Hombres Oscuros

By lizquo_

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El padre de Nazareth ha desaparecido; para encontrarlo, debe seguir una serie de instrucciones que, al parece... More

Hombres Oscuros
Prólogo
Página 545
Nazareth (1)
Alex (2)
Charlie (3)
El Ángel (4)
El súbdito leal (5)
Página 78
Nazareth (6)
Alex (7)
Charlie (8)
Jane-el-fantasma (9)
El hombre de negro (10)
Página 228
Nazareth (11)
Alex (12)
Charlie (13)
Jane-la-oculta (14)
Esquizofrenia (15)
Página 445
Nazareth (16)
Alex (17)
Charlie (18)
La Bruja (19)
El Juego (20)
Página 100
Nazareth (21)
Alex (22)
Charlie (23)
La maldición de Winndoost (24)
Sangre pura (25)
Página 459
Nazareth (26)
Alex (27)
Charlie (28)
La Torre del Reloj (29)
El pecado de Elmar Kramer (30)
Página 25
Nazareth (31)
Alex (32)
Charlie (33)
La muerte es otra forma de vida (34)
Retando a Dios (35)
Página 800
Nazareth (36)
Alex (37)
Charlie (38)
La Llamada (39)
Página 50
Epílogo

Lento, lento, lento (40)

592 134 10
By lizquo_




Antes de acudir, Eco le pidió a Charlie que investigara a quién pertenecía aquella propiedad en las fueras de Bath. Se mantuvieron encerrados en el despacho del conde hasta bien entrada la noche; y esa fue la misma noche en la que recibieron una llamada, en palabras de su empleador, «preocupante». Era de parte de Elmar Kramer y lo citaba en América porque quería dejar algunos puntos claros de su libro; un compendio de pensamientos que había empezado a escribir nada más ingresar en la clínica.

Al colgar, el semblante del hombre demudó en tonalidad y afectación; Eco Wallace se sorprendió a sí mismo intentando sonsacarle la verdad.

—Quiere que vaya —se excusó el conde.

—Por azar del destino, tienes que ir —aseguró, más severo de lo que esperaba.

—Sería bueno que le advirtiera a Nazareth... Es decir: Elmar me explicó que quiere vernos a ambos. Principalmente porque lo que cuenta en ese libro nos concierne.

Eco sopesó aquellas palabras.

—Tú quieres verla.

—Sí. Pero ella no quiere verme a mí aún.

—¿No te dijo Poppy que te avisaría de si Naza querría venir? Ya sabes, a lo de Dune.

En silencio, Charlie movió ligeramente la cabeza y se irguió de su silla. Por esos días no se tomaba la molestia de vestir tan abigarrado a los modales de su padre, sino que era más suelto y libre de sus acciones, como un pajarillo enjaulado. Y también era más frío y calculador. Casi un mes atrás había enviado a freír espárragos al duque de Argyle, después de que este insultara a Poppy.

Dune no lo había sorprendido quedándose callado como un crío que todavía bebe leche de la teta de su madre. No. Más bien Eco se había puesto muy feliz de que Poppy viera al bebé asustado que, en presencia de su padre, podía llegar a ser.

—Aún no me llama.

—Ya veo —susurró Eco, repantigándose en la silla—. Entonces, sí, haz el enésimo intento de llamar a Nazareth por teléfono.

—Gracias por los buenos ánimos.

—Te prometí sinceridad. Eso haré.

Y lo cumplió.

Cuando el duque de Argyle le contactó Eco rompió su código de discreción de cazatesoros para hablarle a Charlie de su nueva situación; le enviaron una carta a su departamento privado en Invernes, a donde fue el fin de semana que Charlie partió. Luego buscó en los mapas correspondientes, se armó con una mochila de viaje, guantes de piel, un abrigo para el invierno que azotaba Escocia por esos momentos y sí, su revólver de confianza.

Tuvo que dejar el auto en una especie de posada en el pequeño poblado y seguir a uno de los campesinos campo a través. Lo guiaron a la cabaña, semiderruida para entonces. Friedrich Swift lo aguardó en el borde de un río de cuyo muelle quedaba nada más el vestigio y los postigos que antes lo habían sujetado.

Con las manos guardadas dentro de la chaqueta de deporte, Eco se encogió entre la lana del interior y el calor de su bufanda. El duque iba vestido como una gran oveja lanuda negra. Incluso llevaba un gorro de croché en la cabeza. La pomposidad de su vestimenta lo hizo recapacitar. De todos los Miembros Ocultos, el duque había sido el único que no tenía ningún objeto preciado que recuperar del mercado negro o de antiguas familias judías. No. Tampoco en los museos. El clan Swift tenía una larga lista de corrupciones en Westminster; los reyes siempre habían abogado por ellos, pero Eco tenía la duda de si era porque el primer duque había sido primo del rey consorte, o porque guardaban algo en su inmensa propiedad.

Para todos era bien sabido que Winndoost era la casa ancestral del ducado, y que no estaba abierta al público como Dunross. Los historiadores se lo tomaban como un acto de precaución para la mayor conservación de la construcción, de acabado y antigüedad medievales. Además, se encontraba erigida en una elevación de tierra que señoreaba su poblado. Rodeado por angostos y espesos bosques de pinos perennes, frío y neblina, se había convertido en una de las construcciones más emblemáticas de las tierras bajas de Escocia.

Los crujidos de sus pasos pusieron en alerta al noble. Al volverse, Eco percibió la mirada frívola y la altivez aún en ese pequeño gesto que, a cualquier otro, podría pasar desapercibido.

En el acto, la conversación dio inicio con un ademán del duque, que señaló a lo largo del lago. La punta de su dedo se detuvo en una casa abandonada, que parecía un castillo y que estaba hecho de piedra grisácea. La mayor parte de su techo se había derrumbado.

—Yo nací allí —dijo el anciano—; mi padre tenía una casa veraniega antes. Más bien una choza. En temporada de caza veníamos con sus amigos.

Poco afín a las tramas de intrigas familiares —o más bien un poco hastiado de ellas— Eco retuvo la respiración unos segundos; la construcción destruida no era más que rocas apiladas. Si le traía buenos recuerdos, no lo parecía. O quizás esa era su cara para interpretar cualquier ranura de su existencia pasada. La de su niñez. Al mirarlo no quiso imaginarse qué tipo de niño habría sido el duque.

—Supongo que no me citó para hablar de asuntos familiares —le espetó.

El duque soltó una risilla forzada.

—Todo lo que pueda traerme a recurrir a sus servicios no puede sobrepasar la línea de lo familiar. —Lo miró—. Mi familia, mis hijos, son todo lo que tengo.

—Dejando de lado los castillos, las fábricas y el título.

—George decía que era usted un hombre agudo —dijo el duque—. No me haga que me arrepienta de haberle contactado.

Eco hizo una mueca, y echó un vistazo a lo largo del lago, cuya superficie casi se había solidificado.

—¿Por qué aquí?

—Siguen siendo mis dominios —se rio el hombre—. Tienen cierto valor sentimental para mí estas tierras. Como le dije; nací durante esa partida de caza, justo el día en el que mi padre murió.

—Y usted nació para heredar un título —suspiró, poco sorprendido.

El duque agachó la cabeza y se sumergió en sus pensamientos durante largos minutos.

Lento, lento, y más lento, su cara se llenó de una imagen de recuerdos muy lúgubre. Parecía, en escasos cinco minutos, haberse cambiado por otra persona. Si había recordado algo que le hiciera parecer un muerto recién metido en la caja, Eco supuso que se trataba de una reminiscencia oscura. Tan oscura como para citarlo allí, en medio de una nevada de las más crueles de la época.

—No heredé yo el ducado —relató por fin Friedrich—. Lo hizo mi hermano, que ya tenía diez cuando yo nací.

—Debe de estar bromeando.

El duque miraba al frente, con expresión fría.

—No. Alistair Swift fue más mi padre que ningún otro. —Una sonrisa amorfa se estiró en sus labios blancos—. Mi madre decía que era perfecto. Pocos hablan de él hoy en día porque fue una desgracia tanto su fallecimiento como los últimos cinco años de su existencia. En fin. No era tan perfecto entonces, y esos errores le costaron el ducado, la estabilidad emocional, y mi madre.

—Duncan ya había nacido... igual iba a heredarle —Estaba interesado en el tema.

Más o menos.

El duque daba señas de estar muy frustrado y eso le ponía los pelos de punta. Miró a su alrededor con el afán de encontrar a alguien que observara aquella escena.

Por si su cuerpo aparecía en el lago más tarde.

—Heredé yo porque Duncan era un niño de nueve años —dijo—. Sí, yo me casé joven; más bien, mi madre y los padres de Riera, mi difunta esposa, nos obligaron a casarnos. Ella estaba embarazada y los abortos en la nobleza se consideran una estupidez. Al fin y al cabo el legado lo es todo.

—Entonces...

—Dicen que tiene muchas habilidades —murmuró antes de que pudiera formular una pregunta—. Entre ellas, desaparecer pruebas contundentes de la historia del mundo. En Occultus nos empeñamos en mantener la pureza de esa historia. Mi principal cometido, en lo personal, ha sido mantener pura la casta de mi familia.

Un nudo se le formó en el estómago al recordar la forma en la que había llamado a Poppy en el último encuentro, en Winndoost. Eco dio un paso atrás. Si hablaba de «habilidades especiales» eso significaba que requería un trabajo por el que cobraba cifras de más de cinco ceros. En consecuencia, la conversación tenía que terminar cuanto antes.

—Usted está loco —musitó, anonadado—. Debería tener un...

—Mi oferta es inigualable —refutó el duque, volviéndose a él por completo. De pronto estaban a la misma altura.

Eco sabía perfectamente qué quería que hiciera.

—Si me permite preguntar, ¿por qué dice que los últimos años de su hermano lo llevaron a terminar su vida? ¿Algún vicio?

—Yo no me casé por amor, debo decir. Así que es fácil que admita esto: el amor es el peor de los vicios. Y sí... —Con gesto sombrío, lanzó una mirada por encima de su hombro, de nuevo hacia la casa que lo vio llegar a este mundo. Luego dijo—: Mi hermano sucumbió a él seis años antes de su muerte. Fue un error garrafal que nos hundió en la ignominia. —Enarcó una ceja—. Por eso lo llamé. Pensé que ese error no me molestaría ni a mis hijos... Ahora necesito repararlo. Para siempre.

Eco entornó la mirada.

Se preguntó si debía dispararle allí mismo... Aunque sabía que Occultus estaría al tanto de aquella cita.

—Un error —repitió.

—Sí; Alistair cometió varios: era romántico, y se puede decir que encantador, pero nos dio la mayor mancha nunca antes vista.

Con un carraspeó, Eco preguntó—: ¿Cuál?

—Se casó con una bruja. 

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