La Clase del 89' (Mycroft y t...

By MSCordoba

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Mycroft Holmes es el mejor promedio del instituto Dallington. Los valores de amistad y afecto no resultan rel... More

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 61,5
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Cartas
Epílogo
Nota de autora
Anuncio importante

Capítulo 24

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By MSCordoba

Mycroft terminó de redactar el último párrafo de su discurso. Dejó el bolígrafo a un lado y contempló el papel luciendo satisfecho con su trabajo.

El director había pedido que los estudiantes de cada curso elaboraran un discurso para el acto de cierre de fin de año. Como era de esperarse, la responsabilidad había caído sobre sus hombros. Esa era una de las desventajas de ser el mejor alumno de la clase. Los profesores siempre se fijaban primero en él para realizar esta clase de tareas.

El joven consideraba los actos como una completa pérdida de tiempo. Los estudiantes rara vez prestaban atención a lo que decían por el micrófono, sin mencionar la cantidad de horas de clase que se desperdiciaban por causa de estos.

Luego de pasar hora y media repasando las mismas líneas una y otra vez, el pelirrojo se había dado por conforme, poniendo punto final al manuscrito.

Se enderezó sobre su asiento y estiró su espalda, sintiendo sus articulaciones crujir debido a la mala postura. Apagó la pequeña lámpara que reposaba sobre el escritorio y se puso de pie, dando por concluida su tarea.

Durante ese periodo, la habitación se había sumido en el mayor de los silencios. Agradeció internamente a Anabeth por eso. Ese viernes por la tarde, le pidió que cuidara de Sherlock mientras él elaboraba el discurso. No había escuchado ningún ruido de parte de ellos, lo que le permitió concentrarse con mayor facilidad.

Abrió la puerta y salió al corredor el cual seguía igual de silencioso. Mycroft agudizó el oído, intentando percibir algo. De nuevo, nada.

"Anabeth y Sherlock en silencio jamás puede ser una buena señal."

Caminó a paso ligero hacia la habitación de su hermanito. La puerta estaba abierta y el interior se encontraba vacío, como temía.

Bajó las escaleras y se dirigió hacia la sala de estar. Al entrar, se quedó petrificado por unos instantes. Sus cejas se elevaron hasta el techo y sintió su rostro palidecer.

En el medio de la sala, yacía Anabeth sentada en una silla atada de pies y manos con una mordaza en la boca y era evidente para cualquier observador, que estaba intentando forcejear las cuerdas.

La vista del pelirrojo se dirigió inmediatamente a su hermanito, quien se encontraba sentado de lo más campante en uno de los sillones individuales contemplando la escena. Tenía sus pequeñas manos juntas bajo su mentón y no demostraba ni el más mínimo atisbo de preocupación por la situación.

— Por Dios Santo... ¡Anabeth!

El joven corrió hacia ella y se apresuró a desatar sus muñecas. En segundos deshizo los nudos, liberando las manos de su compañera.

— Deente... Mycof. —intentó hablar a través de la tela, pero el joven no logró comprender sus palabras.

— ¿¡Perdiste el juicio, Sherlock!? —despotricó el pelirrojo, cambiando de lugar para desatar los pies de su amiga—. Cuanto lo siento, Anabeth. No debí...

— ¡Mycroft detente! —exclamó, una vez que se había quitado la mordaza por su cuenta.

El pelirrojo la miró consternado, sin comprender sus palabras. La castaña rodó los ojos con fastidio y se dirigió hacia el menor.

— ¿Cuánto tiempo llevaba?

Sherlock observó el cronómetro que tenía entre sus manos.

— Dos minutos con cuarenta segundos para ser exactos.

— Agh, dos vueltas de muñeca más y lo conseguía. Esa iba a ser mi mejor marca. —gruñó, cruzándose de brazos.

— Aun así, no ibas a romper mi récord de un minuto y cincuenta y dos segundos. —alardeó el niño.

— Cállate, Mini-Holmes. Solo lo conseguiste porque tus muñecas son más delgadas que las mías. —lo pinchó, sonriendo burlonamente. Sherlock le sacó la lengua.

Mycroft pellizcó el puente de su nariz con frustración. Era obvio que esos dos estaban envueltos en alguna especie de competencia y que la integridad de Anabeth no corrió peligro en ningún momento. Reunió la poca paciencia que le quedaba y preguntó.

— Se puede saber, par de chiflados, ¿qué es lo que estaban haciendo?

— Competencia de nudos. —habló la castaña en un tono casual, librándose de las últimas ataduras que fijaban sus pies a la incómoda silla de madera—. Queríamos comprobar quien podía desatarse más rápido. Primero intentamos con el nudo Bulín y el Rizo. Y el que acabas de deshacer (arruinando mi tiempo, por cierto) era un nudo de amarre diagonal.

El pelirrojo parpadeó varias veces, incrédulo. Esos dos por poco le provocan un infarto con sus estúpidos juegos.

— ¿Qué? —Anabeth ladeó la cabeza a un costado, leyendo su expresión—. No creíste realmente que un niño de 9 años podría atarme a la fuerza, ¿verdad?

— Patético, Fatcroft. —sonrió con sorna, sin perderse la oportunidad de molestar a su hermano.

Mycroft frunció los labios ante el apodo infantil. La chica se puso de pie, interrumpiendo la guerra de miradas entre hermanos.

— Basta, Sherlock. No seas malo. —advirtió en un tono consolador.

— Gracias, Anabeth.

— Lo que pasa es que tu hermano es un poco lento. Es todo. —añadió a modo de broma, solo para molestar al pelirrojo.

Anabeth sonrió con diversión. Mycroft siempre dejaba en claro que él era el más inteligente, lo cual era cierto, pero no por eso menos molesto. En consecuencia, la castaña aprovechaba cada mínima oportunidad para poner en duda su gran intelecto, a base de bromas y comentarios sarcásticos.

Mycroft entrecerró los ojos, observando a su amiga en fingida ofensa.

— Retiro lo dicho. Estabas mejor con la mordaza puesta.

Anabeth sonrió falsamente ante el comentario. Decidió dirigir la conversación hacia un terreno más neutral por la paz.

— ¿Pudiste terminar esa cosa? 

— Está hecho. Solo escribí lo que ellos quieren leer. —respondió, complacido por poder cambiar de tema.

— Supongo que el acto de este año será aburrido, como todos los anteriores. —resopló recordando los largos discursos de los directivos que lo único que lograban era adormecer a los estudiantes.

— Por desgracia, se debe ser políticamente correcto en este tipo de tareas.

La joven asintió, dándole la razón.

— Qué remedio... ¿Necesitas que me quede otro rato?

— No hace falta. Ya puedes retirarte si así lo deseas. —anunció el mayor.

— ¡No!

Anabeth y Mycroft voltearon a ver al niño, sorprendidos por el grito repentino.

— Smith no puede irse. —dijo en tono terminante.

Mycroft elevó una ceja, intrigado por la actitud del menor.

— Anabeth no puede seguir jugando contigo, hermano mío. Tiene una vida lejos de esta casa.

— No es justo. —se cruzó de brazos, haciendo un pequeño berrinche.

El pelirrojo iba a decir algo, pero Anabeth elevó una mano, en señal de que se detuviera. Se arrodilló para estar a la altura del menor y lo miró directamente a los ojos.

— Mini-Holmes, ¿qué ocurre?

— Quiero ir a la alberca. Prometiste que me llevarías.

Anabeth vio directo a esos ojos verde-azulados, enfadados y decaídos. Suspiró. Una promesa era una promesa.

— Escucha, Sherlock, hoy no puedo. Tengo un compromiso a la noche y no puedo llegar tarde. —el niño bufó con fastidio—. Pero, el domingo estaré libre todo el día. Si tus padres te dan permiso, te llevaré. ¿De acuerdo?

El niño dirigió la mirada hacia sus zapatos y pateó una piedra imaginaria.

— Está bien. —murmuró, consciente de que esa sería la mejor oferta que obtendría.

— Sigo aquí, ¿saben? —recordó el mayor, viendo que se estaba perdiendo de algo importante.

— Por desgracia. —susurró el pelinegro.

Anabeth contuvo la risa. Amaba ver pelear a esos dos. Un pequeño gusto del que se sentía culpable, pero no podía evitarlo. Se comportaban como dos niños, con la diferencia de que uno de ellos ya tenía edad legal para conducir.

— Anabeth, ¿quieres explicarme?

— Le prometí que lo llevaría a la alberca donde se ahogó Powers. Creemos que podría haber algo que se le escapó a la policía.

¿Creemos? —elevó una ceja, haciendo hincapié en la palabra.

Anabeth se encogió de hombros con expresión inocente.

— Que puedo decir... La investigación se encuentra estancada y debo admitir que sigo teniendo curiosidad por la muerte de ese chico.

"Esto es increíble. Es obvio que ustedes debieron ser los hermanos." Pensó el pelirrojo.

— Estamos hablando de llevar a mi hermano a una escena del crimen, Anabeth.

— No soy un bebé, Mycroft. —bramó el niño.

— No, no lo eres. —coincidió, en un tono condescendiente—. Tienes 9 e intentas investigar una muerte sospechosa, lo cual resulta sumamente inapropiado para un niño de tu edad, a mí padecer.

— Corrección: ex-escena del crimen. El club volvió a abrir sus puertas hace más de un mes. —objetó.

Podía sentirse la tensión entre ambos hermanos. Anabeth, al ver esto, decide ponerle fin a la discusión.

— Mycroft, ¿podemos hablar? —ladeó la cabeza señalando la cocina.

El joven la miró, primero a ella y luego a su hermanito. Finalmente asintió. Los adolescentes se alejaron, dejando al niño sentado en el sillón.

Una vez que se hallaron solos en la cocina, lejos de los oídos de Sherlock, Anabeth fue la primera en tomar la palabra.

— Mira, si no quieres que lo lleve respetaré tu decisión. No es necesario que ustedes sigan peleando.

— No me molesta que pasen tiempo juntos. —admitió— ¿Pero visitar la posible escena de un crimen? Es solo un niño, Anabeth.

— Lo sé, lo sé. —hizo una pausa—. Solo ten en cuenta esto. Sabes perfectamente que Sherlock encontrará alguna forma de ir a ese lugar, con o sin autorización.

Mycroft suspiró resignado, dándole la razón.

— Y siendo honesta... —continuó—. Prefiero acompañarlo. Más allá del caso, no me agrada la idea de que Sherlock pueda escaparse y vagar solo por las calles de Londres.

Las palabras de Anabeth calaron en la mente del pelirrojo, calmando un poco sus inquietudes. Pudo ver que, a pesar de sus diferencias, ella también se preocupaba por Sherlock casi tanto como él.

— Eso es algo en lo que los dos estamos de acuerdo. —reconoció—. ¿Estás segura de que es una buena idea?

— Es solo un club y una pileta. Van familias ahí. No puede haber nada perturbador para un niño en ese lugar.

"Comparado con Scotland Yard, esto es como un día de campo." Se dijo la chica para sus adentros.

Mycroft guardó silencio por unos momentos. Su amiga tenía un punto.

— Supongo... que no habrá ningún inconveniente en que Sherlock eche un vistazo al lugar. Si ustedes dos quieren hacer un viaje sin sentido, adelante.

Anabeth apretó los labios en una fina línea ante este último comentario, añadido adrede con el único propósito de molestarla.

— Bien, iré a decirle. —girando sobre sus talones.

Mycroft la detuvo antes de que abandonara la cocina.

— Sabes que no tienes que hacer este viaje si no quieres, ¿verdad?

Una sonrisa sarcástica tiró de los labios de su amiga.

— Si no quisiera hacerlo, no lo haría y punto. Eso no está a discusión. —dijo con seguridad, abandonando la cocina.

Luego de esa pequeña charla en privado, Anabeth le confirmó al menor que su viaje a la alberca seguía en pie. Sherlock dio pequeños brincos por la sala, emocionado. Solo se lo veía así de feliz cuando se salía con la suya.

Anabeth negó con la cabeza. Ese niño era un caso excepcional.

Recordando su evento de hoy a la noche, tomó su mochila y le anunció a Mycroft que ya estaba lista para irse.

— Gracias, por cuidarlo. —dijo el mayor de los Holmes, una vez que se encontraron frente a la entrada.

— Un placer. Sabes que no me molesta pasar tiempo con Sherlock.

— Eso dices porque no vives con él.

— Touché.

Mycroft abrió la puerta. Como de costumbre, Larry estaba estacionado en la calle esperando a la joven con el motor encendido.

— Salúdame a Erika de mi parte. —añadió, como una simple formalidad.

— Sabes que aún estás a tiempo de ir, ¿verdad?

— Te agradezco, pero paso. Prefiero evitar los eventos sociales.

Anabeth rodó los ojos. Sabía que no habría forma de que asistiera a la fiesta. Aun así, no perdía nada con intentar.

Se despidieron. Larry le abrió la puerta y pisó el acelerador, saliendo de la propiedad.

En menos de media hora, Anabeth ya se encontraba en su casa. Observó el reloj de pared. Contaba con tiempo de sobra. Respiró profundamente, repasando la lista mental de tareas pendientes en su cabeza.

"Regalo, listo. Ropa, planchada. Tarea de la escuela, sin hacer. Excelente."

Se quitó el caluroso uniforme y se encerró en el baño. Tomó una ducha caliente, dejando que el agua se llevara todo el cansancio del día. Se secó, cambió y arregló. Intentó hacer algo con su cabello, sin resultados.

"Al diablo. Lo llevaré suelto."

Para ese entonces, su padre había llegado a casa. Durante la cena, ella le comentó sobre sus planes con el hermano menor de Mycroft, a lo que Walter le dio el visto bueno.

A las 8 en punto, Clara llegó a la propiedad. Habían acordado ir juntas a la fiesta. Anabeth tomó su regalo y abrió la puerta. La rubia llevaba un vestido sencillo blanco que le llegaba por encima de la rodilla. Caía perfectamente sobre su cuerpo, resaltando su esbelta figura.

— ¡Anne! Que bien te ves. —halagó.

Anabeth, a diferencia de su amiga, llevaba una falda de tubo negra ajustada que hacía lucir sus largas piernas, junto con una remera estampada, chaqueta de cuero del mismo color y zapatos a juego. Llevaba un delineado suave en los ojos, dejando que la atención se centrara en sus labios rojos. Su conjunto era seductor, mostrando la cantidad adecuada de piel, pero sin caer en lo obsceno.

— Gracias, gracias. Lo mismo digo. —tanteó su chaqueta, asegurándose de llevar las llaves de casa consigo—. Bien, déjame despedirme de papá y nos vamos.

En menos de un minuto, las jóvenes se encontraban caminando por las iluminadas calles de Londres. Aún no había oscurecido del todo, como era de esperarse en esa época del año.

En un abrir y cerrar de ojos se encontraron frente a la casa de la pelinegra. Anabeth observó que ya había varios autos estacionados en la calle. Podía oír voces en el interior, que eran amortiguadas por el ruido de la música.

Las chicas se acercaron a la entrada. Clara extendió el brazo y tocó el timbre. La madre de Erika fue quien les abrió, sonriendo al reconocer a las invitadas.

Las jóvenes hicieron los saludos correspondientes y dejaron los regalos en una mesa aparte junto con el resto. Anabeth observó la decoración. Había algunos globos colgados, la música sonaba a todo volumen por los parlantes y a lo lejos en la cocina se veían bandejas de comida listas para ser servidas, junto a pilas de vasos sin usar y bebidas.

La fiesta apenas estaba comenzando.

— ¡Clary, Anne ya llegaron! —exclamó la cumpleañera desde uno de los sillones.

Erika se puso de pie para recibir a sus invitadas. Llevaba un vestido similar al de Clara, con la diferencia de que este era de color rojo con detalles en negro y tenía la espalda descubierta.

Las tres se abrazaron, felicitando a Erika por segunda vez en el día, puesto que ya lo habían hecho unas horas antes en la escuela.

— Iré por unas bebidas, ¿les traigo algo? —ofreció la rubia.

— Estoy bien por ahora. —dijo la castaña. Erika negó al igual que ella.

Una vez que las dos jóvenes tomaron asiento en el sofá, la pelinegra se acercó a su oído.

— Pensé que Mycroft vendría. —habló lo suficientemente alto para hacerse oír por encima de la música.

Anabeth se encogió de hombros y negó con la cabeza.

— Ya te lo dije. Él y las fiestas no se llevan.

— Lástima. Si te viera así vestida ya lo tendrías comiendo de la palma de tu mano. —insinuó guiñándole un ojo y le dio un pequeño codazo.

Anabeth rodó los ojos.

"No te mando al demonio tan solo porque es tu cumpleaños."

— Cállate. —se limitó a decir con sequedad—. Me dijiste que sería una fiesta tranquila. —reparando en la cantidad de invitados. Muchas eran caras conocidas, compañeros de curso y amigos del barrio.

Erika elevó las cejas ante el brusco cambio de tema, pero no le sorprendió del todo. Anabeth tenía un don para evadir las conversaciones incómodas. La pelinegra decidió seguirle el juego. Tampoco era su intención hostigarla. 

Ya habría tiempo para molestarla.

— Sí... Cambié de opinión. También dejé que Francis invitara a un par de amigos para que no se aburriera. —comentó, volviendo la vista hacia la sala llena de adolescentes—. Los dos más pequeños los encerramos en su dormitorio con la consola de videojuegos, así no molestarán.

Clara volvió aparecer en la sala, sosteniendo un vaso de plástico en su mano derecha. Hicieron lugar en el sofá para que se sumara a la conversación.

Anabeth se permitió relajarse, observando su entorno. Grupos de adolescentes se apiñaban en cada rincón de la sala. La mayoría charlaban de forma amena, algunos tenían bebida y comida en las manos, otros se movían en su lugar al ritmo de la música o hacían alguna tontería para hacer reír al resto de los espectadores.

Algunas chicas iban vestidas con falda corta como ella, otras usaban vestidos o pantalones de jean, mientras que los chicos alternaban entre las playeras enormes y camisas a cuadros. El público era muy diverso y todos parecían estar pasando un buen rato.

Anabeth volvió a centrar su atención en la conversación. Rio con ganas mientras escuchaba a Clara contar una de sus anécdotas. 

Sin embargo, su sonrisa es abruptamente borrada al escuchar una voz familiar.

— Hola chicas, disculpen la demora.

La castaña volvió a sonreír tan rápido como hicieron contacto visual. Pero esta vez sus músculos faciales no se tensaron de la misma forma. Era una sonrisa falsa, al igual que su saludo.

— Hola, Dalia. 

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