La Clase del 89' (Mycroft y t...

By MSCordoba

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Mycroft Holmes es el mejor promedio del instituto Dallington. Los valores de amistad y afecto no resultan rel... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 61,5
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Cartas
Epílogo
Nota de autora
Anuncio importante

Capítulo 26

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By MSCordoba

Narra Anabeth.

Cuando Dalia abandonó el cuarto, y posteriormente la fiesta, tuve que hacer horrores para no sonreír de oreja a oreja a cada minuto. Decir que estaba feliz sería solo un eufemismo. La mezcla de alegría, alivio y satisfacción se arremolinaban en mi interior.

Tenía deseos de moverme, saltar, bailar en celebración, hacer algo para liberar esta emoción. Pero a pesar de mis deseos, hice uso de todo mi autocontrol para contenerme. No podía mostrarme feliz en frente de mis amigas, no cuando ellas tenían una expresión completamente diferente en sus rostros. Podía ver el sentimiento de traición en sus ojos. Al mirar a Erika sentí un pinchazo de culpa por toda esta situación.

"Después de todo, es tu cumpleaños. Nadie quiere perder a una amiga en su cumpleaños."

Sé que ambas necesitaban saber la verdad sobre Dalia. Sobre la verdadera persona que ella era. El único problema era que elegí el peor momento para hacerlo, aun siendo consciente de ello.

Las tres nos quedamos hablando en el dormitorio por otro cuarto de hora. Les terminé de contar, de forma concisa, las riñas que tuve con Dalia a lo largo de estos meses, las actitudes que veía en ella, y muchas otras cosas. Todo lo que me estuve guardando durante semanas fue liberado en esas cuatro paredes.

Ambas escucharon atentamente y solo me interrumpían cuando hacían alguna que otra pregunta, pero la mayor parte del tiempo permanecieron en silencio. Me disculpé con Erika por arruinar su fiesta, o al menos su estado de ánimo. Por supuesto, ella descartó la idea al instante. Me dijo que le había hecho un favor y lamentaba que yo hubiese tenido que soportar toda esta situación por tantos meses. Clara se mostró de acuerdo con ella.

Sabía que lo decía solo para no hacerme sentir culpable, o al menos así era como yo lo percibía. Lo único que pude hacer en ese momento fue sonreír tristemente y asentir.

Podía leer el lenguaje corporal de Erika. A pesar de que ya había pasado el clímax de la pelea, ella seguía enojada con Dalia. Podía verlo en su semblante. Aunque intentara disimularlo, yo podía ver que el resentimiento seguía presente en su mente. Un sentimiento que no desaparecería con una simple rebanada de pastel.

Las tres pactamos en que no volveríamos a hablar del asunto por esa noche. Salimos del dormitorio y nos unimos a la fiesta. 

Me aseguré de quedarme con ellas en todo momento.

Hice cuanto pude para distraer sus mentes de cualquier pensamiento incómodo o melancólico. Cada vez que la conversación volvía a encaminarse en un terreno peligroso, desviaba el tema hacia alguna vieja anécdota graciosa, las invitaba a bailar o hacía alguna idiotez para hacerlas reír.

Con el paso de las horas, sus estados de ánimo presentaron mejorías. Poco a poco el recuerdo de la pelea fue quedando atrás, siendo reemplazado por la música y la comida acompañados de alguna que otra charla casual.

Cuando me despedí de ellas a la mañana siguiente, parecían haber vuelto a la normalidad. Al menos es fue lo que dejaban ver en la superficie. Deberían tomarse un tiempo para digerir la partida de Dalia. Era lo lógico. Pero al menos pude estar tranquila al saber que, a pesar de todos los inconvenientes que les causé, Erika y Clara lograron divertirse y disfrutar gran parte de la noche.

"Al menos no les arruiné la fiesta para ellas."

***

Los primeros rayos del alba iluminaban el cielo de Londres.

Caminé por las frescas calles de Londres. Me estremecí cuando una ráfaga de viento chocó contra mis piernas al descubierto. Apresuré el paso, no viendo la hora de llegar a casa e irme a dormir.

"Malditas faldas. Sexys, pero terriblemente inapropiadas para el clima de Londres."

Al instante, mi mente recordó a alguien que también era sexy.

"Agh, idiota. Con toda la situación de Dalia y las chicas, me olvidé por completo de Dan." Me regañé a mí misma, golpeando mi frente.

Recordé la promesa que le había hecho a Dan, la cual obviamente no cumplí. No volvimos a hablar en toda la noche. Apenas lo vi una vez en la pista de baile, pero ni siquiera me había acercado a saludar. Mi mente se encontraba en otro lugar, cerciorándose de que las chicas estuvieran pasando un buen rato.

Suspiré, resignada. Claramente esa noche no estaba destinada a tener un coqueteo exitoso. Lo único positivo de todo esto era que, al ser completos extraños, no me siento demasiado mal por dejarlo plantado.

A lo lejos divisé mi hogar. Apresuré aún más el paso y hurgué en el bolsillo de mi chaqueta, sacando las llaves. Abrí la puerta y entré, desplazando cualquier pensamiento referido a ese chico rubio de ojos verdes. Tenía cosas más importantes a las cuales dirigir mi atención.

"Como recuperar las horas de sueño perdido, por ejemplo."

***

POV Narrador

Anabeth saludó a su padre. Walter se encontraba en la cocina preparándose el desayuno. 

Mientras el hombre ponía unos huevos a freír en la sartén, la joven aprovechó el momento de descuido para robar una de sus tostadas. Rápidamente se escabulló hacia su habitación, esquivando un trapo que fue aventado.

— Ladrona. —exclamó en una mezcla de molestia y diversión, recogiendo el trapo del piso.

Walter negó con la cabeza y puso otra rodaja de pan en el tostador.

"Niña traviesa."

La castaña rio por lo bajo y gritó un <<¡Gracias!>> antes de encerrarse en sus aposentos.

***

Domingo, 1:30 PM. Residencia Holmes.

Sherlock se asomó a la entrada por quinta vez en lo que iba de la hora. Bufó molesto al ver que no había señales de la ojimiel. Regresó a la sala y se cruzó de brazos con impaciencia.

— Ya debería haber llegado. —masculló entre dientes.

— Anabeth acordó estar aquí antes de las dos. Apenas pasan de la una y media. —informó el pelirrojo, sin desviar la mirada de su lectura—. Paciencia, hermano mío.

El menor rodó los ojos con fastidio y centró su visión en las manecillas del reloj. Solo esperaba que Smith cumpliera su promesa.

Cuando el reloj marcó la 1:42, se escuchó el sonido del timbre. Ambos hermanos se pusieron de pie. Mycroft se dirigió a la entrada. Antes de abrir la puerta, alisó una arruga inexistente en su chaleco y ajustó su corbata.

— Anabeth.

— Hola, Mycroft. ¿Todo en orden? —saludó, esbozando una sonrisa.

— Como debe estarlo. —asintió, haciéndose a un lado para dejarla pasar.

La castaña entró en la propiedad y echó un rápido vistazo a su amigo. Si lo hubiera visto vestido así tres meses atrás, creería que Mycroft asistiría a algún tipo de evento o reunión familiar. Con el tiempo se había acostumbrado a su estilo elegante casual. Siempre lucía impecable, sin un solo cabello fuera de lugar.

"Ahora me sorprendería verte con unos simples vaqueros y una camisa." Se dijo así misma, desplazando el pensamiento tan rápido como apareció.

— Smith, ya era hora. —haciendo acto de presencia en el vestíbulo.

— Hola a ti también, Mini-Holmes. —esbozó una sonrisa ladeada, ya acostumbrada al carácter espinoso del niño—. Bueno, un trato es un trato. Saludo a tus padres y nos vamos.

Sherlock sonrió, complacido.

— Oh, Anabeth. Debo informarte... —interrumpió el más alto—. Que nuestros padres tuvieron que asistir al Brunch en la casa de un amigo de la familia.

Sherlock pudo ver la pregunta en el rostro de la castaña.

— Tengo su permiso para salir. —se apresuró a decir—. Le pregunté a madre. Dijo que sí.

Mycroft asintió, confirmando sus palabras.

— En ese caso, podemos irnos.

Sherlock dio un pequeño salto de alegría y corrió hacia el jardín delantero. La chica sospechó que fue a darle el aviso a Larry para que encendiera el auto.

— Me sigue asombrando lo dócil que se vuelve cuando consigue lo que quiere.

— Disfrútalo mientras dure, lo cual no será mucho. —aconsejó el pelirrojo.

Y como si Sherlock hubiera escuchado sus palabras, a lo lejos sonó el ruido del claxon. El dúo volteó hacia el jardín. A lo lejos pudieron ver al niño sentado en el asiento del copiloto, tocando la bocina para apresurarlos.

Anabeth rodó los ojos, ignorando al menor.

— ¿Seguro que no quieres acompañarnos? Al menos para no quedarte solo.

— No hay necesidad. No quiero ser un mal tercio en su pequeña excursión

Anabeth ignoró su mirada burlona. Mycroft ya había dejado en claro su opinión respecto al caso. No deseaba verse involucrado en todo eso de la investigación sobre Powers. Le parecía una completa pérdida de tiempo. ¿Pero quién era él para detenerlos?

— Sin mencionar que unas cuantas horas lejos de Sherlock siempre son bien recibidas.

— Bueno... Tienes un punto.

Anabeth iba a agregar algo más, cuando fue interrumpida por un segundo bocinazo. Mycroft elevó una ceja, para nada sorprendido con la actitud persistente de su hermano.

— Será mejor que ambos se retiren de una vez. No estoy seguro de que Sherlock resista otro minuto de espera.

— Si... —masculla la castaña entre dientes, al tiempo que se escucha un tercer bocinazo. Ella soltó un suspiro. Ni siquiera habían abandonado la propiedad y ya estaba comenzando a perder la paciencia—. Oye, Mycroft. ¿Me das permiso para empujar a tu hermanito a la alberca? 

Sherlock dio un cuarto bocinazo. Este fue mucho más prolongado que los anteriores y sacó su cabeza por la ventanilla.

— ¡Oigan tórtolos, no tengo todo el día!

Mycroft observó a su hermano con una mueca de desagrado.

— Haz lo que creas conveniente.

Anabeth sonrió con malicia. Saludó al pelirrojo y cruzó la puerta.

— ¡Si vuelves a tocar bocina te corto la mano, enano! —amenazó mientras se acercaba al auto.

Sherlock pareció escucharla, puesto que regresó a su lugar y se colocó el cinturón de seguridad.

En cuestión de segundos, la joven se unió a él en el asiento trasero.

— A quién le dijiste tórtolo, ¿eh? —bromeó, revolviendo sus rizos ya de por sí desordenados.

— No. ¡Smith, no hagas eso! —se quejó intentando quitársela de encima. Una tarea inútil, considerando el espacio reducido.

— Entonces retráctate. —dijo tranquilamente, posando su dedo índice tentativamente en las costillas del menor, lugar donde sabía que era especialmente cosquilloso.

— Bien, me retracto. —se apresuró a decir, cruzándose de brazos.

Anabeth sonrió y volvió a su lugar. Disfrutaba molestar a Sherlock revolviendo sus rizos o haciéndole cosquillas. Era su forma de venganza.

Sus pequeños enfrentamientos siempre terminaban con Sherlock sacándole la lengua o poniendo mala cara. Pero ella sabía que no había un enojo real detrás se esa expresión ofendida. 

Todo era parte del juego y Sherlock, aunque no lo admitiera en voz alta, le gustaba esa clase de juegos.

— Hola, Larry. Perdón por el alboroto aquí atrás. —se disculpó, dirigiéndose por primera vez al chofer.

— Siempre es un placer volver a verla, señorita Smith. —dijo con sinceridad, girando el volante hacia la calle—. ¿Cuál es su destino?

— Piscina de Londres, Bristol. —anunció la chica, mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

— Iremos a ver una escena del crimen. —informó el menor. Su expresión malhumorada había desaparecido.

Sherlock y Anabeth cruzaron miradas, compartiendo el mismo nivel de entusiasmo.

"Comienza el juego."

***

Luego de unos 20 minutos de viaje silencioso, llegaron al complejo deportivo. Anabeth no sabía a ciencia cierta cuanto tiempo les llevaría su excursión. Por ende, informó a Larry que tomarían un taxi a su regreso.

Una vez que el vehículo se perdió de vista, Anabeth giró sobre sus talones y acompañó al menor a la entrada del club.

Fueron atendidos en una pequeña recepción. La castaña sacó una credencial de miembro. Al verla, la mujer del mostrador los dejó pasar sin más.

Sherlock elevó una ceja, intrigado.

— No sabía que eras miembro... Sarah King. —leyendo el nombre que figuraba en la tarjeta plastificada.

Anabeth sonrió de lado, guardando la credencial en su mochila. A ese niño no se le escapaba nada.

— Es una compañera de mi clase. —soltó sin más—. Me debía un favor.

El niño asintió con aprobación.

Cuando llegaron a la zona de la piscina, ambos se detuvieron. Anabeth fue la primera en hablar.

— ¿Qué estamos buscando exactamente?

— Aun no lo sé. —confesó el menor, observando a su alrededor— Algo que no encaje.

Anabeth recorrió el lugar con la mirada. La piscina se extendía todo a lo largo y ancho del club. A los costados se encontraban hileras de probadores, con sus respectivas bancas y cortinas. El complejo tenía un techo alto y ventanas a los costados, que permitían lograr una buena iluminación.

Las pareces estaban pintadas con tonos brillantes que alternaban entre el azul y el blanco. También habían colgado recientemente algunos banderines, anticipando la llegada del próximo evento deportivo.

Muchas familias llevaban a sus hijos a pasar las tardes de fin de semana dentro de esas aguas cristalinas. A lo lejos se podían ver a nadadores, de aspecto más profesional, haciendo largos en la zona más profunda de la pileta. La música sonaba por los altavoces, baja pero animada. Era un ambiente alegre y familiar. Nadie podría creer que hace tan solo unas semanas atrás ese lugar había sido el epicentro de una horrible tragedia.

Sherlock llevó sus manos bajo su mentón y cerró los ojos, recreando en su mente el día de la competencia, el día en que Carl Powers murió bajo el agua.

"Muchos competidores, entrenadores, salvavidas y público merodeando. Cualquiera pudo haberlo hecho. ¿Pero quién? ¿Y por qué? ¿Quién tendría los medios, la oportunidad y el motivo para sabotear su carrera?"

— Yo digo de revisar los casilleros. —sugirió la castaña, sacando al menor de su trance.

— ¿Hmm? —tarareó, sin haberla escuchado realmente.

— Carl perdió sus zapatillas. —le recordó—. En un torneo importante, a cada competidor se le asigna un casillero para guardar sus pertenencias, junto con una llave. Es una norma estándar de seguridad. Quizá no signifique nada, pero creo que es un buen lugar para comenzar... —hizo una pausa—. ¿Te acuerdas el número de casillero de Carl?

— Sí. Estaba escrito en el expediente del caso. Número 25.

Anabeth comenzó a caminar, seguida de cerca por el menor.

"Las zapatillas debieron ser guardadas en el casillero junto con el resto de su ropa. Cuando la policía llegó, estas ya no se encontraban en el lugar. El casillero se había mantenido intacto hasta ese momento... Necesito revisar esa cerradura."

Sherlock miró a la chica de reojo. Jamás lo admitiría, pero su idea había sido brillante.

El dúo giró en un pasillo que conducía a las duchas. Anabeth se detuvo en seco frente a la puerta. Sherlock también se detuvo y observó a su compañera, intrigado.

— Vamos, avanza.

— No puedo. Es el probador de hombres.

— ¿Y? ¿Qué tiene?

Anabeth lo miró por unos instantes, como si se tratara de una mala broma.

— Sabes por qué. Soy mujer. No puedo entrar ahí. —no podía creer que necesitara una explicación.

— No es como si fueras muy femenina que digamos. 

Anabeth sonrió falsamente ante el comentario. Volvió su vista hacia la puerta, decidiendo qué hacer.

— Agh, debo estar loca para hacer esto. —masculló entre dientes.

Se arrodilló y hurgó en su mochila en busca de una gorra. El escudo del Manchester United le devolvió la mirada. El emblema deportivo era sumamente apropiado para la ocasión. Se la colocó por encima de los ojos y ocultó el resto de su cabello ondulado por debajo de la chaqueta. No era el disfraz más adecuado, pero serviría.

— Si le dices a alguien donde estuve, eres hombre muerto. —advirtió.

Sherlock le sonrió con malicia. Ella sabía que ese no podía ser un buen augurio.

"Perfecto, cuando Mycroft se entere se reirá de mí por una semana." Maldijo internamente, mientras terminaba de plegar el cuello de su chaqueta.

Anabeth respiró profundamente y se adentró en el pequeño probador, con Sherlock pisándole los talones.

La habitación era alargada, contaba con un sector de duchas a un costado y una hilera de bancas de madera en el lado opuesto. Al fondo yacía el área de los casilleros.

Había un solo hombre en la habitación. Tenía una toalla alrededor de su cintura. Parecía que recién acababa de ducharse. Anabeth agachó la cabeza, ocultando su rostro por debajo de la visera y llevó las manos hacia sus bolsillos.

Sherlock rio por la nariz ante la expresión avergonzada de su compañera. Anabeth lo ignoró y procuró actuar natural, caminando derecho hacia el fondo de la habitación. Él la siguió de cerca, aun divertido con la situación.

Por fortuna, el sujeto pasó de ella sin prestarle atención en lo absoluto. En menos de un minuto, tuvieron el probador para ellos solos.

La chica suspiró, aliviada.

— Bien, veamos... —murmuró, buscando el número entre las hileras de casilleros—. Por algún lado tiene que estar...

— Lo encontré. —exclamó el menor—. Ve por una silla.

— ¿Para qué?

Sherlock elevó una ceja y se le quedó mirando con aburrimiento.

Fue entonces cuando Anabeth reparó en la estatura del menor, y la altura del casillero.

"No lo alcanzas." Pensó la ojimiel, conteniendo la carcajada.

— ¿Es que acaso no llegas, Mini-Holmes? —sin poder evitarlo soltó una risita piadosa. Era una imagen demasiado tierna.

— Agh, olvídalo. Iré yo por la silla. —bufó molesto y giró sobre sus talones, dispuesto a marcharse.

Anabeth se apresuró a poner una mano en su hombro y lo detuvo.

— ¡Hey! No te pongas así. Lo siento. —se colocó en cuclillas para estar a su altura—. Ven, sube a mi espalda y te elevaré.

Sherlock la observó con curiosidad. No creyó que Anabeth se ofrecería a ser su escalera, pero a ella no parecía importarle en lo absoluto. 

Decidió aceptar su oferta. Con cautela, rodeó a la chica y aferró las manos a sus hombros. Brincó sobre su espalda y la joven aferró sus piernas para sostenerlo.

Anabeth se puso de pie sin mayores dificultades con el niño a cuestas. Podía sentir los pequeños brazos de Sherlock aferrados alrededor de su cuello y su cabeza asomando por encima de su hombro.

— ¿Estás cómodo?

— Bastante, a decir verdad. Mejor que caminar.

— Ja-Ja. No te acostumbres. —dijo secamente. 

La joven se acercó al casillero número 25. Ahora que la altura no representaba un obstáculo, dejó que el niño examinara la puerta con ojo crítico.

— ¡Lo sabía! —exclamó, sobresaltándola en el acto.

— No me grites en el oído... —se quejó—. ¿Qué descubriste? 

— Mira las marcas en la cerradura. 

— No lucen muy diferentes a los rayones de otros casilleros.

A Anabeth no le sorprendió ver pequeñas marcas en la chapa. Este era un lugar público después de todo. Los casilleros, si bien habían sido repintados, aún denotaban algunos grafitis, rayones y, en los de la parte inferior, incluso se apreciaban abolladuras, producidas por patadas de algún que otro competidor disconforme.

— Pero si te fijas bien, verás que también se encuentran adentro de la cerradura. 

— Quieres decir que fue forzado. —afirmó ella, acercándose para verlo mejor.

— Efectivamente. 

— En ese caso, debió hacerse con algún tipo de alambre. —añadió, observando la cerradura con mayor detenimiento—. Uno grueso.

— De cobre, para ser más exactos. —pasó la yema del pulgar por la cerradura y observó los pequeños residuos que habían quedado en su pulgar—. A juzgar por el tono rojizo del metal.

— También puede ser bronce o latón. ¿Cómo estás tan seguro?

— Para empezar, los dos metales que acabas de mencionar son aleaciones derivadas del cobre.

— Eso ya lo sé, genio.

— Entonces también tendrías que saber que ambos elementos presentan una decoloración más amarillenta. Por lo tanto, quedan descartados.

Anabeth ladeó la cabeza, a modo de aceptación.

— De acuerdo. Tú ganas. ¿Ahora qué hacemos con esto?

— Seguir investigando, obviamente. Esta es solo una prueba más que refuerza mi teoría.

La joven asintió, pensativa.

— No entiendo como a la policía se le pudo haber pasado esto por alto.

El niño bufó con fastidio.

— Porque son idiotas.

— Temo que ni siquiera hicieron el intento. —Anabeth chasqueó la lengua, indignada con la idea. La policía de Scotland Yard dejaba mucho que desear, sobre todo ese capitán Moore—. Desde el inicio pensaron que se trataba de un accidente. Amoldaron todo el caso hacia esa línea de investigación e ignoraron cualquier tipo de irregularidad.

— Es por eso que jamás se debe teorizar antes de poseer datos. Insensiblemente uno comienza a alterar los hechos para ajustarlos a la teoría, en vez de ajustar la teoría a los hechos.

Anabeth y Sherlock se miraron entre sí y luego al casillero.

— Salgamos de aquí. Tengo lo que necesito. —habló el niño, rompiendo el silencio instaurado.

La joven asintió en acuerdo. Cuando dio el primer paso se detuvo en seco, percatándose de un pequeño detalle.

— Sherlock...

— ¿Sí, Smith?

— Bájate. —le dio dos segundos antes de liberar sus piernas.

— Esperaba que no te dieras cuenta. —renegó el menor, bajándose de su espalda. 

Anabeth rodó los ojos. Sin perder otro segundo, tomó el brazo del niño y se apresuró a salir de esa habitación antes de que alguien los descubriera.

Una vez de vuelta en el ala principal, Anabeth se quitó la gorra y acomodó su cabello. Sherlock sugirió de inspeccionar el resto del club a lo cual la castaña, de buena gana, aceptó. El niño se percató del cambio en su compañera. Se la veía mucho más relajada y notablemente más entusiasta. Supuso que ese era un efecto del nuevo descubrimiento. En todo caso, eso le beneficiaba. Si Anabeth estaba de buen ánimo, se traduciría en menos regaños para él.

Los jóvenes vagaron por el club. Inspeccionaron cada cuarto del complejo al que pudieron acceder, dieron una vuelta completa a la piscina y subieron a la parte superior donde se encontraban las gradas. Anabeth miraba de tanto en tanto al menor. Si bien solo habían estado caminando en silencio, ella sabía que ese estaba lejos de ser un simple paseo dominical.

Sherlock había permanecido en silencio en todo momento. Sus ojos se movían perezosamente de un lugar al otro, aparentemente al azar. Pero ella conocía esa mirada. Sabía que dentro de esa pequeña cabecita, las dimensiones del lugar, su distribución, cada atajo, cada salida —hasta el más mínimo detalle que pudiera ser de utilidad—, estaba siendo asimilado, catalogado y almacenado en esa mente prodigio.

Mycroft le había explicado una vez que Sherlock hacía uso de algo que llamaba Palacio Mental: una técnica de memoria selectiva donde podía almacenar información específica por periodos de tiempo muy prolongados.  

"En ese caso, mi palacio mental debe ser un basurero. Me encantaría poder borrar recuerdos inútiles de manera consciente. Sería la gloria."

Anabeth despejó ese pensamiento de su cabeza. Observó al niño a su lado. Ya no se veía tan concentrado en inspeccionar el lugar como antes, sino que su vista ahora se focalizaba en las suelas de sus zapatos. Tal parece que ya habían terminado por ese día.

— Sherlock. —el nombrado volteó a verla, saliendo de su ensimismamiento—. Creo que recorrimos suficiente por hoy. ¿No crees?

— Creo... Creo que sí.

Anabeth ladeó la cabeza, extrañada por el titubeo del niño.

— ¿Necesitas inspeccionar algo más?

Sherlock negó con la cabeza. Su rostro permanecía estoico, pero ella pudo ver un atisbo de duda en sus ojos.

— ¿Sucede algo?

— Sé que recorrimos todo el lugar, pero aun siento que hay algo que se me escapa. Algo que no estoy viendo. No quiero irme sin estar ciento por ciento seguro.

Anabeth entendió la problemática. Era un miedo irracional, igual a cuando te vas de viaje y tienes la sensación de que te olvidas de algo, a pesar de haber revisado todas tus pertenencias una y otra vez. 

Sin embargo, tampoco podían quedarse allí indefinidamente. Ya habían recorrido todo el complejo. No quedaba ningún otro rincón por inspeccionar y Anabeth dudaba seriamente de que pudieran encontrar otra pista. 

— Oye, si surge la necesidad, podremos volver en cualquier momento. —prometió—. Ya hiciste un gran avance el día de hoy. ¡Va, que digo! Hiciste quedar mal a todo el maldito Scotland Yard.

El niño sonrió un poco con la última oración. La joven siguió hablando.

— Vamos, te invito un helado. ¿Qué dices?

— Suena... Bien. Gracias, Anne.

La castaña sonrió genuinamente. No era muy habitual que Sherlock usara su apodo. 

Ambos comenzaron a caminar hacia la salida. 

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