La Guerra del Corazón Astilla...

بواسطة EugenioTena

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Una jovencita, la última de su raza, una espada que bebe las almas de sus enemigos y un clérigo en busca de r... المزيد

I. Los Niños de Erheä.
II. Islas.
III. La Gran Cadena
IV. El Ojo de la Gorgona
VI. La Bebedora de Almas.
VII. La Vestal de Lunulaë.
VIII. El Sueño de Lorindol.
IX. El Crestemplos.
X. Bienvenido a Ciudad Gruta
XI. A Orillas del Río.
XII. El Cónclave de Lunulaë.
XIII. La Prueba del Acantilado.
XIV. Rhaine, la cazadora de la Luna Escarlata.
XV. La Ciudad de la Cobra Real.
XVI. El Sable Celeste
XVII. Escaramuza en la Montaña.
XVIII. Scriptórum y muerte.
XIX. Pacto de Sangre.
XX. La Undécima Legión.
XXI. Expiación.
XXII. Kórceres señor de las profundidades.
XXIII. El Sable Celeste. Parte 2.
XXIV. Terkhefal.
XXV. Ikyios.
XXVI. Cisma en la Orden
XXVII. El Sable Celeste 3a. Parte.

V. El Clérigo de Cilión.

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بواسطة EugenioTena

Pérsene 464 de la Luna de Imiqh de 3228, año de Cilión, nuestro señor.

Querida Carnil,

Te escribo en compañía de los primeros destellos de la aurora, desde mi saco de dormir, luchando por ahuyentar el sueño. Quise que fuera así, porque deseo que la tinta fresca sobre el pergamino logre llevarte algo de la extraña sensación con la que he despertado las últimas madrugadas.

No podría decir si es sueño o recuerdo, pero antes de abrir los ojos, viene a mi mente tu figura moviéndose ligera por las avenidas de Queletia, tu sonrisa iluminando los jardines del Palacio de Santa Rhaalia, mis manos estrechándote de la cintura al tiempo que tú te paras de puntas, cierras los ojos y me besas.

Cada día despierto con la sensación de que acabas de estar aquí, a mi lado y solo me queda preguntarme si ya habrás despertado, si estás postrada en las primeras oraciones o estudiando en el seminario o haciendo el desayuno de tu madre y tus hermanas y eso me hace cuestionarme, muy a menudo, si tú también recibes el día pensando en mí.

Supongo que lo único que dejan en claro esos sueños, es lo mucho que te extraño. Encuentro que me hace falta esa vida que teníamos en común. Es tonto mi asombro, lo sé, pero cada día te extraño más y cada jornada me cuesta más trabajo imaginar la tranquilidad de Queletia y la vida en la ciudad, acá, desde la vastedad de los campos, desde las carreteras y las montañas azules y grises, que parecen no tener fin, tan lejos de mi querida ciudad y de ti.

El viaje me ha hecho descubrir muchas cosas, sobre el mundo y las criaturas que lo pueblan, sobre los álfaros y los hombres, pero sobre todo acerca de mí. He encontrado que me hace gusta la vida fuera del oratorio y el templo, que el aire fresco y la lluvia aclaran mi mente y que escribir, para que los detalles del día no se escurran por las pequeñas grietas de la memoria, me hace sentir una tranquilidad que me era desconocida.

El sonido de la pluma rasgando el papel de este diario ilumina mi alma y me trae una felicidad hasta hace poco desconocida, me transporta a un refugio desde donde puedo estar contigo, en calma, al menos desde los recuerdos. En la escritura las ideas vienen a mí dispuestas y en esa posibilidad de repasar lo acontecido durante el día, me llega la claridad para valorar todo lo que sucede alrededor y lo mucho que te amo.

A pesar de ese recién descubierto gusto por la escritura, ayer no te pude escribir, por que he tenido días duros, de travesías agotadoras en las que despertamos muy temprano, levantamos el campamento y emprendemos el camino antes de que Helios despunte sobre el horizonte, deteniéndonos hasta bien entrada la noche.

Han sido días en que lo único que rompe la rutina es el pueblo o la granja en la que nos detenemos a comer, en los que la constante es el azul interminable del cielo abierto, la nube solitaria, el canto de las aves y de los insectos, las curvas impredecibles de nuestro camino, el entramado de olivos, de esmeraldas y verdes del bosque, el murmullo de la lluvia sobre nuestras cabezas y la inquebrantable indiferencia de las montañas que se alzan a la distancia, que a veces no mudan su forma en todo el día.

No había querido preocuparte, pero ahora te puedo confesar que comenzar el viaje resultó sumamente duro. En más de una ocasión pensé que no podría soportar la dura rutina del ejército, las penalidades del camino y la ausencia de comodidades básicas, como el aseo o el baño, lujos a los que nos hemos acostumbrado en Queletia.

Sin embargo, querida Carnil, poco a poco, poniendo mi empeño en ello y mi fe en Cilión, he ido encontrando el gusto por estar en el campo, he ido dejando atrás necesidades y excesos de la ciudad y, como una pesada malla que se ha levantado de mis ojos, he encontrado una claridad de pensamiento que no sentía desde hace muchos inviernos.

Pero todo eso no sería posible, lo confieso, si no hubiese encontrado el gusto por algo desconocido hasta hace poco.

¿Te imaginas qué es Carnil?

Quizás no lo creas, pero se trata de montar a caballo. ¿Cómo es posible que una actividad que jamás había intentado pueda traerme tanta alegría? Creo que aún no me lo logro explicar.

Mucho debo a la nobleza de mi montura, a ese alazán de crines plateadas que descansa afuera del templo y que se ha ganado mi cariño, tornándose en un compañero inesperado en esta aventura.

Sé que esto te sorprenderá, sobre todo porque antes las bestias eran para mí algo secundario, una distracción, cómo las que apreciábamos a la distancia en el Laban tarwhá y otros parques de fieras de Queletia.

Sé que se trata de un cambio inesperado, sobre todo porque antes te platiqué de todas las penurias que sufrí los primeros días de camino, ante mi manifiesta incapacidad para montar y el dolor y las heridas que cada noche tuve que aliviar, después de cabalgar todo el día.

Como mi montura no tenía nombre, he decidido llamarla Grelian, que en queletio alto significa inteligencia excepcional. El caballo parece leer mis pensamientos y a veces siento que nos movemos como uno solo, él una extensión de mis impulsos y yo de sus necesidades.

Varias noches me he ido a dormir con la sensación de que sigo montado en Grelian y poco puedo decir que haga justicia a la satisfacción que siento cada mañana al emprender la marcha montado en sus lomos.

Pero más allá de mi amistad con Grelian, que seguramente traerá otras anécdotas más adelante, quiero relatarte los sucesos más importantes de estos últimos días, aunque nada te va a parecer tan atractivo como las fiestas en Puerto Brisa, el banquete que nos ofreció el gobernador de Lancusio o aquella última tarde que pasamos acampando a las afueras de la Acrópolis de Cilión, a las faldas del Monte Ciliria, contando las hogueras lejanas de los cientos de pueblos álfaros festejando la fiesta de San Mahrek, a orillas del Valle Sagrado.

Dejamos atrás la última población digna de recibir tal nombre hace más de dos semanas y desde entonces el viaje se ha tornado sobrio y aburrido. Los altos rangos del ejército han ido imponiendo cada vez más disciplina sobre sus respectivas cohortes, comenzando por los horarios, que se han vuelto más estrictos, tanto para acostarse por las noches como para despertar de madrugada a pasar revista, lo mismo sucede con las marchas, las maniobras y formaciones de combate.

He notado también que las tiendas de campaña de los tribunos y generales, cada vez se colocan más alejadas del resto de la tropa. Sé que debo agradecer a Cilión el hecho de que Oriel me haya escogido como su inmune, uno de sus asesores personales, pero esa deferencia, como sucede también con la paga o las raciones de comida, hacen que, por vez primera, sienta como un peso el hecho de ser un clérigo de Cilión.

Ahora veo que he recibido una educación muy compleja y que, aunque me siento afortunado, mi formación me aleja del resto de la tropa, quienes me consideran parte de la élite, un álfaro demasiado refinado en sus costumbres.

También ha quedado claro que existen jerarquías y que las más altas esferas del ejército tienen privilegios de los que no goza el grueso de los soldados, ni siquiera yo, que soy favorito de un tribuno. Aún así, nadie se queja ni rompe la disciplina de la Séptima Legión, la imbatible.

El día de ayer amada Carnil, tuve mi primer encuentro con la guerra. Sucedió muy temprano, cuando emprendíamos el camino hacia el frente. De pronto se escucharon las trompetas de guerra desde la distancia. Mi destacamento se movió de inmediato como un solo hombre, tomando posiciones defensivas, los lanceros al frente, las unidades de arqueros buscando la parte más elevada del camino. Atrás de la falange principal se formó una primera línea de caballería y detrás de éstos, los oficiales. Todos pensamos que nuestros exploradores habían localizado alguna avanzada enemiga, todos guardaban silencio, la tensión dibujada en el rostro de cada soldado.

Después de algunas señas más de trompeta nos alcanzó un mensajero de la undécima legión, a caballo, pidiendo que abriéramos paso a lo que llamó simplemente como nuestros compañeros.

Aunque sus maneras no fueron las correctas, los oficiales de nuestra cohorte obedecieron. Poco después, por en medio del camino pasó un regimiento de veteranos de la Undécima, de vuelta a Queletia.

Llamó mi atención el hecho de que aquellos guerreros llevaran sus armaduras en un estado deplorable. Casi todos habían dejado crecer sus cabelleras, que llevaban atadas en trenzas y su estandarte era apenas una lanza de la cual colgaban un par de jirones en los que me fue imposible descifrar el escudo de armas.

Al verlos tuve la impresión de que la guerra los había cambiado hasta lo irreconocible, y que la armonía que nos caracteriza como raza ya no los acompañaba. Lo que noté hasta en la manera en que marchaban, sin guardar el orden digno de una legión de las naciones álfaras. Pero lo que vi al final, en la retaguardia, me sorprendió aun más que el aspecto de aquellos soldados.

Una vez que los veteranos acabaron de pasar frente a nosotros sin dedicarnos una mirada, aparecieron los carros de provisiones, sólo que en lugar de venir cargados del abastecimiento común de tropa, las carretas soportaban encima unas celdas de metal, atiborradas de heliotas, todos encadenados a la altura del cuello.

Al preguntar sobre el destino de aquellos hombres, que apenas se atrevían a alzar la vista, uno de los oficiales me indicó que se trataba de prisioneros de guerra, humanos que se habían atrevido a alzarse en contra de las naciones álfaras y que, contrario a lo que merecían, que sin duda era la muerte, la gracia de Cilión les había concedido una segunda oportunidad, para aprender, educarse y servir a nuestro todopoderoso Dios.

La explicación, aunque satisfactoria, me dejó intranquilo puesto que, al interior de aquellas jaulas vi también a un número considerable de pequeños niños, quienes, estoy seguro, jamás han levantado una mano en contra de nadie y que aún así compartirían el destino de sus padres. Aquella imagen me persiguió el resto de la jornada.

Antes de que cayera la noche, llegamos a una insignificante villa denominada simplemente como Okriaconte, seguramente conservando el horrible nombre con el que alguna vez fue bautizada por los heliotas.

Se trata de una pequeña población minera, ahora bajo nuestro control, desde la cual te escribo. Oriel y el resto de los oficiales se han hospedado en la única posada, un establecimiento sin nombre, de una sola planta, que más que más que un parador, al menos desde afuera, parece el casco de alguna villa, acondicionada ahora para recibir viajeros.

Te dará gusto saber que los pobladores originales de este sitio, heliotas todos, aún conservan su libertad y de hecho, nos consideran como sus salvadores, puesto que las bandas de mercenarios y los ataques de los meléunos los estaba llevando a la ruina.

A mí me tocó acampar junto con el Cuerpo de Auxiliares al interior de una vieja iglesia dedicada a Helios, o lo que queda de ella, puesto que, según dicen algunos, fue la última posición de defensa de los meléunos en este lugar.

Al aproximarnos, bajo las sombras del crepúsculo, apareció ante nosotros el templo, como un inmenso y lóbrego cascarón, como un caracol devorado por el fuego. A un costado del templo hay una enorme fosa en la que se hallan enterrados nuestros enemigos y al interior descubrí que todos los símbolos de Helios han sido quemados o destruidos, lo cual es una pena, puesto que me parece necesario estudiar la iconografía pagana. Estoy seguro de que habrá otras oportunidades.

Así llego al final de estas líneas, luz de mi vida, luchando contra el cansancio del viaje, intentando despertar de lleno para afrontar la dura jornada. Desde anoche no puedo sacudirme la sensación de que algo no está del todo bien. Me hostigan aún los rostros de aquellos pequeños niños al interior de las jaulas, unidos por cadenas invisibles al destino de sus padres.

Cómo me gustaría saber lo que piensas Carnil ¿Te parece una situación injusta? Jamás había pensado en ello, siempre he creído que vivir en nuestras ciudades es un privilegio al que muy pocas criaturas tienen acceso.

Estoy cierto de que algún día podremos platicarlo, mi adorada Carnil y quiero que sepas que, a pesar de la distancia, no dejo de llevarte en cada pensamiento, en cada oración, en cada momento del día y como habrás leído, también de la noche.

Tuyo por siempre.

Mandil.

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