

— ¿Te gustaría ir a una aventura en bicicleta? —suelta de repente, logrando que el chico casi se atragante con su té.

— ¿Qué? —carraspea, volviendo a adoptar su expresión estoica—. ¿Con qué objeto?

— Para salir de casa; hacer algo de ejercicio; respirar aire fresco; aprovechar la tarde del sábado y conocer un poco más tu ciudad. —enumeró con los dedos a medida que hablaba.

Mycroft tuerce el labio hacia abajo con disgusto.

— Tus razones no me resultan motivacionales para dejar la comodidad mi hogar.

Anabeth rueda los ojos.

— Si sirve de algo, no tendrás que preocuparte por la interacción social. Si es eso lo que te preocupa.

Mycroft eleva una ceja con suspicacia.

— Quieres llevarme a un lugar ni muy cercano para ir caminando ni muy lejos como para ir en auto, al aire libre, poco concurrido y (a juzgar por la seguridad con la que hablas) tienes la certeza de que disfrutaré. —deduce. Si bien no era mucho, era algo por lo que empezar.

— Exacto. —sonríe de lado, como de costumbre.

El joven entrecierra los ojos con desconfianza. Esa maldita sonrisa le resultaba imposible de leer. Y esos ojos color miel, astutos cual zorro, siempre daban la impresión de estar ocultando algo. Sin importar que tan desfavorecedora sea la situación para Anabeth, siempre tenía esa mirada de quien se está llevando algo entre manos.

"¿Será por ese motivo que esa expresión me resulta tan desconcertante?"

Mycroft eliminó el pensamiento de su mente.

— ¿Qué te hace pensar que aceptaré tu propuesta? —pregunta con calma.

— Te dije que dejaras de leer mis pensamientos. —reniega en broma—. Supuse que no estabas contento con la reunión del sábado y se me ocurrió brindarte una coartada. De nada. —sonríe con petulancia.

"Se me está contagiando su arrogancia." Pensó Anabeth con ironía, dándole otro sorbo a la bebida marrón.

Mycroft ladea la cabeza, considerando la propuesta.

Supuso que tener la compañía de Anabeth por todo un día sería mucho más tolerable que esas señoras melosas que no pararían de chismorrear y reír con sus voces estridentes. Si al menos pudiera recluirse en sus aposentos, no le importaría en absoluto. Pero su madre tenía la mala costumbre de sentarlo al lado de esas mujeres estiradas, siéndole imposible retirarse una vez hechas las presentaciones formales.

Soltó un suspiro con resignación. Detestaba que Anabeth lo conociera tan bien.

— Tú ganas. ¿Cuál es el plan?

— En mi casa a las 14hs. Lleva ropa y calzado cómodo. Lo necesitarás.

Mycroft no respondió. No necesitaba hacerlo. Ella era sumamente eficiente cuando de salirse con la suya se trataba. 

Con un cruce de miradas, sellaron el acuerdo.

No volvieron a tocar el tema por el resto de la tarde.

***

Sábado al mediodía.

— ¿Qué planes tienes para hoy? —habló Walter engullendo su bistec con ensalada.

Lo habían llamado para una junta. Ahora que comenzó el entrenamiento, estas salidas imprevistas se habían convertido en el pan de cada día. Anabeth lo miró mientras pinchaba un trozo de su propia comida.

— Ya te lo había dicho. Saldremos a pasear.

— ¿Era este sábado?

Anabeth rodó los ojos. Era la tercera vez que se lo repetía en lo que iba de la semana. Su padre era un hombre muy despistado en cuanto a fechas y compromisos se trataba. Su mente simplemente no era capaz de retener ese tipo de información por más de 24 horas.

— Sí. Ya te dije que Mycroft vendría a la tarde. ¿Otra vez lo olvidaste?

— Lo siento. Tengo muchas cosas en la cabeza.

"Ni me lo digas." Pensó la castaña.

Walter entrecerró los ojos y observó a su hija de arriba abajo.

— ¿Qué? —habló secamente, de repente extrañada por la mirada de su padre.

— Quizá no deba dejarte ir. No sé. —se encogió de hombros—. Es bastante lejos y estarás a solas con un chico toda la tarde. Mmm... No me da confianza.

Anabeth rodó los ojos. Sabía que su padre solo estaba haciéndose el difícil para molestarla.

— Correcto, ¿qué quieres?

Walter reemplazó su expresión seria por una de diversión. Sacó la billetera de su bolsillo y le extendió un billete de 10 libras por encima de la mesa.

— Cómprame media docena de churros a la vuelta.

La chica pellizcó el puente de su nariz en un intento por reprimir la risa.

"A lo que hemos llegado."

— Pudiste habérmelo pedido sin necesidad de hacer tanto drama.

— Ah, ah. —negó con la mano, leyendo los pensamientos de su hija—. Los churros serán solo para mí.

— ¡Pero...!

— Sin peros. ¿Quieres salir? Ese es mi precio.

— ¡Bien! Tú ganas, muerto de hambre. —habló con sarcasmo tomando el dinero. El hombre sonrió de lado, victorioso—. ¿Con o sin chocolate?

— Ya conoces la respuesta. 

Observó el reloj de pared y se puso de pie.

— Tengo que correr. —guardó su billetera y tomó su maletín—. Diviértete, Annie.

La joven observó a su padre ir y venir por la casa, revisando que llevara todas sus pertenencias consigo.

— ¿No te olvidas de algo? —insinúa la castaña desde la mesa, sosteniendo las llaves del auto.

— Gracias. —se apresuró a tomarlas—. Veamos. Tengo billetera, llaves, planos... ¿Qué me falta? —tanteó sus bolsillos—. ¡Ah, sí!

Se inclinó y besó la frente de su hija para luego sacudir su cabello, desordenándolo completamente.

— ¡Pa! ¡No hagas eso! —se quejó entre risas.

Walter, satisfecho con su pequeña broma-muestra de afecto, caminó hacia la entrada. Antes de salir giró sobre sus talones de manera teatral y se dirigió hacia su hija.

— ¡Arrivederci bambina! —exclamó.

— ¡Suerte!

El hombre asintió con la cabeza y salió, cerrando la puerta tras de sí. Anabeth soltó un suspiro, acostumbrada a la conducta excéntrica de su padre.

— Está loco... —murmuró con diversión—. Pero como dicen, de tal palo tal astilla.

Terminó su almuerzo en silencio. Al cabo de unos veinte minutos, dejó los platos en el lavamanos y comenzó a alistarse, empezando por darse una ducha.

Mientras tanto, del otro lado del Támesis, Mycroft se hallaba en la comodidad de su sofá. Tamborileaba sus dedos sobre el apoyabrazos, sintiendo como si los minutos fueran horas. Quizás era por la presión de abandonar la casa antes de que llegaran esas detestadas señoras, o por el hecho de que no quería seguir viendo esa sonrisa sugerente en el rostro de su madre cada vez que hacían contacto visual.

Porque sí. Margaret Holmes, inevitablemente, debía estar al tanto de los planes de su hijo mayor. Cuando él le había mencionado que se reuniría con Anabeth esa tarde, la mujer lució encantada con la noticia y no tuvo ningún reparo en demostrarlo. Mycroft le había recordado en reiteradas ocasiones que no se trataba de una cita, pero ella simplemente hizo oídos sordos a sus palabras y siguió sonriendo de esa manera peculiar que sacaba al pelirrojo de sus casillas.

El joven clavó su vista en su mano, percatándose del tamborileo involuntario.

"Estoy ansioso." Se dijo a sí mismo, reparando en su propio lenguaje corporal. "¿Ansioso por irme de aquí o por ver a Anabeth?"

Revisó su reloj de pulsera y gimió con exasperación al ver que solo habían pasado cinco minutos desde su última revisión.

"Anabeth se rehusó a decirme nuestro destino. La incertidumbre también colabora a la ansiedad."

Mycroft dejó su mano quieta sobre el apoyabrazos al percatarse de otro detalle. No solamente estaba ansioso, sino que también se sentía nervioso.

"¿Por qué? ¿Por qué me sentiría nervioso de salir con Anabeth? Esto no es muy diferente a nuestras reuniones habituales." Intentó tranquilizar su mente, obligándose a desplazar esos pensamientos irracionales.

Mycroft volvió a mirar el reloj. Rodó los ojos y se puso de pie.

"No creo que Anabeth se moleste si llego unos cinco minutos antes"

Se dirigió al teléfono de la cocina. Marcó un número interno y en instantes se escuchó la voz de Larry a través de la línea.

El joven le explicó que saldría un poco más temprano de lo acordado. El hombre, manteniéndose siempre profesional, le aseguró que tendría el auto listo cuanto antes. Mycroft agradeció su eficiencia y colgó. 

A sus espaldas se oyó una voz, provocando que se le pusieran los pelos de punta.

— ¿Te vas temprano? —preguntó la mujer.

Mycroft giró sobre sus talones, encontrándose con esa sonrisa optimista que tanto le irritaba. No permitió que su asombro repentino se viera reflejado en su rostro.

— Sí. —contestó secamente, rezando porque su madre no hiciera más preguntas.

— Suerte en tu cita.

El chico llevó su mano al puente de su nariz y respiró profundamente, cansado de las insinuaciones de esa mujer.

— Por última vez, madre. —habló con calma—. No existe absolutamente nada de índole romántica entre Anabeth y yo. —mantuvo sus ojos firmes e impenetrables, esperando que a través del contacto visual ella lo entendiera de una vez por todas.

— ¿Y qué estás esperando, jovencito? —apoyó ambas manos en sus caderas, en su clásica postura de regaño.

Mycroft abrió los ojos de par a par. Si pudiera salir corriendo de esa conversación, lo hubiera hecho. Pero esa acción solo significaría que su madre tendría razón y por nada del mundo le daría la razón a esa mujer.

— Nada. Porque no hay nada que esperar. Solo somos amigos. —habló en un tono terminante—. Ahora si me disculpas, tengo un compromiso al cual asistir.

El pelirrojo salió de la cocina a paso ligero antes de que su madre pudiera hacer algún otro de sus comentarios.

Caminó hacia la entrada y cuando estuvo a punto de introducir la llave en la cerradura, logró escuchar la voz de la mujer en alto desde la cocina.

— ¡No te olvides de comprarle flores, Myc!

Mycroft se detuvo en seco. Agachó la cabeza y golpeó su frente contra la puerta, en un gesto de pura frustración.

Giró el picaporte y salió de la propiedad dando un portazo tras de sí.

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